Escritor eclesiástico del sur de la Galia del siglo V; se celebra el 24 de mayo.
Su obra es más conocida que su vida. Casi todo lo que sabemos de él está recogido en “De viris illustribus” (lxiv) de Genadio. Ingresó en el monasterio de Lérins (llamada hoy Isla de San Honorato), donde, bajo el pseudónimo de Peregrino, escribió su “Commonitorio" (434). Murió antes del 450, probablemente poco después del 434. San Eucherio de Lyon habla de él como de un hombre santo, reputado por su elocuencia y sabiduría. No hay pruebas evidentes que identifiquen a Vicente con Mario Mercator, pero sí es probable, si no cierto, que Vicente sea el autor contra el que Próspero, el amigo de San Agustín, dirige sus "Responsiones ad capitula objectionum Vincentianarum", ya que Vicente era semipelagiano, y por ello, contrario a la doctrina de San Agustín.
Hoy se considera que [Vicente] empleó contra San Agustín su principio básico: “debe considerarse como cierto aquello que ha sido creído por todos, siempre y en todas partes”. Dado que vivía en un lugar profundamente influido por el semipelagianismo, los escritos de Vicente muestran varios puntos doctrinales cercanos a Casiano y a Fausto de Riez, que se convirtió en abad de Lérins en la época en la que Vicente escribió el "Commonitorio", y usan expresiones técnicas muy parecidas a las empleadas por los semipelagianos contra Agustín; pero, como observa Benedicto XIV, eso ocurrió antes de que la Iglesia decidiese la controversia.
El “Commonitorio” es la única obra de Vicente que se ha conservado cuya autoría se le atribuye con certeza. Las “Objetiones Vicentianae” sólo las conocemos a través de la refutación de Próspero. Parece probable que colaborara —o al menos las inspirara— en las “Objetiones Gallorum”, contra las que Próspero también escribe en su libro.
La obra contra Potino, Apolinar, Nestorio, etc, que pretendía emprender (Commonitorio, xvi), si alguna vez la llegó a escribir, no ha llegado a nuestros días. El “Commonitorio”, escrito por su autor como un libro de apuntes que le sirviera de recordatorio, ayuda y guía en la fe siguiendo la tradición de los Padres, comprendía dos “commonitoria” diferentes, de los cuales el segundo no se conserva, salvo por el pequeño resumen que aparece al final del primero, hecho por el propio autor, que se queja de que alguien se lo ha robado. Ni Genadio, que escribió hacia los años 467-80, ni ninguno de los manuscritos que hoy conocemos han permitido hallar ninguna otra huella de él.
Es difícil determinar exactamente en qué se diferenciaba el segundo “commonitorium” del primero. En el que se ha conservado desarrolla (capítulos i-ii) una regla práctica para distinguir la herejía de la verdadera doctrina: básicamente la Sagrada Escritura, y, si ello no bastara, la tradición de la Iglesia Católica. Aquí se halla el famoso principio que fue fuente de tanta controversia durante el Concilio Vaticano II: "Magnopere curandum est ut id teneatur quod ubique, quod semper, quod ab omnibus creditum est". Cuando alguna nueva doctrina surja en el seno de la Iglesia —donatismo, por ejemplo— habrá que adherirse con firmeza a la creencia de la Iglesia Universal; y suponiendo que la nueva doctrina fuera de tal naturaleza que llegara a contaminarla casi por completo, como ocurrió con el arrianismo, habrá que aferrarse a la doctrina de más antigüedad; si incluso en ella hallamos algún error, sostendremos lo establecido por los Concilios generales, o en su defecto, lo aprobado por aquellos que en diferentes épocas y lugares se mantuvieron siempre firmes en la unanimidad de la fe católica (iii-iv).
Estos principios han sido aplicados por San Ambrosio y los mártires en la lucha contra donatistas y arrianos, y por San Esteban, que luchó contra el rebautismo; también los hallamos en San Pablo (viii-ix). Si Dios permite que nuevas doctrinas heréticas o desviadas sean enseñadas por hombres distinguidos como Tertuliano, Orígenes, Nestorio, Apolinar, etc. (x-xix), no es sino para ponernos a prueba. El católico no admite ninguna de estas novedosas doctrinas, como vemos en I Tim., vi, 20-21 (xx-xxii, xxiv). Sin por ello negar toda oportunidad de progresar en la fe, sino antes bien para que ésta crezca como e grano y la semilla o en el mismo sentido y en el mismo pensamiento, “eodem sensu ac sententia”, aquí es donde viene el conocido pasaje sobre el desarrollo dogmático: "crescat igitur. . ." (xxiii). El hecho de que los herejes usen la Biblia lo les libra en absoluto de ser herejes, ya que la usan para un mal fin, que les hace merecedores del demonio (xxv-xxvi). El católico interpreta las Escrituras según las reglas arriba enumeradas (xxvii-xxviii). A continuación concluye con una recapitulación de todo el "Commonitorium" (xxix-xxx).
