miércoles, 30 de noviembre de 2016

Lecturas


Si tus labios profesan que Jesús es el Señor, y tu corazón cree que Dios lo resucitó de entre los muertos, te salvarás.
Por la fe del corazón llegamos a la justificación,- y por la profesión de los labios, a la salvación. Dice la Escritura:
«Nadie que cree en él quedará defraudado».
Porque no hay distinción entre judío y griego; ya que uno mismo es el Señor de todos, generoso con todos los que lo invocan. Pues «todo el que invoca el nombre del Señor se salvará».
Ahora bien, ¿cómo van a invocarlo, si no creen en él?; ¿cómo van a creer, si no oyen hablar de él?; y ¿cómo van a oír sin alguien que proclame?; y ¿cómo van a proclamar si no los envían? Lo dice la Escritura: « ¡Qué hermosos los pies de los que anuncian el Evangelio! » Pero no todos han prestado oído al Evangelio; como dice
Isaías:
«Señor, ¿quién ha dado fe a nuestro mensaje?» Así, pues, la fe nace del mensaje, y el mensaje consiste en hablar de Cristo. Pero yo pregunto: «¿Es que no lo han oído?» Todo lo contrario:
«A toda la tierra alcanza su pregón, y hasta los limites del orbe su lenguaje».

En aquel tiempo, pasando Jesús junto al lago de Galilea, vio a dos hermanos, a Simón, al que llaman Pedro, y a Andrés, su hermano, que estaban echando el copo en el lago, pues eran pescadores.
Les dijo:
«Venid y seguidme, y os haré pescadores de hombres». Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron.
Y, pasando adelante, vio a otros dos hermanos, a Santiago, hijo de Zebedeo, y a Juan, que estaban en la barca repasando las redes con Zebedeo, su padre. Jesús los llamó también.
Inmediatamente dejaron la barca y a su padre y lo siguieron.

Palabra del Señor.

San Andrés Apóstol

« Dichoso tú, querido apóstol Andrés, que tuviste la suerte de ser el primero de los apóstoles en encontrar a Jesús. Pídele a Él que nosotros le seamos totalmente fieles en todo, hasta la muerte. »   

La liturgia griega distingue a San Andrés con el título de "protocletos", "el primer llamado"; pero, en rigor, este título ha de compartirlo con el apóstol Juan; ellos fueron los primeros que, en una tarde inolvidable, escucharon las palabras, nuevas para el mundo, de Jesús. Este recuerdo, siempre fresco en la memoria de Juan, ha quedado esculpida en su Evangelio.

Juan Bautista, austero y centelleante, había encendido los ánimos y alentado la esperanza del pueblo judío, que ansiaba al Redentor. Jesús en Nazaret cuelga las herramientas de carpintero—su Madre lo mira expectante—y, envuelto en los peregrinos, se hace bautizar por Juan en el Jordán. Iba a empezar su vida pública. Una de aquellas tardes, el Bautista se encuentra dialogando con sus discípulos, a corta distancia pasa Jesús. El Bautista exclama, con voz y mirada de profeta: "He ahí el Cordero de Dios". Juan y Andrés se miraron con ojos encendidos; atónitos, siguen a Jesús de cerca. Atrás queda el Bautista. El mundo da aquí el primer paso hacia Jesús. Jesús acepta y agradece su gesto al decirles: "¿Qué buscáis?" Quieren saber dónde vive para dialogar en la intimidad y en el secreto del hogar. Hay por medio un misterio que no se puede decir en la calle. "Rabbí, que quiere decir Maestro, ¿dónde habitas?" "Venid y ved", les dijo Jesús. Le acompañaron a su morada. Una de tantas cabañas para guardianes de campos que aún hoy se conservan. Allí pasaron con Jesús desde las cuatro de la tarde hasta el anochecer.

Nos conmueve pensar en el diálogo de aquella tarde entre Jesús y los dos discípulos del Bautista. Aquellas palabras de Jesús, que inicia su vida pública de una forma tan sencilla, debieron de ser como las primeras flores intactas de una rica primavera o como el agua primera de una fuente. El mundo no había hollado esas palabras ni los hombres habían adulterado su contenido. Palabras recién estrenadas para un mundo que debía encontrar en ellas su salvación. Alborea alegre la era de la gracia. Las palabras de Jesús iban horadando los corazones de aquellos pescadores sencillos, ya preparados por la predicación de Juan. Aquel gozo espiritual, aquel descubrimiento insospechado llenó de un entusiasmo sin doblez el corazón de Andrés. Al llegar a casa con la impresión de la entrevista, dijo a su hermano Pedro: "Hemos hallado el Mesías". Y Pedro contagiado por la fe de su hermano, corre a Jesús, y en Él encontró la hora inicial de una singular grandeza. Empieza a granar el mensaje de Jesús en los pobres. No fue ésta sin embargo, la llamada definitiva. Andrés volvió a mojar sus pies en el lago de Genesaret, a echar las redes y a sufrir los encantos y desencantos anejos al duro oficio de pescador.

Las barcas se alinean junto a la costa; los pescadores, descalzos, preparan sus redes o hacen el recuento de la pesca recogida; cae el sol lento, majestuosamente; hay alegría y esperanza. Pasa Jesús y junto aquellos pescadores en faena lanza la red de su llamada: "Venid y os haré pescadores de hombres". Allí quedó todo: el mar y la barca, peces y redes, y se fueron en pos de Jesús. Eran Andrés y Pedro. Después Santiago y Juan.

