domingo, 14 de agosto de 2016

Homilía


Jeremías, injustamente denostado por asociarle a penas y lamentos (en España se dice: “lloras más que un Jeremías”) es un profeta extraordinario, valiente, obstinado y tenaz en ser fiel a lo que Dios le pide.

Aporta un mensaje de esperanza en medio de una corte real corrompida y convulsa.

Su mensaje provoca recelos y oposición.

A nadie le gusta que cuestionen su proceder y ser sujeto de denuncias y descalificaciones por parte de gobernantes injustos, temerosos de perder el poder.

Por eso es perseguido y encerrado en una mazmorra bajo pretexto de anunciar catástrofes y desmoralizar a los soldados y al pueblo.

La tentación de silenciar al verdadero profeta y a los mensajeros fieles ha existido en todas las culturas.

El argumento central de “La Vida es Sueño”, de Calderón de la Barca, gira en torno al joven Segismundo y a su padre, el rey.

Éste había escuchado una profecía, según la cual le sería arrebatado el trono por su propio hijo, que es encerrado de por vida en la cárcel para que no se cumpla lo dicho.

Es una crueldad increíble y extrema, a la que se ven sometidos hoy naciones, pueblos, clanes, familias y personas concretas.

Miremos a nuestro alrededor y comprobemos cómo se ejerce el poder en muchos países del mundo, donde se silencia a los opositores, se desacredita su imagen o se les declara enemigos del pueblo.

La práctica religiosa en los regímenes totalitarios sufre los mismos problemas.

Lo importante es amordazar a los misioneros para que no difundan criterios morales justos, que despierten la conciencia de los ciudadanos y se rebelen ante los atropellos y corruptelas de los que, siendo elegidos como representantes del pueblo, se aprovechan de él para aumentar sus prestaciones económicas.

Se puede matar al mensajero, pero no se puede “matar” la verdad. Ésta termina prevaleciendo. Las personas pasan, pero no el mensaje.

Cada época de la historia trae consigo su revolución, especialmente durante los últimos siglos, en los que hemos conocido revoluciones científicas, industriales, culturales, económicas y políticas.

Las primeras han contribuido poderosamente al desarrollo de la humanidad.

Las últimas han sembrado, en general, odio, miedo y violencia, empezando por la Revolución Francesa y continuando con la Rusa, la China o la Cubana.

Todas ellas han derivado en dictaduras contra el mismo pueblo que las ha aupado para promover cambios en la sociedad.

Los dictadores se disfrazan con pieles de ovejas para llegar al poder, pero, una vez arriba, fortalecen su ejército para cobijarse a su abrigo, coartan las libertades del pueblo y controlan sus movimientos con el fin de perpetuar su dominio.

Hoy triunfan el populismo, el laicismo y la xenofobia propiciados por la crisis económica, el paro, la corrupción y el descontento social.

Son grupos que manejan las redes sociales, practican una dialéctica convincente y utilizan la demagogia política y el oportunismo como arma contra sus adversarios.

Poco importa que exhiban recetas fracasadas en el pasado para solucionar los problemas del momento, porque una amplia masa popular tiene mala memoria.

Es la eterna cantinela de la historia, que se repite periódicamente, pero no escarmentamos.

El laicismo culpa a la religión de alienar a la gente y, por tanto, hay que erradicar cualquier manifestación religiosa y despojar al hombre, para que sea libre, de sus convicciones morales.

Lo mismo cabe decir de la xenofobia, del odio a los extranjeros, a los de distinta raza, a quienes se acusa de “robar” el trabajo, ocasionar disturbios y aprovecharse de la sociedad del bienestar.

El reciente “brexit” del Reino Unido responde a planteamientos egoístas: “Lo mío, mío, y lo de los demás, de todos”.

Estas palabras de Jesús son duras y sorprendentes.

Parecen más propias de un extremista agresivo que de uno que proclama la paz como bienaventuranza de los hijos de Dios.

Sin embargo, carece de sentido presentar a Jesús como un revolucionario violento, pues la violencia engendra violencia y él pide, cuando te hieran en una mejilla, poner la otra.

Si damos crédito a esta frase tendríamos que borrar todas las bienaventuranzas y todo su mensaje.

Jesús llega a condenar no sólo las acciones violentas, sino también las palabras ofensivas contra los hermanos.

No hemos de confundir los gestos de Jesús con los de un pacifista de brazos cruzados e inoperantes ante las injusticias de los hombres. Quiere convulsionar al mundo con la revolución del amor.

El fuego aparece en la Sagrada Escritura como símbolo del Amor, que purifica y se expande con fuerza.

El día de Pentecostés es un ejemplo del Amor de Dios que derrama sobre los Apóstoles y la Virgen María.

Cristo es la expresión máxima de este Amor de Dios, el único capaz de revolucionar y transformar el mundo e impulsarnos a cambiar.

Los cristianos debemos ser, a semejanza de nuestro Maestro, fuego que incendia, llamas que atraen y que a nadie dejan indiferente.

Quienes hemos pasado noches de nuestra juventud en campamentos, en corro y bajo el fulgor de una hoguera y hemos tejido allí los más bellos sueños, sabemos lo que esto significa.


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