viernes, 21 de octubre de 2016

San Hilarión de Gaza


La ascesis de los cristianos primitivos no evolucionó hacía la vida cenobítica, sino pasando por una fase intermedia: el anacoretismo. Los grupos de ascetas, que empezaban a organizarse, aunque no fuese más que rudimentariamente, desde el siglo ni en las principales iglesias, inauguran la tendencia a separarse de sus hermanos para buscar la perfección a que les empuja tal vez el deseo de huir del ensañamiento de la última persecución, tal vez la imagen de la vida heroica del desierto, o el anhelo de romper con la medianía incolora que amenazaba a la sociedad cristiana, cada vez más numerosa, o la certidumbre de que para hablar con Dios no hay como la soledad. Una cosa hay de cierto, y es que, al tomar esa resolución, el pensamiento de los solitarios era sacudir las cadenas que en medio del mundo les impedían volar a Dios. Todos ellos podían decir lo que más tarde San Jerónimo: «La ciudad es para mí una cárcel, y el desierto un paraíso.»

Los dos hombres providenciales destinados por Dios para organizar la vida anacorética fueron el egipcio Antonio y el sirio Hilarión. Sus biografías, escritas por San Atanasio y San Jerónimo, son al mismo tiempo historias, programas de perfección y escritos de propaganda. Sin embargo, su valor histórico queda perfectamente demostrado, contra los que querían ver en esas grandes figuras dos puros mitos. Para San Jerónimo, Hilarión es uno de los más grandes héroes de la humanidad; tiembla al ponerse a relatar sus hechos, y recuerda las palabras de Alejandro delante de la tumba de Aquiles: «Feliz tú, ¡oh joven!, que encontraste un gran cantor de tus hazañas.»

Nacido en Tabatha, a cinco millas de Gaza, la ciudad ilustre por los recuerdos bíblicos, vio desde su infancia las rutas infinitas del mar, y tal vez fue esto lo que puso en su alma algo de aquella sed de lejanías que será algo más tarde la característica de los monjes celtas. El afán de peregrinar y de alejarse del mundo, dos fuerzas al parecer contradictorias, se juntarán y armonizarán en su vida. A los diez años, sus padres, aferrados al viejo paganismo, le llevan a Alejandría para recoger en sus escuelas famosas los últimos resplandores de aquella ciencia que acababa de renovar con fermentos venidos del Oriente Lejano el antiguo pensamiento helenístico. El joven asiático oyó las lecciones de los discípulos de Plotino y las de los continuadores de Orígenes. Pronto el panteísmo confuso de los primeros empezó a dejar en su espíritu un vacío que le llenaba de angustia; mientras que la palabra de Aquila, el ilustre catequista cristiano, le manifestaba con vivos resplandores la filosofía del Evangelio. Entusiasmado por la belleza de aquella doctrina, para él completamente nueva, pidió el bautismo; y, detalle revelador de la energía de su espíritu, esto era en el momento en que la Iglesia de Cristo sufría la última y la más terrible de las persecuciones que levantó contra ella el paganismo romano.

Había encontrado la verdad, podía dejar las escuelas, entregándose a realizarla con todo apasionamiento de un corazón juvenil. Un nombre excitaba entonces la imaginación de los cristianos alejandrinos: era el de Antonio, que unos veinte años antes se había apartado de todo consorcio humano para vivir sólo con Dios en las soledades espantosas del interior. Lo que se contaba de él conmovió hasta tal punto el espíritu del neófito, que no paró hasta ir a verle en su retiro de Arsinoé, en la parte occidental del Nilo. Según un texto antiguo, le dirigió este saludo, revelador de su admiración por el solitario: «Paz a ti, columna de luz que sostienes el orbe de la tierra.» A lo cual había contestado el egipcio: «Bien venido, lucero de la mañana.» Como la intención de Hilarión no era permanecer en Egipto, a los dos meses, después de estudiar la vida de Antonio, se presentó a él y le pidió la bendición para volverse a su tierra. El santo anacoreta le consagró a la vida solitaria, vistiéndole un saco grosero y una cogulla de pieles. Después, abrazándole, le dijo: «Persevera, hijo, hasta el fin, para que puedas saborear el fruto dulce de tus trabajos.»