Durante los tres años de la vida pública, la vida de San Andrés se hunde en el anonimato. Rápidos destellos fulgurantes nos descubren apenas la contextura espiritual del apóstol. Una vida andariega, azarosa, junto al Maestro, oyendo y empapándose del embrujo desconcertante de sus enseñanzas y de su vida. Privaciones, sufrimientos y la amargura final de una decepción cruel a la muerte de Jesús.

Pocas veces nos citan su nombre los evangelios. En la multiplicación de los panes se hace, cargo de la imposibilidad de dar de comer a la multitud con cinco panes y dos peces. "Señor, aquí hay un joven que tiene cinco panes y dos peces. Pero ¿qué es esto para tanta gente?" También con Felipe sirvió de intermediario entre Jesús y unos griegos, llegados para la fiesta de la Pascua que querían verle, asombrados por el ardor de la gente que seguía al Maestro. Su nombre aparece, por excepción, entre los tres discípulos predilectos—Pedro, Juan y Santiago—cuando estos pedían explicaciones a Jesús sobre los acontecimientos del fin de Jerusalén y sobre la predicción sombría del fin del mundo. A esto se reducen los relatos evangélicos.

De ellos se deduce que era natural de Betsaida. Ciudad situada junto al lago de Genesaret, visitada frecuentemente por Jesús y favorecida con multitud de milagros, no supo corresponder a esta predilección de Cristo, por lo cual fue duramente maldecida por Él. De allí salieron Santiago, Juan y Felipe, además de Pedro.

De oficio era pescador, por lo que su vida se desarrollaba en el lago y sus alrededores. Participaba de los vicios y virtudes de los de su clase, sometidos a una vida y un paisaje que influía hondamente en sus caracteres. "Los pescadores son gentes, por lo general, sencillas y poco cultas. Estos hombres enjutos, curtidos al sol y al viento, viven entregados totalmente a su oficio, tienen que pasar noches enteras sin dormir, en maniobras ininterrumpidas con las redes" (William). En esta vida dura y áspera, con sus muchos fracasos y escasa alegrías, fue donde se forjó la firme vocación del apóstol. La intrepidez y la constancia, alentada por la fuerza del Espíritu, hizo de él un apóstol decidido.

Vivía, aunque mayor, con su hermano Pedro. Con éste se trasladó desde Betsaida a Cafarnaún cuando Jesús hizo a esta ciudad centro de sus operaciones apostólicas.

No sabemos con seguridad si estaba casado, como Pedro, o soltero. Ni el Evangelio ni la tradición posterior nos dicen nada claro sobre esta materia. Las opiniones de los Santos Padres y escritores antiguos se dividen y no es posible encontrar una solución clara. La opinión más común es que todos los apóstoles, excepto Juan, estuvieron casados. También podría ser que los dos primeros apóstoles que hablaron con Jesús fueran vírgenes. De cualquier modo, todo lo dejó por seguir a Cristo.

Aparece San Andrés como hombre de índole calmada y serena, opuesto a la impetuosidad característica de su hermano Pedro. De corazón noble y abierto, inspiraba simpatía y confianza. De carácter sensible, era fácil al entusiasmo sencillo cuando una gran idea le dominaba. Aunque participó en las pequeñas rivalidades de los apóstoles sobre cuál sería el mayor y podía presentar el título de "primer llamado", no parece, sin embargo, apetecer grandes cosas. Le vencían en atrevimiento y en arrojo los hijos del Zebedeo, y sobre todo su hermano Pedro. Más sensato y prudente, Andrés; más pagado de sí mismo, y, por lo tanto, sujeto a más imprudencias, Pedro; los dos de espíritu leal y constante, sano y abierto. Si alguna virtud ha de calificarle, sería la sencillez.

Todo esto se deduce de las referencias bíblicas y también de las noticias que nos dan los Santos Padres y los escritores eclesiásticos. En cuanto a éstas, que recogen la tradición en torno al santo apóstol, no todas son igualmente ciertas, y por eso es conveniente distinguir lo cierto de lo dudoso.

Entre los documentos más antiguos que hablan de San Andrés, es importantísima la carta de los presbíteros de la iglesia de Acalla dirigida a toda la Iglesia. En ella, cariñosa y largamente, se narra el martirio de San Andrés en la ciudad de Acalla. De esta carta proceden la mayor y mejor parte de las noticias que nos da la antigüedad cristiana. Además, cada día los eruditos que han estudiado este documento, se inclinan a darle más valor histórico, si no en las circunstancias, sí en lo substancial del relato. En ella nos vamos a apoyar para lo que sigue.

Es tradición que después de la venida del Espíritu Santo le correspondió a San Andrés evangelizar la Escitia, cuna de pueblos bárbaros y feroces, en la parte sur de la Rusia actual, junto al mar Negro. Mas, como los demás apóstoles, no se limitaría a una sola región. La tradición recogida por los escritores antiguos nos da noticias de otras tierras evangelizadas: Asia Menor, Peloponeso, Tracia, Capadocia, Bitinia, Epiro. Traspasaría el Cáucaso y penetraría en las fronteras del Imperio romano. Estas tierras vendrían a ocupar en el mapa moderno, al menos en parte, las regiones de Grecia, Turquía, Bulgaria, Albania, Yugoslavia, Rumania, Ucrania y, sobre todo, las ciudades junto al mar Negro.

