domingo, 21 de agosto de 2016

Homilía


“Yo vendré para reunir a las naciones de toda lengua... a Tarsis, Etiopía, Masac, Tubal y Grecia, a las costas lejanas que nunca oyeron mi fama ni vieron mi gloria” (Is.66, 18-20).

Citando a Tarsis, enclavada en Andalucía, en la tierra de los tartesos, como una de las tierras más remotas del mundo entonces conocido, Isaías nos da a entender la universalidad de la salvación, puesta en duda por los judíos radicales de la época de Jesús.

Estos habían impuesto unas normas tan rígidas que terminaron reduciendo la salvación en los límites estrechos de la ley y el nacionalismo, que sólo podían superar los llamados “puros”.

Jesús rechazó siempre esta religiosidad y predicó lo profetizado por Isaías y otros profetas: la misericordia, la justicia y la buena fe.

Pero, al mismo tiempo, invita a entrar por la puerta estrecha, lo que suscita una pregunta por parte de sus discípulos: “¿Son pocos, Señor, los que se salvan?” (Lucas 13,23).

Un interrogante, que se despierta a menudo en nuestros corazones: ¿Cuántos se salvan? ¿Quiénes se salvan?; y lo más importante: ¿me salvaré yo?

Nos preocupa el destino de nuestra vida, en hacernos merecedores por las buenas obras, en conquistar algo que nos pertenece como fruto de nuestro trabajo.

Sin embargo, en la propuesta de Jesús, los méritos debemos dejarlos aparcados a la entrada.

Parece absurdo, pero no puede ser de otro modo, pues Dios sería innecesario, y el cielo un vacío sin Él.

La gratuidad excluye el narcisismo, el creernos los mejores.

No nos salvamos porque somos buenos, sino porque Dios es bueno con nosotros.

Y tiene sentido lo dicho por Jesús:

“El que quiera salvar su vida, la perderá, pero el que la pierda por mí, la recuperará” (Mateo 10, 39).

Un clásico humorista español ponía al pie de una de sus dibujos:

“Al cielo, lo que se dice al cielo, iremos las católicas -o los católicos- de toda la vida”.

La reflexión tiene “miga”, pues nos obliga a cuestionar nuestras actitudes, porque nos podemos encontrar, después de la muerte, con la desagradable sorpresa de no vernos reconocidos.

“No todo el que me dice: “Señor, Señor, entrará en el Reino de los cielos, sino el que cumple la voluntad de mi Padre” (Mateo 7,21).

Y la voluntad de Dios, reflejada en Jesús, es que nos amemos como hermanos.

Amar significa respetar, denunciar las injusticias, protestar las leyes injustas, pero en modo alguno insultar, descalificar y demonizar a los que no piensan como nosotros.

Cuando Dios nos llame, nos juzgará por el amor que hemos irradiado hacia los demás, por el cumplimiento, en definitiva, de las Bienaventuranzas, paradigma de la moral positiva preconizada por Jesús, en claro contraste con algunos de los Diez Mandamientos.

Las antiguas ciudades tenían murallas y varias puertas de acceso.

Por la puerta principal entraban todo tipo de carruajes, animales, mercancías y todo lo necesario para la vida de los ciudadanos.

Cuando la ciudad sufría asedios, se cerraba la puerta principal y sólo quedaban para entrar las puertas estrechas donde apenas cabía una persona y de lado y sin llevar nada sobre sus hombros.

Jesús conocía este detalle a invita a sus seguidores a utilizar la puerta estrecha y despojados de todo lo superfluo para favorecer el encuentro consigo mismo, en la soledad interior donde se fragua la conversión del corazón y la aceptación de Jesús como nuestro Señor y Salvador.

Algunos identifican este mensaje de Jesús con la necesidad de buscar el sufrimiento para obtener la salvación, a fin de que cuanto mayor sea el sacrificio, mayor será el mérito.

Sería un masoquismo ajeno a la verdadera vida cristiana, ya que sufrir por sufrir nos aleja de la alegría evangélica y de comunicar al mundo el gozo de sentirnos amados por Dios y por los hermanos.

La puerta ancha y el camino ancho los marca Jesús.

El mismo nos dice que la adhesión a su persona es el camino más corto para llegar al Padre: “El que cree en mí no morirá para siempre, sino que tendrá la luz de la vida” (Juan 11,25).

Y, seguir a Jesús no es fácil.

Tampoco lo es ser testigo de su presencia entre los hombres, porque nos enfrentamos, a menudo con circunstancias negativas, viéndonos abocados a navegar contra corriente, fuera de los límites “políticamente correctos”.

Dios es, por fortuna, nuestro árbitro supremo, y ojalá amemos y nos dejemos amar por El.


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