Al llegar a Palestina, Hilarión encontró que sus padres acababan de morir, y esta noticia le afianzó más en sus proyectos. Inmediatamente distribuyó sus bienes entre los pobres, y ya no le volvieron a ver sus paisanos. Sin embargo, su retiro no estaba más que a unas millas de Gaza, en un lugar abrupto e impenetrable, donde entró con mucho trabajo. Delante tenía el mar; a la espalda, una muralla de escarpadas rocas; al lado, una laguna infecta, y alrededor, una vegetación no muy abundante de palmeras, cedros raquíticos e higueras silvestres. Al principio sintió el terror de la soledad y la privación de cuanto hasta entonces había regalado su vida. No era fuerte de complexión, dice San Jerónimo; tenía dulces y graciosas mejillas, y su cuerpo delicado y débil de quince años era un blanco propicio a las más tenues sensaciones. Su único ajuar al esconderse allí era un saco, la cogulla y una manta. Para defenderse de las inclemencias del tiempo construyó una choza de ramas y juncos, que reemplazó algo más tarde por un garito de piedra, alto de cinco pies y ancho de cuatro. En el suelo extendió un brazado de juncos, que le servían de lecho. Su alimento eran quince higos diarios, que comía al ponerse al sol. Nunca lavó ni se mudó la túnica hasta que se le caía hecha pedazos; alegando que no hay cosa más superflua que buscar la limpieza en el cilicio. Sólo una vez al año, al acercarse la fiesta de Pascua se cortaba las uñas y los cabellos. Siendo de más edad, viendo que se le iba apagando la luz de los ojos y que su cuerpo se cubría de una costra áspera que le contraía los miembros, consintió en comer un poco de pan y en condimentar las hierbas con aceite; pero desde los sesenta años hasta su muerte, volvió a dejar el pan otra vez. Tenía dieciocho años, cuando una noche llegaron hasta su tugurio algunos hombres, los cuales, en broma, le dijeron:

—¿Qué harías si viniesen hasta aquí los ladrones?
—El que está desnudo — contestó él — nada tiene que temer.
—Te podrían matar.
—Sí, pero estoy dispuesto a morir.

Admirados de esta fortaleza aquellos hombres, verdaderos salteadores de caminos, se retiraron sin hacerle daño alguno.

Más miedo tenía él a los demonios. Poco después de llegar al desierto, empezó a advertir un sentimiento que le llenó de turbación. No se había esperado esta lucha de la carne. Irritado contra sí mismo, se hería el pecho con los puños, creyendo poder matar así sus pensamientos, y decía a su cuerpo con ironía: «Yo haré, asnillo, que no cocees; no te alimentaré con cebada, sino con paja; te haré sufrir el hambre y la sed, y pondré sobre tus lomos una carga pesada.» En consecuencia, disminuyó el alimento y aumentó el trabajo. Comía jugo de hierbas, tomaba algunos higos cada tres o cuatro días, tejía cestillos de mimbres, cavaba la tierra y oraba largamente. Dotado de una memoria felicísima, conocía no sólo los salmos, sino otra muchas partes de la Escritura. Entonces los demonios, cambiando de táctica, quisieron vencerle por el terror. Una noche—dice San Jerónimo—empezó a oír junto a su cabaña un ruido espantoso, en que se mezclaban lloros de niños, berridos de rebaños, mugidos de bueyes, gritos desolados de mujercillas, rugidos de leones, aullidos de lobos, rumores de ejércitos y otras clases de voces, que formaban una algarabía infernal. El atleta de Cristo se asomó a la puerta de la choza, haciendo en su frente la señal de la cruz; vio a la luz de la luna un carro que venía ligerísimo sobre él; pronunció, sobrecogido de una angustia suprema, el nombre de Jesús, y en un momento desaparecieron los estruendos y fantasmagorías infernales. Estaba extenuado; sus huesos crujían bajo la piel, curtida por los hielos y los ardores, y el demonio se aprovechaba de esta debilidad para turbar su imaginación, exaltada por el silencio y los ruidos de la soledad. Unas veces le parecía ver delante de él mesas llenas de exquisitos manjares; otras se le presentaban desnudas y provocadoras las más hermosas mujeres que conoció en Alejandría; ahora una zorra pasaba chillando, mientras estaba en oración; ahora era un lobo que aullaba a su lado con insistencia, o bien un fingido gladiador que, vencido en la arena, lanzaba tristes gemidos pidiendo sepultura. Y él decía: «Zorra o camello, te conozco muy bien.»