Todo esto, escrito en un estilo literario, plagado de expresiones clásicas, pero con una línea de desarrollo discursivo fácil y hasta familiar, con digresiones a cual más comunicativa que se multiplican una tras otra. Las dos ideas clave que más llaman la atención de todo el libro son la que concierne a la fidelidad a la tradición (iii y xxix) y al progreso de la doctrina católica (xxiii). La primera, llamada a menudo el canon de Vicente de Lérins -que Newman consideraba más adecuado para determinar lo que no es que lo que es Doctrina católica- ha sido a menudo objeto de controversias. Según su autor, este principio debería decidir el valor de un nuevo punto doctrinal antes de que la Iglesia emita su juicio sobre él. Vicente lo propone como medio para poner a prueba las novedades que puedan surgir respecto a un punto doctrinal. Este canon ha sido interpretado de diferentes maneras; algunos autores creen que su verdadero significado no es el que Vicente pretendía cuando lo usó contra las ideas de Agustín. No puede negarse que, a pesar de lo lúcido de su formulación, la explicación del principio y su aplicación a hechos históricos no siempre es fácil; incluso teólogos como de San y Franzelin, cuyos puntos de vista suelen coincidir, están en desacuerdo en esto. Vicente muestra claramente que su principio debe ser entendido en un sentido relativo y disyuntivo, y no de una manera absoluta uniendo los tres principios en uno: “ubique, semper, ab omnibus”; antigüedad no debe entenderse en sentido relativo, sino en el sentido de un relativo consenso de la antigüedad. Cuando habla de las creencias generalmente admitidas es más difícil establecer si se refiere a creencias implícita o explícitamente admitidas; para las segundas, el canon es verdadero y aplicable en ambos sentidos: afirmativo (lo que es católico) y negativo o exclusivo (lo que no es católico); para las primeras, el canon es verdadero y aplicable en sentido afirmativo, pero ¿puede decirse lo mismo en su sentido negativo o exclusivo sin poner a Vicente en contradicción con todo lo que él mismo afirma sobre el progreso de la doctrina revelada?
El "Commonitorium" ha sido abundantemente traducido y publicado. Señalaremos aquí la primera edición de Sichardus, de 1528, y las de Baluze (1663, 1669, 1684, París), de las cuales la mejor es la última, que aúna el contenido de los cuatro manuscritos que se conservan. Éstos fueron usados también para la edición de Rauchsen en su nueva y cuidada selección ("Florilegium patristicum", V, Bonn, 1906). De uso académico son las de Julicher (Friburgo, 1895) y Hurter (Innsbruck, 1880, "SS. Patrum opuscula selecta", IX), con útiles notas.
Su obra es más conocida que su vida. Casi todo lo que sabemos de él está recogido en “De viris illustribus” (lxiv) de Genadio. Ingresó en el monasterio de Lérins (llamada hoy Isla de San Honorato), donde, bajo el pseudónimo de Peregrino, escribió su “Commonitorio" (434). Murió antes del 450, probablemente poco después del 434. San Eucherio de Lyon habla de él como de un hombre santo, reputado por su elocuencia y sabiduría. No hay pruebas evidentes que identifiquen a Vicente con Mario Mercator, pero sí es probable, si no cierto, que Vicente sea el autor contra el que Próspero, el amigo de San Agustín, dirige sus "Responsiones ad capitula objectionum Vincentianarum", ya que Vicente era semipelagiano, y por ello, contrario a la doctrina de San Agustín.
Hoy se considera que [Vicente] empleó contra San Agustín su principio básico: “debe considerarse como cierto aquello que ha sido creído por todos, siempre y en todas partes”. Dado que vivía en un lugar profundamente influido por el semipelagianismo, los escritos de Vicente muestran varios puntos doctrinales cercanos a Casiano y a Fausto de Riez, que se convirtió en abad de Lérins en la época en la que Vicente escribió el "Commonitorio", y usan expresiones técnicas muy parecidas a las empleadas por los semipelagianos contra Agustín; pero, como observa Benedicto XIV, eso ocurrió antes de que la Iglesia decidiese la controversia.
El “Commonitorio” es la única obra de Vicente que se ha conservado cuya autoría se le atribuye con certeza. Las “Objetiones Vicentianae” sólo las conocemos a través de la refutación de Próspero. Parece probable que colaborara —o al menos las inspirara— en las “Objetiones Gallorum”, contra las que Próspero también escribe en su libro.
La obra contra Potino, Apolinar, Nestorio, etc, que pretendía emprender (Commonitorio, xvi), si alguna vez la llegó a escribir, no ha llegado a nuestros días. El “Commonitorio”, escrito por su autor como un libro de apuntes que le sirviera de recordatorio, ayuda y guía en la fe siguiendo la tradición de los Padres, comprendía dos “commonitoria” diferentes, de los cuales el segundo no se conserva, salvo por el pequeño resumen que aparece al final del primero, hecho por el propio autor, que se queja de que alguien se lo ha robado. Ni Genadio, que escribió hacia los años 467-80, ni ninguno de los manuscritos que hoy conocemos han permitido hallar ninguna otra huella de él.
