domingo, 3 de julio de 2016

Homilía


Dice el evangelio de hoy, según San Lucas, que Jesús envía a 72 discípulos a anunciar el Reino de Dios, porque urge la atención a la multitud de gente necesitada.

Al mismo tiempo, recomienda a los suyos que oren al Padre, pues el dueño y señor del campo siempre es Dios, de quien parte toda auténtica vocación.

De lo que sí somos responsables cada uno de nosotros es de nuestra respuesta personal a la urgencia de la llamada.

El mismo bautismo que recibimos nos implica a ser testigos de Cristo para luchar contra la injusticia y el pecado.

Hay masas ingentes de personas, ansiosas de escuchar esa llamada liberadora, y otras adormecidas, saturadas e insensibilizadas a todo lo transcendente y altruista, porque el dinero y el placer se convierten para ellas en principio y fin de su devenir por la Tierra.

La utopía del Reino impulsa al alma noble hacia la universalidad y la expansión hacia metas cada vez más difíciles.

Esta utopía anima a Jesús y los suyos a dispersarse por el mundo.

Desde entonces miles de personas emprenden ese camino de seducción, marcadas por una esperanza nueva que ilumina sus vidas.

Alpinistas, deportistas, inventores...buscan realizar sus ideales, que para muchos son sueños imposibles.

Y son felices.

Hasta terminan muriendo en la misión, en el laboratorio o en la cumbre más perdida del mundo.

También lo fueron los 72 discípulos, probablemente todo el equipo con el contaba Jesús, que marca las pautas a seguir en la evangelización sobre lo que debemos hacer y no debemos hacer.

La recomendación de ir de dos en dos es un alegato a favor de la misión compartida, de hacer más llevadero el camino y contrastar el mensaje que se va a compartir.

No es bueno ir por libre y exponerse a los peligros del individualismo.

El centro es el mensaje, no la persona que lo predica.

“Rogad al dueño que mande braceros a su mies”

(Lucas 10, 3)

El éxito del mensajero no depende de sus capacidades, sino de la providencia amorosa de Dios, que es el que surte de relevos para llevar a término las labores de la cosecha y quiere que seamos instrumentos útiles en sus manos.

“No llevéis bolsa, ni alforja, ni sandalias; y no os paréis a saludar a nadie por el camino” (Lucas 10,4).

Es un consejo de Jesús para que nos fiemos de Dios y no tanto de las seguridades humanas.

Con frecuencia, cuando emprendemos un viaje, nos pertrechamos de comida, en abundancia, ropa de repuesto y cantidad de cosas con las que llenamos nuestra maleta, por si acaso las necesitamos.

No suele ser así.

Al final nos sobra casi todo.

El evangelio nos manda ir ligeros de equipaje, desposeídos de todo para ganarlo todo, tener claro el objetivo de la evangelización, dejando de lado lo que pueda descentra o ser un obstáculo para cumplir el deber prioritario.

El don de la paz y la hospitalidad (Lucas 10, 5-8).

La paz es un regalo sagrado.

No cuesta nada darla.

Quien abre las puertas de su casa y la acepta se hace partícipe del don de Dios y la hospitalidad se convierte en gracia y salvación.

Quedarnos en la casa que nos acoge y evitar ir a otra equivale a apartarnos de las ideologías del mundo, que nos invita constantemente a cambiar el altruismo por el materialismo.

“Curad a los enfermos y decid: Ya os llega el reinado de Dios” (Lucas 10, 9).

El signo más visible de la llegada del Reino de Dios es la curación de los enfermos afectados de ceguera, sordera, parálisis, lepra…

Normalmente llamamos pobres a los que no tienen medios económicos para cubrir sus necesidades básicas y deben recurrir a la ayuda del prójimo.

Pero las carencias físicas son otra forma de pobreza, que lleva a la dependencia y a la marginación.

El caso de los leprosos era el más triste y doloroso, porque debían convivir aparte, fuera de pueblos y ciudades.

Las curaciones de Jesús y sus seguidores se vinculan a la liberación de las lacras causadas por la enfermedad.

Resplandece así el don gratuito de Dios y la grandeza del evangelio.

El reto de Jesús sigue interpelando y debemos tomarlo en serio.

Los 72 discípulos regresaron muy contentos.

Se olvidaron de sí mismos para darse a la gente y ser portavoces y operarios activos de lo que habían aprendido al lado de Jesús.

Aprendamos la lección.

Nos pasamos la vida buscando placer y felicidad fuera de nosotros.

Gastamos dinero en diversiones de todo tipo, consumimos horas de nuestro tiempo viendo programas de televisión o las redes sociales.

Nos da miedo, sin embargo, dar la cara por el evangelio y ser testigos de la presencia de Jesús, porque nos falta confianza y, sobre todo, fe en la Providencia

Terminamos pensando que no se puede hacer nada ante la creciente indiferencia religiosa, y que cualquier acción es inútil.

Es mejor “pasar”.

Al menos nos evitamos sufrimientos y problemas.

Pero éstos no se superan por sí solos, y la felicidad que anhelamos sigue siendo una asignatura pendiente.

Nos la da la fe en el evangelio, vivir el evangelio y anunciarlo con la fuerza de la gracia de Dios que siempre acompaña a los que entregan generosamente su vida.


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