Así pasaron veintidós años, años de olvido, de lucha y de inefables consuelos. La vida de Hilarión va a tomar un sesgo distinto: el penitente continúa, pero el anacoreta se convierte en taumaturgo y director de almas. Un día una mujer llega a la puerta de su choza pidiendo un milagro. El solitario continuó su oración sin mirarla; pero ella insistía, llorando: «Perdona mi audacia. No mires en mí a una mujer, sino a una desgraciada; piensa que éste es el sexo que engendró al Salvador.» Por vez primera, el austero luchador sintió que el alma se le desgarraba de compasión por los hombres. El milagro se hizo, y tras él otros muchos. Los enfermos, los ciegos, los endemoniados, llegaban a aquel lugar apartado, y se volvían dando gracias a Dios. Algunos querían pagarle con regalos, pero él nunca los recibía. Odiaba el dinero. Nunca los dracmas mancharon su mano desde que se retiró al desierto. Entre sus milagros hay uno que pudo tener en su vida serias consecuencias. Las ciudades de Gaza y Majurna iban a luchar en el circo. El edil encargado de preparar las cuadrigas de Majuma era cristiano y el de Gaza pagano. El resultado de los juegos apasionaba a toda la región. Y no se trataba solamente de una lucha entre dos Municipios, sino entre dos religiones, entre Zeus y Cristo. El edil de Majuma fue a pedir las oraciones de Hilarión. El solitario se echó a reír.

—No creo—dijo—que se haya de perder el tiempo rezando por cosas como ésta.

Y aconsejó al edil que vendiese los caballos y diese su precio a los pobres. Insistió el magistrado, y entonces Hilarión llenó de agua un vaso de loza, con el cual acostumbraba beber, y se lo entregó, mandándole que rociase con él los caballos, los aurigas y el carro. Llegó el día de la lucha en medio de la mayor expectación. Los de Gaza, sabedores de la historia del vaso de agua, lo ridiculizaban. Se da la señal, los carros vuelan; poco a poco la cuadriga de Gaza empieza a quedarse atrás; los cocheros gritan a los caballos árabes, pero las ruedas se encienden y giran con torpeza. Un grito enorme resuena en todo el circo. Los mismos paganos claman una y otra vez: «Zeus ha sido vencido por Cristo.»

Con deseos de venganza, los de Gaza acusan a Hilarión de encantador; y con este motivo le vino la primera idea de dejar su patria. Además, le molestaba el concurso de gentes que sin cesar le rodeaba y el número de discípulos e imitadores que habían levantado sus chozas cerca de la suya y se habían extendido luego por todos los desiertos de Palestina. Cuando estaba solo, vivía en libertad; ahora, al monasterio le llamaba su cárcel. Y lloraba, y he aquí que de repente su llanto se hace más amargo.

—¿Qué os pasa, Padre?—le preguntan los que le acompañan.

Y él contesta:

—Dos años hace que el mundo está huérfano del mejor Padre que tenía.

Algo después se supo que Antonio, el anacoreta, había muerto. Hilarión ya no pudo reprimir por más tiempo aquel ansia de caminar. Su resolución se supo en la comarca, y diez mil personas rodearon su choza, dispuestas a detenerle. Anunció que no probaría bocado hasta que le dejasen libre. Siete días estuvo sin comer ni beber; y al cabo de ellos, dice San Jerónimo, Palestina se resignó a perder toda su ventura. Hilarión montó en un asno y empezó su vida peregrinante. Tenía sesenta y cinco anos. Estaba demacrado, pálido, con los ojos hundidos y casi apagados, pero una llama interior le sostenía.

