Córdoba ha dado dos personajes de este nombre que entran de lleno en el campo de la hagiografía. Uno de ellos, el bienaventurado Alvaro, fue un religioso dominico que vivió a fines de la Edad Media en el convento de San Pablo de Córdoba, y murió en 1420; el otro, más ilustre todavía, es el insigne apologista y defensor de la fe frente al Islam, que iluminó con su palabra y sostuvo con sus escritos a la cristiandad cordobesa en tiempo de los emires. Pertenecía a una de las familias más distinguidas de la ciudad. Su ilustre prosapia está confirmada por el sobrenombre de Aurelio Flavio que le dan sus contemporáneos, y que en la época visigoda designaba la dignidad real. En su familia era tradicional el cultivo de las letras. Su mismo padre tenía tal prestigio como conocedor de la literatura cristiana, que el más famoso maestro cristiano de aquellos días sometía a su aprobación cuanto escribía sobre el dogma de la Trinidad y de la Encarnación "a fin de que le instruyese y tranquilizase".
Ese abad Esperaindeo, amigo de su padre, fue el maestro de Alvaro, el que imprimió en su alma las más firmes convicciones religiosas, el que le orientó hacia la doctrina ortodoxa en medio de la confusión de ideas que reinaba en aquella Andalucía, que acababa de ser el escenario de la lucha adopcionista. Entre sus condiscípulos figuraba un muchacho de familia senatorial, en quien observó las mismas ansias de saber que a él le devoraban. Era el futuro campeón de los mozárabes cordobeses, San Eulogio. "Allí tuve la dicha de verle por primera vez; allí estreché con él la más dulce de las amistades; allí empecé a gustar el encanto de su conversación."
A diferencia de Eulogio, que abrazó el estado eclesiástico, Alvaro permaneció lego toda la vida: se casó con una sevillana y no tardó en verse enredado en la solicitud de las preocupaciones familiares. Su cuñado Juan de Sevilla le consuela con una carta de la muerte de tres hijos, y él nos dice, contraponiendo la vocación de su amigo Eulogio a la suya propia: "Ille sacerdotii ornatur munere, ego terra tenus repens hactenus trahor". Esto, no obstante, no le hizo olvidar su afición al estudio y en especial a las cuestiones teológicas. En todo momento, se nos presenta vigilando los intereses de la fe poniendo al servicio de la Iglesia su talento, su actividad, su perstigio y sus riquezas. Amaba la verdad integral de la Iglesia, esposa de Cristo: y era su anhelo, nos dice él mismo, que la doctrina santa derramase toda su claridad en las mentes de los hombres". Antes que nadie dió el grito de alarma contra una herejía antitrinitaria, de tendencias puritanas y hebraizantes, que empezaba a extenderse entre los mozárabes. Discutió con los herejes, pidió la ayuda de su amigo Eulogio, fue a ver al abad Esperaindeo y le indujo a refutar las afirmaciones de los sectarios, que fueron pronto condenados en un concilio que se celebró en Córdoba el año 839.
Poco después apareció en Córdoba un apóstata franco, llamado Eleázaro, que había huido de la corte de Ludovico Pío y se dedicaba en El Andalus a hacer propaganda judaica y a predicar entre los musulmanes el exterminio de los cristianos. Con deseo de convertirle, Alvaro, que tenía sangre judía en sus venas, trabó con él correspondencia epistolar. No consiguió lo que se proponía, pero nos dejó algunas páginas caldeadas por el fueqo de su amor a Cristo. A una carta en que Eleázaro termina invitándole despectivamente a quedarse con su Jesús, -él contesta apasionadamente: "Amén y nuevamente amén. Amén en el cielo y en la tierra. Y que así como yo le abrazo libérrimamente con la fe por la virtud de la gracia, así sea yo asido por él de manera que nadie me arranque de sus brazos por ninguna violencia ni encantamiento". El apóstata cortó la polémica de una manera cómoda y vieja en el mundo, diciendo que no contestaba a los ladridos de perros rabiosos. Alvaro le Felicitó por su prudencia: "Verdaderamente es absurdo que la zorra chille cuando el perro ladra".