A San Andrés atribuye Nicéforo, en su catálogo de obispos de la Iglesia de Bizancio, la creación de esta sede, tan importante en el Oriente por su esplendor político y religioso frente a Roma. Dice Nicéforo: "El apóstol Andrés fue el predicador del Evangelio en Bizancio. Construyó un templo, donde se rogaba a Dios con santas oraciones, y ordenó obispo a su sucesor". Evangelizó, pues, según esta tradición, la ancha zona de contacto entre Europa y Asia habitada por gentes refinadamente cultas, degradadas en sus cultos misteriosos y en sus costumbres corrompidas; o por gentes de instintos salvajes y bárbaros, que amenazaban la seguridad del pueblo romano.

San Isidoro de Sevilla recoge la tradición que dice que el apóstol Andrés predicó a los etíopes.

Más explícita es en cuanto al martirio la narración de los presbíteros de Acalla. No se puede dudar, a la luz de tantos y tan graves testimonios, que murió en Patras ciudad de la región de Acalla, en la península de Crimea. Ciudad helénica que debe su celebridad precisamente al martirio de San Andrés.

El martirio consistió en ser colgado en una cruz aspada en forma de equis. La tradición la llama cruz de San Andrés y es el símbolo tradicional para distinguir a este apóstol. El arte la ha consagrado así. Cruz distinta en su forma a la de Jesús y Pedro. Tampoco fue clavado en ella, sino atado con fuertes cordeles por las extremidades, a fin de prolongar su agonía y hacer su muerte más dolorosa. Jesús y los dos hermanos—Pedro y Andrés—fueron crucificados, aunque cada uno de forma diferente. Cristo les reservó una muerte semejante, como un lazo que los une en la vida y en la muerte, en la fidelidad a la misión evangelizadora, en el testimonio último de la sangre. Asemejarse a Jesús hasta en la muerte es una gracia que Dios otorgó a los dos pescadores de Galilea.

Estas son las circunstancias de su martirio. Llega Andrés a Patrás de Acalla, y su predicación es tan bien recibida por los paganos, que en poco tiempo son muchos los que creen en la predicación y en los milagros del discípulo de Cristo. En Roma se perseguía ya a los cristianos. Por los caminos del Imperio, hollados pacíficamente por los apóstoles, corrían las noticias de que en la Urbe no era grata la secta de los cristianos. Egeas, procónsul romano en Acalla, temió la rápida eficacia de la predicación de Andrés, y por fidelidad a Roma inició la persecución. No se dirige directamente al apóstol, sino a sus discípulos. Y éste, superando los momentos de turbación, se presenta directamente a Egeas. Va a jugar su última batalla. Quiere atraerle dulce o severamente a la verdad o morir en testimonio de esa verdad que predica.

Frente a frente Andrés y Egeas, van a discutir de los altos misterios del cristianismo. Andrés predica la salvación por la cruz de Cristo: pero Egeas, pagano, que sabe que la cruz es el castigo infamante propio de esclavos, afrenta suprema entre gentiles, se mofa de la muerte ignominiosa de Cristo en la cruz. El Santo, encendido en celo y en santa ira, hace un elogio lleno de vida de la cruz y de su poder salvador en Cristo. Se le escapan dos lágrimas, que denotan, no dolor, sino el ansia de morir en la cruz, de imitar al Maestro hasta en la muerte.

"Las almas perdidas—dice el apóstol—hay que rescatarlas por el misterio de la cruz." El corazón de Egeas se endurece. Un romano nunca podrá esperar la salvación de un crucificado. Intenta disuadir al Santo de sus propósitos, pero todo es inútil: la obsesión santa de la cruz le hace desear en su corazón tal género de martirio, y la maldad endurecida del procónsul no tiene inconveniente en dar este suplicio refinado a aquel hombre que le predica una verdad absurda, que no comprende. Una vez más, la verdad clara de Cristo luchando con las tinieblas paganas hasta hacer correr la sangre de los que llevan la antorcha de la luz.

Antes de colgarlo en la cruz aspada manda azotarlo bárbaramente. El deseo de la cruz lo devora, y es más tardo el verdugo para ponérsela en los hombros que el Santo para abrazarse con ella. Al verla arde su corazón en un monólogo íntimo y expresivo, una cordial bienvenida al ser deseado largamente. Como al niño a quien su sueño más bonito se le convirtiera en una realidad. Este es el saludo: "Me acerco a ti, ¡oh cruz!, seguro y alegre; recíbeme tú también con alegría. Acuérdate que soy discípulo de Aquel que pendió de ti. Siempre me has guardado fidelidad y yo ardo en deseos de abrazarte. ¡Oh cruz, llena de bienes!, tú has robado la belleza y esplendor de los miembros del Señor, que eran las piedras preciosas que te adornaban. ¡Cuánto tiempo te he deseado, con qué ansiedad y constancia te he buscado, y por fin mi espíritu, que te añoraba dulcemente, te ve delante de mí! Líbrame de los hombres y llévame a mi Maestro, para que de tus brazos me reciba quien en tus brazos me salvó".

En esta cruz tan ardientemente apetecida estuvo cuatro días y cuatro noches, explicando las últimas lecciones, y las más hermosas, a los discípulos, que no se quitaban de su lado. Los confortaba, los animaba a sufrir y a esperar. Aquella lenta agonía le hacía gustar con más fruición el fin de sus días, la inmolación por el Maestro. Poder testimoniar y rubricar con la propia sangre lo que fue semilla de verdad por los caminos del mundo. La misión de apóstol estaba cumplida, y de los ásperos brazos de la cruz voló a los brazos calientes de Jesús. Su cuerpo, recogido con cariño por los discípulos, fue enterrado por una noble matrona.