Recorrió los Santos Lugares, convirtiendo a los gentiles y predicando casi siempre con sola su presencia; penetró en el desierto de Cades, y a través de él se dirigió camino de Egipto; aquí recorrió los desiertos de uno y otro lado del Nilo, que se iban convirtiendo en ciudades de anacoretas; pero su mayor emoción la tuvo al visitar los lugares santificados por la presencia de su maestro Antonio. Subió al monte alto y rocoso; bebió el agua que brota en sus laderas, cogió las hojas de las palmas innumerables que alegran el llano. Los discípulos del santo le guiaban, explicándole cuanto veían: «Aquí rezaba; aquí salmodiaba, aquí se ponía a trabajar, aquí se sentaba, cansado del trabajo. Estas vides, estos arbustos fueron plantados por él; aquel jardín le adornó y cultivó con sus manos; aquel estanque le hizo él con mucho trabajo para regar el huerto; aquella azadilla es la que usaba para cavar la tierra.» Hilarión lloraba de alegría al oír estas palabras, besaba las paredes de la celda del santo, y se tumbaba en su estera, recogiendo, según decía, el calor de santidad que allí había quedado.

De allí se dirigió al Gran Oasis, pasó por Menfis, obrando siempre maravillas; llegó a Alejandría, la ciudad que le traía los recuerdos de su primera juventud; y en unas ruinas de los alrededores estableció la nueva residencia. Al poco tiempo tuvo revelación de que los habitantes de Gaza le buscaban y que había sido condenado a muerte por Juliano el Apóstata. Es preciso viajar de nuevo, aunque sea a las extremidades de Occidente. En el puerto hay una nave que se dirige hacia Sicilia. Como no tiene dinero para el pasaje, piensa en pagar con un evangelio que había escrito en su juventud; pero en esto, un demonio le descubre; sana al endemoniado, que es hijo del piloto, y así puede arribar gratis hasta las tierras sicilianas. Vive largo tiempo en el promontorio de Pachinum. y pronto se ve nuevamente rodeado de discípulos. De allí pasa a Dahnacia (366), y de Dalmacia, viajero infatigable, a la isla de Chipre. Su barba larga, jamás cortada, el brillo de sus ojos profundos, la pobreza de su manto remendado, la austeridad de su vida y la apacibilidad de sus gestos y sus palabras dejaban en todas partes la más profunda impresión. Los piratas quedaban amedrentados al oír su voz; los dragones que llevaban el espanto a los pueblos no podían resistir su mirada, y la naturaleza entera le obedecía.

En Chipre no tardaron en delatarle sus milagros. El obispo de la isla. San Epifanio, que fue su primer panegirista, se hizo su amigo desde el primer momento. Sin embargo, Hilarión, llevado de su humor peregrinante, proyectaba lanzarse nuevamente al mar y volver otra vez a Egipto. Los naturales lo impidieron, enseñándole un lugar delicioso donde podía estar escondido a todo el mundo. Era una altísima montaña, en cuya cumbre manaba una fuente, formando un jardín apacible, donde crecían toda suerte de árboles. Para abrigarse, allí tendría las ruinas de un antiguo templo pagano. Como único inconveniente, le dijeron que, según voz popular, entre aquellas ruinas se oían con frecuencia alaridos lastimeros de demonios. Tal vez este último detalle fue el que más animó al santo viejo. Hizo la señal de la cruz, y se internó a través de la espesura; y allí, en aquella cumbre, desde la cual veía el mar y el cielo, pasó los cinco últimos años de su vida. Al morir, quiso que su discípulo predilecto, Esiquio, heredase sus riquezas: Eran éstas un evangelio, una túnica de esparto, un manto y una cogulla. 

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