Al mismo tiempo trabajó, en unión con su maestro Esperaindeo y con su condiscípulo Eulogio, por estimular el renacer de las letras latinas y de los estudios teológicos, añorando los días de San Isidoro. Dolíase al ver que los maestros de lengua árabe arrebataban sus discípulos a los que enseñaban la lengua de la Iglesia. Le interesan, sobre todo, los autores eclesiásticos, y sólo con un íntimo recelo se acerca a las obras de la literatura clásica. Considera la gramática como un instrumento indispensable para conservar, según su expresión, "la santísima lengua de nuestros mayores", pero en su sentir, los cantares de los poetas son alimento de los demonios, y a los filósofos los llama filocompos, fabricadores de engaños: "Mis cartas, escribía, no buscan el favor de los paganos, ni se adornan con los colores del Ateneo. Su aroma es el de las Sagradas Escrituras y su sabor el de los Santos Padres". No obstante, nombra. y cita con frecuencia a Virgilio y otros poetas del Lacio, y sus versos abundan en reminiscencias mitológicas. Su estilo es abundante, violento, rebuscado, matizado de palabras griegas y de términos exóticos. Puede considerársele como un genuino escritor cordobés.
Cuando en 850. estalló el conflicto que puso frente a frente el poder de los emires y la cristiandad mozárabe, herida de muerte, la mayor parte de los confesores de la fe salió del grupo más fervoroso que capitaneaban Alvaro y Eulogio. La Iglesia de Córdoba vive unos años de heroísmo y de terror al fin del reinado de Abd el-Rahmán II y comienzos del de Muhammad I. Algunos cristianos, monjes de la sierra, clérigos de las iglesias de la ciudad, doncellas intrépidas y matrimonios que habían tenido la debilidad de dar su nombre al Islam, se presentan espontáneamente a confesar su fe, prefiriendo la muerte a la esclavitud; otros son delatados por sus propio parientes y arrastrados ante el gran cadí de la ciudad. Alvaro se mueve en las avanzadas de la fe, aunque su condición de laico le libra de la cárcel en la gran redada de cristianos con que se inauguró la persecución. Entre 850 y 860 le vemos al lado de su amigo Eulogio defendiendo a los mártires y vindicando su memoria. Aconseja, sostiene, alienta y derrama el oro entre los prisioneros que llenan las cárceles. Cuando Eulogio dirige a los perseguidos sus libros inflamados, sus historias martiriales y sus apologías, él salta de gozo, felicita al doctor del pueblo de Dios y besa los folios emborronados en las penumbras del calabozo. No contento con aplaudir, toma también él la pluma para justificar aquel movimiento mal juzgado entonces, lo mismo que hoy, por muchos, aun dentro del cristianismo. En 854 publica un libro intitulado Indículo luminoso, que es una violenta diatriba contra los españoles que se dejaban seducir por las doctrinas islámicas y una defensa de aquellos que habían sellado su fe con el martirio. Su lenguaje es más fuerte y arrebatado que el de San Eulogio, y cuando habla, sobre todo, de los vicios de Mahoma, llega a una crudeza increíble, y todavía promete decir otras cosas en otro libro que nunca escribió. Este mismo ha llegado a nosotros incompleto.