Es difícil determinar exactamente en qué se diferenciaba el segundo “commonitorium” del primero. En el que se ha conservado desarrolla (capítulos i-ii) una regla práctica para distinguir la herejía de la verdadera doctrina: básicamente la Sagrada Escritura, y, si ello no bastara, la tradición de la Iglesia Católica. Aquí se halla el famoso principio que fue fuente de tanta controversia durante el Concilio Vaticano II: "Magnopere curandum est ut id teneatur quod ubique, quod semper, quod ab omnibus creditum est". Cuando alguna nueva doctrina surja en el seno de la Iglesia —donatismo, por ejemplo— habrá que adherirse con firmeza a la creencia de la Iglesia Universal; y suponiendo que la nueva doctrina fuera de tal naturaleza que llegara a contaminarla casi por completo, como ocurrió con el arrianismo, habrá que aferrarse a la doctrina de más antigüedad; si incluso en ella hallamos algún error, sostendremos lo establecido por los Concilios generales, o en su defecto, lo aprobado por aquellos que en diferentes épocas y lugares se mantuvieron siempre firmes en la unanimidad de la fe católica (iii-iv).
Estos principios han sido aplicados por San Ambrosio y los mártires en la lucha contra donatistas y arrianos, y por San Esteban, que luchó contra el rebautismo; también los hallamos en San Pablo (viii-ix). Si Dios permite que nuevas doctrinas heréticas o desviadas sean enseñadas por hombres distinguidos como Tertuliano, Orígenes, Nestorio, Apolinar, etc. (x-xix), no es sino para ponernos a prueba. El católico no admite ninguna de estas novedosas doctrinas, como vemos en I Tim., vi, 20-21 (xx-xxii, xxiv). Sin por ello negar toda oportunidad de progresar en la fe, sino antes bien para que ésta crezca como e grano y la semilla o en el mismo sentido y en el mismo pensamiento, “eodem sensu ac sententia”, aquí es donde viene el conocido pasaje sobre el desarrollo dogmático: "crescat igitur. . ." (xxiii). El hecho de que los herejes usen la Biblia lo les libra en absoluto de ser herejes, ya que la usan para un mal fin, que les hace merecedores del demonio (xxv-xxvi). El católico interpreta las Escrituras según las reglas arriba enumeradas (xxvii-xxviii). A continuación concluye con una recapitulación de todo el "Commonitorium" (xxix-xxx).
Todo esto, escrito en un estilo literario, plagado de expresiones clásicas, pero con una línea de desarrollo discursivo fácil y hasta familiar, con digresiones a cual más comunicativa que se multiplican una tras otra. Las dos ideas clave que más llaman la atención de todo el libro son la que concierne a la fidelidad a la tradición (iii y xxix) y al progreso de la doctrina católica (xxiii). La primera, llamada a menudo el canon de Vicente de Lérins -que Newman consideraba más adecuado para determinar lo que no es que lo que es Doctrina católica- ha sido a menudo objeto de controversias. Según su autor, este principio debería decidir el valor de un nuevo punto doctrinal antes de que la Iglesia emita su juicio sobre él. Vicente lo propone como medio para poner a prueba las novedades que puedan surgir respecto a un punto doctrinal. Este canon ha sido interpretado de diferentes maneras; algunos autores creen que su verdadero significado no es el que Vicente pretendía cuando lo usó contra las ideas de Agustín. No puede negarse que, a pesar de lo lúcido de su formulación, la explicación del principio y su aplicación a hechos históricos no siempre es fácil; incluso teólogos como de San y Franzelin, cuyos puntos de vista suelen coincidir, están en desacuerdo en esto. Vicente muestra claramente que su principio debe ser entendido en un sentido relativo y disyuntivo, y no de una manera absoluta uniendo los tres principios en uno: “ubique, semper, ab omnibus”; antigüedad no debe entenderse en sentido relativo, sino en el sentido de un relativo consenso de la antigüedad. Cuando habla de las creencias generalmente admitidas es más difícil establecer si se refiere a creencias implícita o explícitamente admitidas; para las segundas, el canon es verdadero y aplicable en ambos sentidos: afirmativo (lo que es católico) y negativo o exclusivo (lo que no es católico); para las primeras, el canon es verdadero y aplicable en sentido afirmativo, pero ¿puede decirse lo mismo en su sentido negativo o exclusivo sin poner a Vicente en contradicción con todo lo que él mismo afirma sobre el progreso de la doctrina revelada?
El "Commonitorium" ha sido abundantemente traducido y publicado. Señalaremos aquí la primera edición de Sichardus, de 1528, y las de Baluze (1663, 1669, 1684, París), de las cuales la mejor es la última, que aúna el contenido de los cuatro manuscritos que se conservan. Éstos fueron usados también para la edición de Rauchsen en su nueva y cuidada selección ("Florilegium patristicum", V, Bonn, 1906). De uso académico son las de Julicher (Friburgo, 1895) y Hurter (Innsbruck, 1880, "SS. Patrum opuscula selecta", IX), con útiles notas.
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