domingo, 25 de diciembre de 2016

Homilía


Esta es una noche muy especial que nos recuerda el acontecimiento más singular de la historia de la humanidad: el nacimiento de Jesús.

Miles de recuerdos desfilan por la memoria junto a seres queridos con los que hemos celebrado momentos entrañables de cercanía y de afecto, al calor del hogar, con toda la familia reunida en torno a la mesa, con el nacimiento primorosamente preparado y el árbol iluminado de Navidad Algunos de estos seres viven en el Señor.

Por eso, para muchas familias, son momentos de nostalgia, de profundo tristeza por lo que fue y ya no puede ser.

Pero, la vida continúa y hemos de abrir horizontes, y despertar inquietudes , sobre todo entre los niños, para que no se pierda la tradición, que todavía sigue arraigada en nuestra sociedad, de reunirse la familia y cerrar todos los comercios.

Esta noche es el escenario elegido por Dios para que la luz resplandezca.

Es la noche de un mundo perdido que se recupera con la aurora de la salvación, como dice el profeta Isaías.

Es la noche del desconcierto, porque mientras el emperador del mundo hace cábalas sobre el número de habitantes de su imperio y se enorgullece de su poder, el auténtico rey del mundo nace al margen de cualquier ostentación y se cuela en silencio, a hurtadillas, en la historia.

Es la noche de la paradoja, El Mesías nace en un ámbito exclusivamente íntimo y familiar, que desbarata cualquier planteamiento humano, que lo esperaba de otra manera.

Dios quiso encarnarse, entrar en la historia humana, con el carnet de los pobres.

Hoy habría nacido en un carromato bajo el puente, en una chabola húmeda de nuestros barrios marginados, o quizás en una patera…

Así han nacido y todavía nacen millones de niños y niñas, dispersos en una geografía de la pobreza que crece sin cesar.

No es fácil comprender cómo nace la vida en medio de la miseria en un mundo que presume de derechos humanos, de calidad de vida, de desarrollo, de bienestar... de todo, menos de vergüenza.

Pero, a pesar de todo, cada niño que nace cuenta con el regazo de una madre que lo cuidará y lo mimará.

Será una tragedia para ella no contar con recursos suficientes para alimentarle o tenerle que dejar en adopción.

Contrasta esto con nuestra llamada sociedad progresista y moderna donde apenas se deja espacio a los niños, porque es prioritario el bienestar.

Hay sitio de sobra para coches y cocheras, para chalets, para largas vacaciones.

No lo hay para los niños.

Suponen una carga que estorba, atropellan la libertad de los posibles padres, les privan de vivir la vida.

Sin embargo es la vida misma quien está en juego y es atropellada sistemáticamente, sea por abortos provocados -interrupción voluntaria del embarazo, para que suene mejor- sea por el egoísmo de no querer engendrar.

También es cierto que las parejas acceden tarde al matrimonio por escasez de trabajo o trabajos precarios con insuficiente retribución económica, porque los pisos son desorbitadamente caros, porque no se potencia suficientemente desde las instituciones la vida familiar, la maternidad y el cuidado del bebé.


Todo niño que nace es una luz de esperanza dentro de la oscuridad.

Y, esta es la señal -como dice Lucas- para los que quieran ver.

La salvación no está en el poder, en las riquezas, en las armas, en la prepotencia, sino en la vida del recién nacido.

Alguien tendrá que despertarnos del sueño, como a los pastores, para enseñarnos el camino de la luz, de la gloria de Dios que sigue resplandeciendo, porque la paz en la tierra continúa siendo una utopía o una palabra demagógica que esconde manipulación e injusticia.

No puede haber paz, mientras nos empecinemos en fomentar hirientes desigualdades o sembremos de violencia los canales televisivos.

No puede haber paz, mientras las multinacionales de las finanzas y la venta de armas alimenten las vidas de los pobres y cubran de “caridad protectora” la desnutrición y la muerte.

No puede haber paz, mientras grupos políticos y religiosos intolerantes, discriminatorios y violentos lancen discursos incendiarios contra quienes no piensan, creen o actúan como ellos.

Tenemos abundantes muestras en Sudán (persecución contra los cristianos), Arabia Saudita (prohibida cualquier creencia religiosa que no sea el Islam), Irak, Siria, Nigeria…

La lista de los que provocan el terrorismo para lograr fines políticos y religiosos es muy larga.

Lo que se impone por la fuerza termina desnudando a los opresores.

Navidad es la fiesta de la concordia y, sobre todo, de la VIDA, EL GRAN REGALO que Dios ha querido santificar con su presencia ante las narices de quienes dictan leyes para atentar contra ella, atribuyéndose la representación del pueblo.

¿Quién se atreve a matar a un ser débil, tierno, indefenso?

Los hay, por desgracia, y en abundancia, en ciertos sectores degenerados de nuestra sociedad “progresista”, pero lo hacen en el seno materno antes de que vean la luz del sol.

Si nacieran y los quitaran de en medio sufrirían el peso de la ley como asesinos.

Durante la Edad Media, ejércitos cristianos enfrentados entre sí aprovechaban la Nochebuena para deponer las armas por unas horas.

Hacían ejercicio de sensatez y cordura porque no querían celebrar el nacimiento de Jesús con vestimentas de guerra.

Está claro que Dios no quiere guerras ni pobreza.

Quiere la paz y que vivamos como hermanos.

Por desgracia, no es así.

La tierra de Jesús se ha visto sacudida por continuos enfrentamientos a lo largo de su historia, por ser lugar de paso de caravanas y campo de batalla de grandes imperios.

Por esta razón, la basílica de la Natividad de Belén, en la que se halla el pesebre donde supuestamente nació Jesús, fue acortada en épocas remotas, para que nadie pudiera entrar a caballo.

Todos deben bajar la cabeza y humillarse ante quien se rebajó desde su nacimiento hasta su muerte y dignificó así la condición humana convirtiéndose en uno de nosotros.

Por eso, Nochebuena es la llave de la esperanza y anticipo de la fiesta que saluda el nacimiento de una nueva vida.

Es el cumpleaños de Jesús, el Dios hecho hombre que cambió la historia del mundo y trajo la revolución del amor, aunque nos empeñemos en vivir de espaldas al mismo

Amar la vida, celebrarla, es amarle a Él, reflejar la luz de su presencia salvadora en el corazón de cada uno, más allá de todas las luminarias que adornan nuestras calles.


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