Hasta aquí el relato resumido, del cual bien podemos tener por cierto la substancia del hecho, envuelto en unas circunstancias que lo hacen más jugoso y admirable.

Andrés ha sido un apóstol, ha coronado felizmente su carrera apostólica. El apóstol da testimonio de la verdad del que le envía. La llamada de Jesús le ha conferido un sello imborrable y le ha confiado una misión. El apóstol es el enviado de Jesús, y aquí está su grandeza. No en sus dotes personales, en sus valores humanos, en su actividad, en su influencia; la magnitud de su personalidad reside en que un día Jesús puso en él sus ojos, comprendió la mirada penetrante, aceptó la misión que se le encomendaba y fue fiel hasta la muerte al mensaje recibido de Jesús, sin arredrarse ante la muerte ni ante los poderes humanos. Ser apóstol es orientar la vida y la obra hacia Jesús y hacia los hombres: recibir de Jesús palabra y vida y dar a los hombres, sin adulterarla, sin cambiarla, esa vida y esa palabra. El don del apostolado lleva a esto, a dar la vida, a sellar la palabra recibida con la muerte si así lo quiere Jesús. Y esto con fe, con alegría y con amor. Ser apóstol es dar testimonio de Jesús hasta lo último.

Entre las virtudes de San Andrés destacan la mansedumbre y la humildad, la sencillez e ingenuidad de su alma, el entusiasmo sincero por aquel Jesús a quien conoció una tarde inolvidable junto a las aguas del Jordán. El "primer llamado" demostró una gran constancia en la predicación y una paciencia inquebrantable en el dolor, dice el breviario godo.

El amor a la cruz, fuente de vida, deseo de redención, forma la aureola mística de nuestro Santo. Los cristianos encuentran en este testigo del Evangelio no sólo la aceptación resignada, sino el afecto gozoso a este bárbaro instrumento de suplicio. Nos enseña a cargar con la cruz de cada día, como Jesús quiere de nosotros. "Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y me siga."

Las crónicas antiguas nos refieren multitud de milagros de San Andrés. Este poder asombroso de hacer milagros era una prerrogativa apostólica, un poder singular que Cristo concedió a sus apóstoles para facilitarles su predicación y en testimonio de ella. Sin embargo, aunque hizo muchos milagros, no nos consta que los que se nos cuentan sean auténticos.

El culto de San Andrés se extendió por toda la Iglesia, tanto oriental como occidental. Varias iglesias se disputan la gracia de poseer sus sagradas reliquias.

En las artes, la escultura y principalmente la pintura han dedicado una atención, artísticamente lograda, a San Andrés, sobre todo en la escena de su martirio. Entre los españoles destacan Murillo y Ribera, "el Españoleto": éste pintó más de un cuadro del Santo. Entre los extranjeros, Miguel Ángel y Rubens. Todos han intentado plasmar la dulzura y serenidad de San Andrés en el suplicio de la cruz. Así el arte sirve a las narraciones históricas.

Lecturas


Aquel día, brotará un renuevo del tronco de Jesé, y de su raíz florecerá un vástago.
Sobre él se posará el espíritu del Señor: espíritu de sabiduría y entendimiento espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y temor del Señor. Lo inspirará el temor del Señor.
No juzgará por apariencias ni sentenciará de oídas; juzgará a los pobres con justicia, sentenciará con rectitud a los sencillos de la tierra; pero golpeará al violento con la vara de su boca, y y con el soplo de sus labios hará morir al malvado. La justicia será ceñidor de sus caderas, y la lealtad, cinturón de sus caderas.
Habitará el lobo con el cordero, el leopardo se tumbará con el cabrito, el ternero y el león pacerán juntos: un muchacho será su pastor. La vaca pastará con el oso, sus crías se tumbarán juntas; el león como el buey comerá paja.
El niño de pecho retoza junto al escondrijo de la serpiente, y el recién destetado extiende la mano hacia la madriguera del áspid.
Nadie causará daño ni estrago por todo mi monte santo: porque está lleno el país del conocimiento del Señor, como las aguas colman el mar. Aquel día, la raíz de Jesé será elevada como enseña de los pueblos: se volverán hacia ella las anaciones y será gloriosa su morada.

En aquella hora Jesús se lleno de alegría en el Espíritu Santo y dijo:
«Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y a los entendidos, y las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así te ha parecido bien. Todo me lo ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre; ni quién es el Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiere revelar».
Y volviéndose a sus discípulos, les dijo aparte:
- «¡Bienaventurados los ojos que ven lo que vosotros veis! Porque os digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que vosotros veis, y no lo vieron; y oír lo que vosotros oís, y no lo oyeron».

Palabra del Señor.

San Gregorio Taumaturgo

Se llama "taumaturgo" al que hace muchos milagros. A este santo le pusieron ese nombre porque según decía la gente, desde tiempos de Moisés, no se había visto a un simple hombre conseguir tantos milagros como los que obtuvo él.

Nació Gregorio cerca del Mar Negro, de una familia pagana. Sus padres que eran de familia noble lo encauzaron hacia los estudios de las leyes.

Cuando era joven tuvo que viajar a Cesarea, en Palestina, a acompañar a una hermana, y allá conoció al sabio más grande de su tiempo que era Orígenes, el cual había puesto una escuela de teología en esa ciudad. Desde el primer encuentro el sabio Orígenes se dio cuenta de que Gregorio poseía unas cualidades excepcionales para el estudio y lo recibió en su famosa escuela.

