domingo, 23 de octubre de 2016

Homilía


El papa Francisco nos invita en su mensaje a “salir” como discípulos misioneros, llevando la ternura y la compasión a toda la familia humana. 

Dios se implica en las realidades humanas con los más necesitados, del mismo modo que lo haría un padre y una madre.

“Él es misericordioso con todos, ama a todos y es cariñoso con todas su criaturas” (Salmo 144, 9).

Subraya el papa que “la considerable y creciente presencia de la mujer en el mundo misioneros, junto a la masculina, es un signo elocuente del amor materno de Dios”.

Es muy importante en la tarea misionera de la Iglesia poner más el énfasis en el servicio a las personas que en las estructuras, empleando los recursos humanos y espirituales para favorecer la armonía, el diálogo, la solidaridad, la paz y la colaboración fraterna., especialmente con los más pobres.

El trabajo misionero comienza en la familia a través del ejemplo cristiano de los padres, primeros educadores en la fe, y se va desarrollando al sentirse sus miembros corresponsables entusiastas de los que propagan el evangelio.

El Domund nos recuerda cada año la misión que todos los cristianos tenemos, según el mandato de Jesús, de anunciar el evangelio a todas las gentes, sin olvidar, como dice el papa que “la fe es un don de Dios y no fruto del proselitismo”.

Todos los pueblos y culturas tienen derecho a recibir como don de Dios, el mensaje de la salvación.

“Cada cristiano y cada comunidad discernirá cuál es el camino que el Señor le pide, pero todos somos invitados a aceptar este llamado: salir de la propia comodidad y atreverse a llegar a todas las periferias que necesitan la luz del Evangelio”.

Las lecturas de hoy nos muestran, una vez más, la predilección de Dios por los pobres, huérfanos y viudas, cuyos gritos no desoye (Eclesiástico 35, 17).

También el salmo 33 abunda en el mismo mensaje:

“El Señor está cerca de los atribulados, salva a los abatidos”.

El evangelio se centra en adoctrinarnos sobre cuáles deben ser nuestras verdaderas actitudes ante Dios.

Dos personajes protagonizan la parábola.

Uno es fariseo, integrante de una corriente religiosa judía caracterizada por la recta observancia de la Ley, su proximidad al templo y su ascendencia y prestigio ante el pueblo.

El otro es publicano, recaudador de impuestos para el Imperio Romano, y, por tanto, rechazado por colaborar con las fuerzas de ocupación.

Ambos se ubican en el templo.

Oran a Dios; el primero, de pie, cerca del lugar más sagrado; el segundo, oculto y de rodillas en la parte posterior, pues se considera pecador y, como tal, indigno de presentarse al Señor.

Es bueno que meditemos con realismo esta historia que despierta en no pocos cristianos rechazo hacia el fariseo y simpatía espontánea hacia el publicano.

Si queremos escuchar correctamente el mensaje de la parábola hemos de tener en cuenta que Jesús no la cuenta para criticar a los fariseos, sino para sacudir la conciencia de aquellos que se creen justos, piensan que agradan a Dios y desprecian a los demás.

La oración del fariseo nos revela su arrogancia, la seguridad en sí mismo y los méritos que exhibe ante Dios, ante quien se atreve a dar gracias por ser distinto, por ser mejor que nadie al cumplir con los preceptos de la Ley: ayuno, limosna, diezmos…

No menciona obras de caridad, porque en su corazón no cabe la sensibilidad con los pobres y menos con los despreciados publicanos.

Es fácil así convertirse en juez que condena a los que no son como él.

La parábola desenmascara una actitud religiosa engañosa, que nos permite vivir seguros de nuestra inocencia y ajenos a nuestros pecados.

Necesitamos mirarnos por dentro, hacer una seria autocrítica de nuestras actitudes y valorar nuestro posicionamiento espiritual.

Nosotros, católicos de toda la vida, ¿somos mejores y estamos más cerca de Dios que los no practicantes o los agnósticos?

Rezamos por la conversión de los pecadores.

¿Qué hay en el fondo de nuestra petición?

¿Acaso no somos también pecadores necesitados de conversión?

Los juicios que emitimos a la ligera sobre las personas, ¿a qué responden?

Hace un año respondía así el papa Francisco a un periodista que recababa su opinión sobre la homosexualidad: “¿Quién soy yo para juzgar a un gay?”

Tomemos nota.

La oración del publicano es muy diferente.

Sabe que su presencia en el templo es mal vista y se refugia en un rincón del mismo.

Se sabe despreciado por el pueblo y avergonzado de sí mismo.

No pone excusas, porque se siente pecador; simplemente pide perdón a Dios, porque necesita su misericordia para salir del entramado moral en que vive.


Los dos, dice el evangelio, suben al templo a orar, con una imagen de Dios en su corazón muy distinta.

El fariseo sigue apegado al legalismo de su religión

Los dos suben al templo a orar y empiezan su oración de la misma manera: “¡Oh Dios!” (Lucas 18, 11).

El fariseo sale más orgulloso de lo que entró, convencido de que su oración fue escuchada, pero nada ha cambiado en él para bien.

El publicano, en cambio, sale convertido y reconfortado por la misericordia de Dios.

La parábola es desconcertante, ya que no reconoce al piadoso y concede gracia al pecador.

Parece que Jesús pretende hacer una caricatura para llamar la atención sobre la auténtica y falsa religión.

Por tanto no critica a los piadosos y a los justos, sino a los que no saben reconocer la soberanía de Dios y su misericordia infinita.

A tenor de lo escuchado en las lecturas, pidamos por nuestros misioneros que, desde su condición pecadora, ofrecen a Dios lo mejor de sí mismos al servicio de la Misión, a fin de que el Señor los reconforte y se sientan reconocidos y amados.


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