domingo, 12 de junio de 2016

Homilía


Las lecturas de este domingo, ya retomado el tiempo ordinario, nos hablan de la misericordia y el perdón de Dios, reflejados en dos episodios concretos: el pecado y arrepentimiento del rey David, contado en el II Libro de Samuel, y el encuentro de Jesús con una mujer pecadora, relatado por San Lucas en el evangelio.


Comenzamos por esta última.

La acción transcurre en casa de Simón, el fariseo, que ha invitado a Jesús a comer con él junto a otros comensales de su secta religiosa.

San Lucas pone de relieve que no es la invitación de un amigo, a juzgar por el mal recibimiento que le dispensa, sino la de un hombre que pretende indagar la ortodoxia de su doctrina y su conducta hacia los pecadores y gente de mala vida.

Le han llegado ecos de la fiesta organizada por el publicano Mateo y de las murmuraciones contra Jesús de sus compañeros fariseos por haber aceptado unirse a los comensales.

También ha oído hablar de sus curaciones milagrosas, de la expulsión de demonios y de episodios que ponen en tela de juicio su observancia de la Ley.

Siente curiosidad por comprobar su comportamiento y, si se tercia, ponerle una trampa para reafirmar su propia autoridad y prestigio.

Un rabino de su categoría no puede soportar fácilmente una situación embarazosa como ésta. Juzga en su interior la actitud de Jesús y su implicación con “malas compañías”.

Es incapaz de mirarse a sí mismo, porque conoce la Ley, domina sus emociones y tiene clara noción de lo “políticamente correcto”.

No quiere ver mancillada su imagen y su prestigio.

La actitud de Simón es idéntica a la nuestra cuando levantamos barreras entre el bien y el mal, lo justo y lo injusto, colocamos etiquetas a las personas y las marginamos.

¡Cuánto daño hacemos con la maledicencia, los juicios peyorativos y la calumnia!

San Pablo, que ha vivido como el fariseo la esclavitud de la Ley, afirma que el hombre no se justifica por cumplirla (segunda lectura), sino por la fe que nos libera de prejuicios y nos abre al Amor verdadero.

En este sentido llega a decir:

“Estoy crucificado con Cristo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí” (Gálatas 2,19).

Una vez más se muestra aquí en toda su crudeza la paradoja del Reino de los cielos, donde

“habrá últimos que serán primeros y primeros que serán últimos” (Mateo 20,16).


Jesús capta las torcidas intenciones de Simón y evidencia su mala conducta.

Lo hace provocando un escándalo al recibir a una mujer, una pecadora pública que abraza y besa sus pies, los enjuaga con sus lágrimas, los seca con sus cabellos y los perfuma.

Jesús actúa de forma genial al poner de modelo a una pecadora, resaltar su poder mesiánico perdonando sus pecados y transparentar el amor misericordioso de Dios, por encima de cualquier ley humana y de juicios de valor condenatorios.

Perdona sus muchos pecados a la mujer, porque amó mucho, despreocupándose de los que puedan decir los fríos analistas de turno, sin alma y sin corazón.

Debemos aprender esta lección de Jesús, que pone sencillamente en práctica lo manifestado en el Sermón de la Montaña: el predominio de la misericordia, de la justicia y de la buena fe.

Corremos el peligro, como Simón, de ser intolerantes con los demás y ponernos como modelo de conducta, porque pagamos los impuestos y cumplimos con la Iglesia

En consecuencia, preguntémonos los que venimos a Misa, escuchamos la palabra de Dios y cumplimos con la Iglesia, que no basta con ser correctos en los comportamientos externos ni con salvaguardar nuestra buena imagen.

Si no echamos una mano para resolver los problemas de nuestros hermanos, nos implicamos en la catequesis, en la acción caritativa, en la visita a los enfermos... y en tantos otros sitios que necesitan de nuestra entrega, no nos comportamos como buenos cristianos. “La fe sin obras está muerta” (Santiago 2,17).


Lo que ocurre en el banquete recuerda el episodio vivido por el rey David que, cegado por la pasión que sentía por Betfagé, la mujer de Urías, mandó colocar a éste en lo más encarnizado del combate para que muriera y así casarse con ella.

El profeta Natán recrimina al rey su mal comportamiento y le hace ver la gravedad de su acción.

“He pecado contra el Señor” (II Reyes 12, 13), exclama David con arrepentimiento sincero antes de vestirse de saco, hacer penitencia, humillarse ante su pueblo, pedir perdón y obtener de nuevo el favor de Dios, que le rehabilita y le promete una descendencia mesiánica.

Nunca olvidará el rey el dolor de su corazón y la acción misericordiosa de Dios, tal como queda reflejado en el Salmo 50.


Cada gesto de esta mujer habla de amor, del arrepentimiento que siente, de la necesidad de verse perdonada.

Jesús le da esta certeza acogiéndola con cariño y le demuestra cuánto la ama Dios al ofrecerla la paz que mana de su corazón compasivo.

El amor y el perdón van unidos de la mano. Por eso se le perdona mucho, porque ama mucho.

“Cada ser humano tiene un precio que sólo se puede comprender cuando entramos en la lógica del “banco del amor”, cuando aprendemos a mirar a los demás con los ojos de quien descubre que todos nacemos y vivimos si nos sostiene el amor de los otros, y que nuestra vida es imposible el día en que nos dejen de amar y en el que nos olvidemos de amar”

(Papa Francisco).


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