Lo dedicó enseguida a que leyera todo lo que los antiguos autores habían escrito acerca de Dios y el joven se fue dando cuenta de que lo verdaderamente admirable y cierto acerca de Dios es lo que dice la S. Biblia, y se convirtió al cristianismo y se hizo bautizar.

Fascinado por la personalidad de Orígenes, el joven Gregorio renunció a su antiguo plan de dedicarse a la abogacía y se consagró totalmente a los estudios religiosos. Más tarde dirá: "Cuando estábamos estudiando nuestro maestro Orígenes era para nosotros como un ángel de la guarda. Siempre cuidaba de nuestra alma con un interés increíble. Parecía que cuando íbamos a sus clases el ángel guardián no tenía nada que hacer porque el maestro Orígenes lo reemplazabacuidando amorosamente el alma de cada uno de nosotros. Nos guiaba por el camino de la virtud no sólo con sus luminosas palabras sino con los admirables ejemplos de su buen comportamiento" (¡Quisiera Dios que los alumnos de hoy pudieran decir lo mismo de sus maestros!)

El año 238 cuando ya Gregorio terminó sus estudios hizo un hermoso discurso de despedida a su gran profesor, alabando los métodos que Orígenes tenía para educar. En este discurso, que aún se conserva, se señalan ciertos datos de importancia para conocer como aquel sabio se preocupaba no sólo de que sus alumnos fueran muy instruidos sino también de que fueran sumamente virtuosos.

Al llegar a su patria, a su ciudad Neocesarea del Ponto, fue nombrado obispo, y empezó entonces una cadena incontable de milagros. San Gregorio de Nisa al hacer el discurso fúnebre de nuestro santo, narra unos cuantos como por ej. El poder tan extraordinario que tenía de expulsar los malos espíritus. En cierta ocasión dos familias se peleaban a muerte por un nacedero de agua. Viendo que la pelea no acababa nunca, el santo le envió una bendición al nacedero y este se secó y ya no hubo más peleas. La casa del obispo Gregorio estaba siempre llena de gente aguardando en su puerta para que les diera la bendición. Él los instruía en la religión y luego les obtenía de Dios su curación. Y así con su predicación y sus milagros logró aumentar enormemente el número de cristianos en aquella ciudad.

San Gregorio Taumaturgo necesitaba construir un nuevo templo porque el número de creyentes había aumentado mucho, pero no tenía como terreno sino un cerro abrupto. Y un día dijo: "Vamos a ver si es cierto lo que Jesús dijo: "si tenéis fe, podréis decir a un monte: ¡quítate de ahí! – y este obedecerá". Y se puso a rezar con mucha fe, y sobrevino un terremoto y el cerro se derrumbó quedando allí una buena explanada para construir el templo.

San Gregorio de Nisa y San Basilio comentaban cómo su abuela Santa Macrina, que había conocido a este santo les narraba que la vida de Gregorio era como un retrato de lo que el evangelio dice que debe ser la vida de un buen amigo de Dios; que nadie veía en él jamás unestallido de cólera; que siempre sus respuestas eran sencillas: "si, si" o "no, no", como lo manda el evangelio. Que su piedad era tan admirable que al rezar parecía estar viendo al invisible".

Al estallar la persecución de Decio en 250, San Gregorio aconsejó a los cristianos que se escondieran para que no tuvieran peligro de renegar de su fe cristiana por temor a los tormentos. Y él mismo ser retiró a un bosque, acompañado de un antiguo sacerdote pagano, al cual él había convertido al cristianismo.

Y sucedió que un infante fue y avisó a la policía dónde estaban escondidos los dos. Y llegó un numeroso grupo de policías y por más que requisaron todo el bosque no lo lograron encontrar. Cuando la policía se fue, llegó el informante y al verlos allí y darse cuenta de que por milagro no los habían logrado ver los policías, se convirtió el también al cristianismo.

San Gregorio se propuso hacer que la religión fuera muy agradable para la gente y así en las vísperas de las grandes fiestas organizaba resonantes festivales populares donde todo el mundo estaba contento y alegre sin ofender a Dios. Esto le atrajo la simpatía de la ciudad.

Se ha hecho célebre en la historia de la Iglesia la frase que dijo este gran santo poco antes de morir. Preguntó: "¿Cuántos infieles quedan aún en la ciudad sin convertirse al cristianismo?" Le respondieron: "Quedan diecisiete", y él exclamó gozoso: "Gracias Señor: ese era el número de cristianos que había en esta ciudad cuando yo llegué a misionar aquí. En ese tiempo no había sino 17 cristianos, y ahora no hay sino 17 paganos".

Poco antes de morir pidió que lo enterraran en el cementerio de los pobres porque él quería estar también junto a ellos hasta después de muerto.

Las gentes lo invocaban después cuando había inundaciones y terremotos, y es que él con sus oraciones logró detener terribles inundaciones que amenazaban acabar con todo.

En verdad que en la vida de San Gregorio Taumaturgo sí que se cumplió aquello que decía Jesús: "Según sea tu fe, así serán las cosas que te sucederán". Quiera Dios bendito y adorado darnos también a cada uno de nosotros una gran fe que mueva montañas de dificultades. Amen.