Sin embargo, ni Alvaro ni Eulogio pertenecían al grupo extremista entre las varias facciones ocasionadas por aquel conflicto en el seno de la cristiandad andaluza. Estaba en primer lugar el que consideraba la actitud de los mártires como una provocación inútil, que Dios condenaba, y debía ser condenada también por los hombres. De este parecer eran los cristianos más contemporizadores, presididos por el metropolitano de Sevilla, Recafredo. Frente a ellos se había colocado el obispo de Córdoba, Saúl, que consideraba como excomulgados y arabizados a cuantos no estuviesen dispuestos a enfrentarse con el Islam con el fervor de los confesores de la fe. En un justo medio se colocaron Alvaro y sus amigos, dispuestos siempre a la concordia, pero sin traicionar la memoria de aquellos que, inspirados por Dios, se habían presentado a confesar su fe ante los tribunales mahometanos. Esta diferencia de criterio indispuso a Alvaro con su obispo, a quien se comparaba en Córdoba con los donatistas y los luciferianos. Los obispos le habían condenado, pero él anatematizaba a cuantos no estuvieran con él. Esta situación trajo a Alvaro no pocas inquietudes. Con motivo de una enfermedad, pidió la penitencia, por la cual se obligaba a las prácticas que la antigua disciplina de la Iglesia imponía a los penitentes. Una de ellas era el privarse de la comunión mientras no recibiese la absolución del obispo. Habiendo salido de la enfermedad, Alvaro se dirigió humildemente a su prelado con palabras que nos emocionan: "Estoy dispuesto a obedecer en todo con tal de no privarme del remedio de la comunión:.., pues no puedo estar tanto tiempo sin recibir el cuerpo y la sangre de mi Dios". Todo pudo resolverse satisfactoriamente, pues Saúl cedió, se retractó de su celo puritano en un concilio de obispos el año 857, fue absuelto y absolvió también él a sus excomulgados.
Poco después, en 859, Eulogio sucumbió en la lucha, y Alvaro asistió orgulloso a la apoteosis del amigo entrañable; cuya vida escribió en páginas llenas de admiración y de cariño. Sentíase feliz y al mismo tiempo le abrumaba el peso de la tristeza. Era ya viejo, su causa parecía perdida y le abrumaba, según su expresión, el pensamiento de su insolencia y de su iniquidad. Su vida le parecía vacía de buenas obras, de bien y de verdad. Hasta su misma ortodoxia se le presentaba dudosa, y esto es lo que le movió a escribir su canto de cisne, la Confesión, opúsculo inflamado y doliente, que, a veces, nos recuerda las Confesiones de San Agustín; exposición minuciosa de sus creencias y declaración detallada y exagerada de sus pecados, que acaso leyó en la asamblea de los fieles antes de transmitirla a la posteridad. Nada sabemos de sus últimos días; pero podemos sospechar que murió también él, como su maestro y su condiscípulo, dando su sangre por Cristo. La Iglesia de Córdoba conmemoró su muerte como un día festivo. "En él, decía hacia 950 el calendario de Recamundo, se celebra en Córdoba la fiesta de Alvaro."Su anhelo incoercible de eternidad se refleja en aquella frase que sintetiza su vida. "Tú sabes, Señor, que tengo la sed del reposo eterno."
Ese abad Esperaindeo, amigo de su padre, fue el maestro de Alvaro, el que imprimió en su alma las más firmes convicciones religiosas, el que le orientó hacia la doctrina ortodoxa en medio de la confusión de ideas que reinaba en aquella Andalucía, que acababa de ser el escenario de la lucha adopcionista. Entre sus condiscípulos figuraba un muchacho de familia senatorial, en quien observó las mismas ansias de saber que a él le devoraban. Era el futuro campeón de los mozárabes cordobeses, San Eulogio. "Allí tuve la dicha de verle por primera vez; allí estreché con él la más dulce de las amistades; allí empecé a gustar el encanto de su conversación."
A diferencia de Eulogio, que abrazó el estado eclesiástico, Alvaro permaneció lego toda la vida: se casó con una sevillana y no tardó en verse enredado en la solicitud de las preocupaciones familiares. Su cuñado Juan de Sevilla le consuela con una carta de la muerte de tres hijos, y él nos dice, contraponiendo la vocación de su amigo Eulogio a la suya propia: "Ille sacerdotii ornatur munere, ego terra tenus repens hactenus trahor". Esto, no obstante, no le hizo olvidar su afición al estudio y en especial a las cuestiones teológicas. En todo momento, se nos presenta vigilando los intereses de la fe poniendo al servicio de la Iglesia su talento, su actividad, su perstigio y sus riquezas. Amaba la verdad integral de la Iglesia, esposa de Cristo: y era su anhelo, nos dice él mismo, que la doctrina santa derramase toda su claridad en las mentes de los hombres". Antes que nadie dió el grito de alarma contra una herejía antitrinitaria, de tendencias puritanas y hebraizantes, que empezaba a extenderse entre los mozárabes. Discutió con los herejes, pidió la ayuda de su amigo Eulogio, fue a ver al abad Esperaindeo y le indujo a refutar las afirmaciones de los sectarios, que fueron pronto condenados en un concilio que se celebró en Córdoba el año 839.