Lecturas


Visión de Isaías, hijo de Amós, acerca de Judá y de Jerusalén.
En los días futuros estará firme el monte de la casa del Señor, en la cumbre de las montañas, más elevado que las colinas.
Hacia él confluirán todas las naciones, caminarán pueblos numerosos y dirán:
«Venid, subamos al monte del Señor, a la casa del Dios de Jacob.
Él nos instruirá en sus caminos y marcharemos por sus sendas; porque de Sión saldrá la ley, la palabra del Señor de Jerusalén». Juzgará entre las naciones, será árbitro de pueblos numerosos. De las espadas forjarán arados, de las lanzas, podaderas.
No alzará la espada pueblo contra pueblo, no se adiestrarán para la guerra.
Casa de Jacob, venid; caminemos a la luz del Señor.

En aquel tiempo, al entrar Jesús en Cafarnaún, un centurión se le acercó rogándole:
«Señor, tengo en casa un criado que está en cama paralítico y sufre mucho». Le contestó:
«Voy yo a curarlo».
Pero el centurión le replicó:
- «Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo. Basta que lo digas de palabra, y mi criado quedará sano. Porque yo también vivo bajo disciplina y tengo soldados a mis órdenes; y le digo a uno: “Ve”, y va; al otro:
“Ven”, y viene; a mi criado: “Haz esto”, y lo hace». Al oírlo, Jesús quedó admirado y dijo a los que le seguían:
- «En verdad os digo que en Israel no he encontrado en nadie tanta fe. Os digo que vendrán muchos de oriente y occidente y se sentarán con Abrahán, Isaac y Jacob en el reino de los cielos».

Palabra del Señor.

San Jaime (Santiago) de la Marca

San Jaime (Santiago) de la Marca, OFM Obs. Gran predicador y reformador (1393-1476)

En la Europa del siglo XV, en lo político, los estados se hacían la guerra entre sí, mientras los turcos avanzaban sobre sus territorios, tras haber conquistado Constantinopla y Chipre. Y en lo religioso, la Iglesia tenía que hacer frente a multitud de sectas y herejías: fratiecelli, patarenos, albigenses, maniqueos, iconoclastas... En esta difícil situación, los hijos de san Francisco se distinguieron, una vez más, por su obra en favor de la fe, de la paz y de los pobres. En Italia destacaron, de manera especial, las cuatro columnas de la observancia franciscana, a saber: san Bernardino de Siena, san Juan de Capistrano, Alberto de Sarteano y san Jaime de la Marca.

Santiago nació en Monteprandone (Marca de Ancona), en septiembre de 1393. Sus padres, Antonio Gangale y Antonia Rossi, lo bautizaron con el nombre de Domingo (Doménico). A los siete años quedó huérfano, y tuvo que cuidar el rebaño familiar, pero aquella vida no le satisfacía, de modo que se escapó de casa y marchó a vivir a Offida, en casa de un tío suyo sacerdote. Éste, viendo sus dotes y voluntad de aprender, le enseñó a leer y a escribir, y lo mandó a estudiar estudiar artes liberales a una escuela de Áscoli Piceno. Logró doctorarse en Derecho civil y eclesiástico en Perusa al tiempo que trabajaba en la educación de los hijos de un profesor universitario, con cuya ayuda consiguió el cargo de notario público en el Ayuntamiento de Florencia. Luego trabajó como comisario y juez en Bibbiena (Arezzo). Aquí pudo conocer la gran corrupción existente en las más altas capas de la sociedad, pero también a los franciscanos. Esto y sus meditaciones acerca del misterio redentor de la cruz manifestado a Francisco en el cercano monte de La Verna lo animaron a dejar la abogacía y, tras un breve retiro en la Cartuja de Florencia, decidió ingresar en la orden de los hermanos menores de la observancia. Tenia 23 años cuando, como dirá luego en uno de sus sermones, "entregó a Cristo su cuerpo en la castidad y su alma en la obediencia, abandonando las cosas de poca importancia y las terrenas, la familia y las satisfacciones de la vida, buscando una sola cosa: a Jesucristo bendito" (De excellentia et utilitate sacrae religionis).

El 25 de julio de 1416, fiesta del apóstol Santiago, vestía el hábito gris franciscano en el convento observante de Santa María de los Ángeles en Asís, y cambiaba su nombre de Doménico por el de Giacomo (Jaime, Jacobo o Santiago). El hábito se lo había preparado con sus propias manos san Bernardino de Siena, a quien debió de conocer durante su permanencia en Toscana. Hizo el noviciado en la ermita de las Cárceles. El 13 de junio de 1420, tras haber estudiado teología bajo el magisterio de san Bernardino, era ordenado sacerdote en Fiésole. Ese mismo día pronunció su primer sermón, que versó sobre san Antonio de Padua. Descubiertas así sus grandes dotes oratorias, sus superiores lo destinaron enseguida a la predicación.

Como ya ocurriera con san Bernardino de Siena, Jaime llenaba de gente las plazas con sus predicaciones populares, en lengua vulgar. Entre sus primeras experiencias destacan la de Cuaresma en Áscoli, en 1421, la de San Miniato de Florencia el 27 de diciembre de 1422, y la de Venecia en la fiesta de san Juan Bautista. Lo requerían desde muchas ciudades de Úmbria y de las Marcas. Sus temas tocaban las verdades fundamentales de la fe cristiana: Dios, Jesucristo, los misterios de su pasión, muerte y resurrección, los sacramentos, la oración, la gracia, la palabra de Dios, vida eterna, paraíso, infierno, pecado, vicios capitales, el homicidio, la blasfemia, el perdón, la reconciliación y la paz. Los ideales de justicia y equidad y la defensa de los pobres que practicó cuando era juez, se reflejaban ahora en sus predicaciones. De manera especial combatió con energía las creencias erróneas de los grupos sectarios, en especial de los "fraticelli", que atentaron varias veces contra su vida.

Su palabra y el testimonio de su vida era tan fuertes que penetraban en los corazones de los oyentes y los convertía al Señor. Él mismo confesaba: «He visto durante el sermón algunos soldados sexagenarios llorar mucho por sus pecados y la pasión de Cristo, y me confesaron que durante su vida jamás habían derramado una lágrima» (Serm. dom. 46 De magnifica virtute Verbi Dei). La seriedad y fama del predicador no tardó en llegar a oídos del papa Eugenio IV, quien en 1431 lo envió como Nuncio para combatir las herejías al otro lado del Adriático, y para algunas misiones diplomáticas en Europa centro-oriental. Su primera actuación fue en Dubrownik (Croacia), y del éxito de su predicación dan fe las cartas del 30 de enero de 1443, que las autoridades locales enviaron al papa, agradeciéndole el envío de san Jaime, y rogándole que lo nombrara también inquisidor contra las herejías.

Durante el invierno de 1432 recorrió muchas ciudades de la península balcánica en Dalmacia, Croacia, Bosnia y Eslovenia, en los confines con Austria. El 1 de abril, el ministro general de la orden lo nombraba comisario, visitador y vicario de Bosnia, con plenos poderes para intervenir en la vida y disciplina de los frailes que habían perdido el verdadero significado de su vocación. Además de predicador y reformador, san Jaime ejerció también de mediador entre el rey de Bosnia Esteban Turko, y un pariente suyo, Radivoj, que se había proclamado rey legítimo de Bosnia con el apoyo de los turcos, en su afán por extenderse hacia el centro de Europa. Situación difícil, en la que el santo tuvo que desplegar toda su diplomacia, para no molestar a ninguno de los soberanos.

En 1433, por designación papal, Jaime regresó a Italia como predicador oficial del Capítulo general de los hermanos menores, reunido en Bolonia. Al año siguiente regresó a Bosnia, donde en algunas zonas había que predicar el Evangelio partiendo desde cero, pues había lugares donde se rendía culto a personas e incluso a animales. Será por este tiempo cuando compondrá su obra: "Tratado contra los herejes de Bosnia".

En 1436 ejerció varios encargos diplomáticos, y ejerció como inquisidor en Hungría, Austria y Praga, donde pronunció el discurso oficial en la coronación del emperador Segismundo. En Austria, a petición de Segismundo, procuró la paz entre Hungría y Bohemia, sin necesidad de intervención militar, mediante acuerdos que favorecían a ambas partes. El 27 de agosto, el emperador, acompañado por san Jaime, entraba triunfalmente en Praga.

En 1439 regresa a Italia, y se dedica a recorrer las principales ciudades del centro y norte de la península, llamando a la paz y a las buenas costumbres. El interés por oírle era tal, que muchos acudían con varias horas de antelación a coger sitio. En su predicación invitaba a todos a invocar el poderoso nombre de Jesús en los momentos de necesidad o peligro, y contaba los favores obtenidos por su invocación. Hasta 94 de estos testimonios nos ha dejado escritos el santo en uno de los cuatro códices autógraos que se conservan en el museo ciudadano de Monteprandone, algunos de los cuales fueron ilustrados por el pintor Tegli en las lunetas del pórtico del convento franciscano de dicha población.

En sus predicaciones exhortaba a no blasfemar, diciendo: La lengua es un miembro tan magnífico y útil , y un don de Dios tan excelente, con el que puedes manifestar tus necesidades a toda criatura, con el que debes alabar siempre a Dios, y no blasfemarlo". Y luego se extendía en contar numerosos ejemplos de desgracias acaecidas a los blasfemos. Después de sus predicaciones, muchos municipios incluyeron en su legislación medidas disciplinares contra la blasfemia. También denunciaba el vicio del juego, que podía llevar a la mentira, el robo e incluso al homicidio.

En tiempos del Concilio de Basilea promovió la unión de los hussitas moderados con la Iglesia, y con los Griegos en el Concilio de Ferrara - Florencia. Como franciscano, militó en el movimiento de la reforma observante, que crecía con una fuerza increíble, desatando muchas envidias. Lo que tuvo que sufrir por ello quedó escrito en la carta que san Jaime escribió a san Juan de Capistrano (ver Archivum Franciscanum Historicum", I (1908), 94 – 97). Él, sin embargo, en 1455 fue nombrado por Calixto III mediador entre conventuales y observantes, defendiendo la unidad de la orden franciscana con sus para la concordia publicados el . Por desgracia, su proyecto de 12 artículos de concordia y unión publicados en bula papal el 2 de febrero de 1456 no satisfizo a ninguna de las dos partes.

San Jaime de la Marca fue también un pacificador, entre personas y entre poblaciones. Gracias a él, las ciudades de Áscoli y Fermo firmaron en 1446 una paz definitiva, tras siglos de rivalidades. Igualmente, en 1463 medió entre los municipios de Monteprandone y San Benedetto, por problemas de confines. El mismo año resolvió otro contencioso semejante entre Montreprandone y Acquaviva. Pero el encargo más original fue el que recibió de la ciudad del Fermo el 22 de mayo de 1446, de promover una confederación de ciudades marquesanas para asegurarse la libertad frente a intromisiones extranjeras.