Poco después apareció en Córdoba un apóstata franco, llamado Eleázaro, que había huido de la corte de Ludovico Pío y se dedicaba en El Andalus a hacer propaganda judaica y a predicar entre los musulmanes el exterminio de los cristianos. Con deseo de convertirle, Alvaro, que tenía sangre judía en sus venas, trabó con él correspondencia epistolar. No consiguió lo que se proponía, pero nos dejó algunas páginas caldeadas por el fueqo de su amor a Cristo. A una carta en que Eleázaro termina invitándole despectivamente a quedarse con su Jesús, -él contesta apasionadamente: "Amén y nuevamente amén. Amén en el cielo y en la tierra. Y que así como yo le abrazo libérrimamente con la fe por la virtud de la gracia, así sea yo asido por él de manera que nadie me arranque de sus brazos por ninguna violencia ni encantamiento". El apóstata cortó la polémica de una manera cómoda y vieja en el mundo, diciendo que no contestaba a los ladridos de perros rabiosos. Alvaro le Felicitó por su prudencia: "Verdaderamente es absurdo que la zorra chille cuando el perro ladra".
Al mismo tiempo trabajó, en unión con su maestro Esperaindeo y con su condiscípulo Eulogio, por estimular el renacer de las letras latinas y de los estudios teológicos, añorando los días de San Isidoro. Dolíase al ver que los maestros de lengua árabe arrebataban sus discípulos a los que enseñaban la lengua de la Iglesia. Le interesan, sobre todo, los autores eclesiásticos, y sólo con un íntimo recelo se acerca a las obras de la literatura clásica. Considera la gramática como un instrumento indispensable para conservar, según su expresión, "la santísima lengua de nuestros mayores", pero en su sentir, los cantares de los poetas son alimento de los demonios, y a los filósofos los llama filocompos, fabricadores de engaños: "Mis cartas, escribía, no buscan el favor de los paganos, ni se adornan con los colores del Ateneo. Su aroma es el de las Sagradas Escrituras y su sabor el de los Santos Padres". No obstante, nombra. y cita con frecuencia a Virgilio y otros poetas del Lacio, y sus versos abundan en reminiscencias mitológicas. Su estilo es abundante, violento, rebuscado, matizado de palabras griegas y de términos exóticos. Puede considerársele como un genuino escritor cordobés.
Cuando en 850. estalló el conflicto que puso frente a frente el poder de los emires y la cristiandad mozárabe, herida de muerte, la mayor parte de los confesores de la fe salió del grupo más fervoroso que capitaneaban Alvaro y Eulogio. La Iglesia de Córdoba vive unos años de heroísmo y de terror al fin del reinado de Abd el-Rahmán II y comienzos del de Muhammad I. Algunos cristianos, monjes de la sierra, clérigos de las iglesias de la ciudad, doncellas intrépidas y matrimonios que habían tenido la debilidad de dar su nombre al Islam, se presentan espontáneamente a confesar su fe, prefiriendo la muerte a la esclavitud; otros son delatados por sus propio parientes y arrastrados ante el gran cadí de la ciudad. Alvaro se mueve en las avanzadas de la fe, aunque su condición de laico le libra de la cárcel en la gran redada de cristianos con que se inauguró la persecución. Entre 850 y 860 le vemos al lado de su amigo Eulogio defendiendo a los mártires y vindicando su memoria. Aconseja, sostiene, alienta y derrama el oro entre los prisioneros que llenan las cárceles. Cuando Eulogio dirige a los perseguidos sus libros inflamados, sus historias martiriales y sus apologías, él salta de gozo, felicita al doctor del pueblo de Dios y besa los folios emborronados en las penumbras del calabozo. No contento con aplaudir, toma también él la pluma para justificar aquel movimiento mal juzgado entonces, lo mismo que hoy, por muchos, aun dentro del cristianismo. En 854 publica un libro intitulado Indículo luminoso, que es una violenta diatriba contra los españoles que se dejaban seducir por las doctrinas islámicas y una defensa de aquellos que habían sellado su fe con el martirio. Su lenguaje es más fuerte y arrebatado que el de San Eulogio, y cuando habla, sobre todo, de los vicios de Mahoma, llega a una crudeza increíble, y todavía promete decir otras cosas en otro libro que nunca escribió. Este mismo ha llegado a nosotros incompleto.
Sin embargo, ni Alvaro ni Eulogio pertenecían al grupo extremista entre las varias facciones ocasionadas por aquel conflicto en el seno de la cristiandad andaluza. Estaba en primer lugar el que consideraba la actitud de los mártires como una provocación inútil, que Dios condenaba, y debía ser condenada también por los hombres. De este parecer eran los cristianos más contemporizadores, presididos por el metropolitano de Sevilla, Recafredo. Frente a ellos se había colocado el obispo de Córdoba, Saúl, que consideraba como excomulgados y arabizados a cuantos no estuviesen dispuestos a enfrentarse con el Islam con el fervor de los confesores de la fe. En un justo medio se colocaron Alvaro y sus amigos, dispuestos siempre a la concordia, pero sin traicionar la memoria de aquellos que, inspirados por Dios, se habían presentado a confesar su fe ante los tribunales mahometanos. Esta diferencia de criterio indispuso a Alvaro con su obispo, a quien se comparaba en Córdoba con los donatistas y los luciferianos. Los obispos le habían condenado, pero él anatematizaba a cuantos no estuvieran con él. Esta situación trajo a Alvaro no pocas inquietudes. Con motivo de una enfermedad, pidió la penitencia, por la cual se obligaba a las prácticas que la antigua disciplina de la Iglesia imponía a los penitentes. Una de ellas era el privarse de la comunión mientras no recibiese la absolución del obispo. Habiendo salido de la enfermedad, Alvaro se dirigió humildemente a su prelado con palabras que nos emocionan: "Estoy dispuesto a obedecer en todo con tal de no privarme del remedio de la comunión:.., pues no puedo estar tanto tiempo sin recibir el cuerpo y la sangre de mi Dios". Todo pudo resolverse satisfactoriamente, pues Saúl cedió, se retractó de su celo puritano en un concilio de obispos el año 857, fue absuelto y absolvió también él a sus excomulgados.
Poco después, en 859, Eulogio sucumbió en la lucha, y Alvaro asistió orgulloso a la apoteosis del amigo entrañable; cuya vida escribió en páginas llenas de admiración y de cariño. Sentíase feliz y al mismo tiempo le abrumaba el peso de la tristeza. Era ya viejo, su causa parecía perdida y le abrumaba, según su expresión, el pensamiento de su insolencia y de su iniquidad. Su vida le parecía vacía de buenas obras, de bien y de verdad. Hasta su misma ortodoxia se le presentaba dudosa, y esto es lo que le movió a escribir su canto de cisne, la Confesión, opúsculo inflamado y doliente, que, a veces, nos recuerda las Confesiones de San Agustín; exposición minuciosa de sus creencias y declaración detallada y exagerada de sus pecados, que acaso leyó en la asamblea de los fieles antes de transmitirla a la posteridad. Nada sabemos de sus últimos días; pero podemos sospechar que murió también él, como su maestro y su condiscípulo, dando su sangre por Cristo. La Iglesia de Córdoba conmemoró su muerte como un día festivo. "En él, decía hacia 950 el calendario de Recamundo, se celebra en Córdoba la fiesta de Alvaro."Su anhelo incoercible de eternidad se refleja en aquella frase que sintetiza su vida. "Tú sabes, Señor, que tengo la sed del reposo eterno."
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