Su espíritu conciliador le llevaba a perdonar a sus acusadores y a quienes atentaron en numerosas ocasiones contra su vida, tanto en Italia como en otras naciones. "En el mundo -decía- no hay nada más grande que perdonar una ofensa y amar al enemigo. No es digno de honor someter muchas ciudades o regiones, cosa que saben hacer hombres armados que tienen muchos vicios; del mismo modo, tampoco se rinde honor al hombre pendenciero, iracundo y violento, sino a la persona pacífica y mansa. El perdón es un gesto de honrada venganza, realizada por Cristo y sus santos. Por tanto, tú no eres el primero ni el último en obrar así. Créeme, y no pienses que yo no ofendo a nadie; pero, con gran esfuerzo, trato de hacer el bien a todos, a pesar de que muchos a menudo me calumnian y me persiguen. Entonces, revestido con todas las armas de los ornamentos litúrgicos, voy al campo de batalla y, mientras elevo el Cuerpo de Cristo, digo: Padre clementísimo, perdona a mis perseguidores en el cielo, como yo los perdono aquí en la tierra» (Serm. dom. De pace et remissione iniuriarum).

El 22 de agosto de 1449, el papa Nicolás V lo autorizaba a fundar un convento franciscano en su pueblo natal, Monteprandone, dedicado a la Bienaventurada Virgen María de las Gracias. En su iglesia aún se conserva y venera una imagen de la Virgen en terracota, regalo del cardenal Francisco de la Rovere al santo. Su devoción a la Madre de Dios le llevaba a invocarla con frecuencia, ofreciéndole el rosario diario y visitando sus santuarios, sobre todo el de Loreto. En la biblioteca de dicho convento, con amenaza de excomunión de Pío II para quien se atreviera a llevarselos, llegó a reunir hasta 180 códices, entre los que se encuentran clásicos latinos y griegos, un extracto del Corán y algunas de sus obras autógrafas, escritas para utilidad propia y para uso de los frailes predicadores, sobre Escritura, moral, derecho, sermonarios, y apología, fruto de su multiforme actividad.

Intransigente desde el púlpito en lo moral, san Jaime manifestó su predilección y una sensibilidad especial hacia las necesidades concretas de todos. En lo religioso y social fundó basílicas, conventos, bibliotecas, hospitales, pozos y cisternas públicas, dio Estatutos civiles a once ciudades y fundó muchas cofradías. En cuanto a los más pobres y necesitados, por ellos combatió la injusta usura practicada por muchas familias hebreas y por algunos cristianos. Y trató de paliar el problema no sólo pidiendo limosnas para las familias estranguladas por los créditos, sino también promoviendo los "Montes de Piedad", que concedían préstamos sin intereses, o a muy bajo interés. El de Áscoli se fundó en 1458, y el de Perusa en 1462. San Jaime defendió también a los niños y muchachos contra los injustos e inmorales abusos que muchos adultos cometían contra ellos. Y promovió asociaciones públicas "para enseñar e instruir a los mismos muchachos en las costumbres buenas y honestas, a fin de que puedan dirigirse a sí mismos por el buen camino. A los padres los exhortaba a "dar amor a los hijos, ante todo enseñándoles a conocer a Dios; ayudándoles a aprender la oración del padrenuestro y las verdades de la fe; exhortándolos a confesarse, a comulgar, a celebrar las fiestas y a participar en la misa; educándolos en las buenas costumbres y enseñándoles a hablar y actuar honradamente, tanto en su casa como fuera de ella» (Serm. dom. 12 De reverentia et honore parentum).

Igualmente, combatió la lacra de la prostitución, tratando de redimir a las mujeres que ejercían dicha profesión. El 22 de julio de 1460, fiesta de Santa María Magdalena, logró reunir y predicar a un grupo numeroso de prostitutas, que se convirtieron. Ese mismo día consiguió recoger 3000 ducados de limosnas, que empleó en adquirir las dotes necesarias para que pudieran contraer matrimonio.

Abandonada la predicación por lo avanzado de su edad y por su salud precaria, su intención era retirarse en el convento por él fundado en su pueblo natal. Sin embargo, una carta del papa Sixto IV le rogaba que se trasladase a Nápoles, donde lo reclamaba con insistencia el rey Fernando de Aragón. Al papa le interesaba que Jaime accediera, pues sus relaciones con el rey no eran buenas, y esa podía ser una buena ocasión para restablecer las relaciones diplomáticas.

Jaime obedeció enseguida y en la primavera de 1473 llegaba a Nápoles. Un hijo del rey, Alfonso, duque de Calabria, lo había conocido en Civitella del Tronto y se lo había recomendado a su padre, que estaba enfermo. El rey se curó por intercesión del santo, que pudo predicar no sólo en Nápoles, sino también en las ciudades de los alrededores. La fama de sus prodigios suscitó tal devoción, que el pueblo, el clero y el rey no permitieron que Jaime de la Marca permaneciera tres años en la ciudad, hasta el momento de su muerte, ocurrida a las siete de la mañana del jueves 28 de noviembre de 1476. Fue beatificado el 12 de agosto de 1624, por Urbano VIII, y canonizado el 10 de diciembre de 1726, por Benedicto XIII. Su cuerpo está sepultado en la iglesia observante de Santa María la Nueva.

En lo iconográfico se le representa, por lo general, con un cáliz en su mano derecha, del que sale una serpiente. Podría ser una alusión a los esfuerzos e algunos herejes por envenenarlo, o, con menos probabilidad, por su controversia acerca de la Preciosísima Sangre.