domingo, 22 de mayo de 2016

Homilía


Los cristianos, al hacer diariamente la señal de la cruz, confesamos nuestra fe en la Trinidad, que también se hace patente en el saludo del sacerdote al iniciar la Eucaristía:

“Que la gracia del Señor Jesucristo, el amor del padre y la comunión del Espíritu Santo estén con todos vosotros” (II Corintios 13,13-14).

Con estas palabras de San Pablo nos adherimos al misterio más íntimo de Dios, que empapa nuestra existencia y es inabarcable para la mente humana.

Ninguna inteligencia, incluida la más preclara y perfecta, puede conocer por sí misma el misterio de la vida trinitaria.

Ninguna filosofía es capaz de desvelar el santuario donde mora la realidad de Dios.

Lo que sabemos del Dios vivo y verdadero nos viene porque Dios ha querido revelarse a sí mismo, según nos dice la “Dei Verbum 2”.

En los textos de la liturgia de hoy se nos muestra al Dios Creador, la Sabiduría increada, de la cual procede el mundo y todo lo que existe.

El salmo 8 alaba a Dios y canta las maravillas de la Creación: “Señor, dueño nuestro, ¡qué admirable es tu nombre en toda la tierra!”.

San Pablo, por su parte, nos dice: “La esperanza no defrauda, porque el amor que Dios nos tiene inunda nuestros corazones por el Espíritu que nos ha dado” (Romanos 5, 5).

El canto del aleluya es más explícito al mencionar la Trinidad: “Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo, al Dios que es, que era y que viene” (Apocalipsis 1, 8).

Finalmente el evangelio sale al paso de las dudas y vacilaciones de los seguidores de Jesús con una frase de aliento: “Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará a la verdad plena” (Juan 16, 13).

¿Qué nos enseña el misterio trinitario?

Nos enseña, ante todo, a vivir a fondo una experiencia filial, que nos adentra en la dinámica divina de intercambio de amor entre el Padre y el Hijo.

Nos sentimos así hijos de Dios, beneficiarios de la redención de Jesús y sujetos activos de su Amor,  “derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado” (Romanos 1, 5).

Por eso invocamos al principio y al final de la Eucaristía. Misterio de Amor, al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, proyectando nuestra plegarias al Dios trinitario, fuente de toda gracia.

En ella está presente el Espíritu Santo de forma activa para hacer que el pan y el vino se conviertan en el Cuerpo y Sangre de Cristo.

El hombre no es lo que es, cuando se cree un demiurgo autónomo en lugar de una criatura dependiente, y manipula la vida y la creación a su antojo.

El hombre no es lo que es, cuando se olvida de haber sido creado a imagen de Dios y piensa que su imagen más perfecta se halla en el reino animal.

El hombre no es lo que es, cuando piensa que no ha sido creado por amor y para amar, sino más bien que su realización personal está en proporción a la medida de su poder y de su dominio sobre los demás.

El hombre no es lo que es, cuando se cree dueño de la vida que puede hacer con ella lo que quiere, en lugar de ser un receptor agradecido, que la administra sabiamente por haberla recibido del mismo Dios.

Celebramos que Dios no es un ser solitario, sino una familia, en perfecta comunión, en la que el Padre se revela como Creador, el Hijo como Amigo y Salvador y el Espíritu

Santo como dador de vida y amor. Son tres personas distintas y un solo Dios.

San Juan, a la hora de hablar de la Trinidad afirma que “Dios es Amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él” (I Juan 4,16).

La iniciativa de todo amor proviene de Dios, que nos amó primero. Por eso, si amamos, nos acercamos al misterio de Dios y comprendemos nuestro desvalimiento y pequeñez, que nos hace exclamar con el salmista: “Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que has creado, ¿qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano para darle poder?” (Salmo 8,4-5).

Hemos sido creados a imagen de Dios, pero, a menudo, esta imagen queda deteriorada y oscurecida por las tribulaciones y problemas de la vida, impidiendo transparentarla en nosotros.

La profunda crisis económica que padecemos está poniendo a prueba la dignidad de la persona humana en las familias afectadas por el desahucio, la pobreza y el hambre.

Son estas circunstancias concretas las que miden la sensibilidad y la fe auténtica de quienes se confiesan cristianos.

“Un fe sin obras es una fe muerta”, afirma el Apóstol Santiago.

No es de cristianos descargar siempre el peso de la responsabilidad sobre las autoridades.

Es una manera muy cómoda de eludir compromisos.

Tampoco podemos esperar que los ricos compartan parte de sus bienes amasados de forma injusta. Los comparten, eso sí, con los de su categoría, en barrios de lujo, bien vallados y protegidos para impedir el acceso a los de clases inferiores.

“Si tienes problemas o estás herido y necesitado… acude a la gente pobre. Son los únicos que te van a ayudar” (J.Steinbeck).

¡Cuán ciertas son estas palabras!

Las podemos aplicar hoy a los padres de familia jubilados, que con sus medianos o escasos salarios mantienen a hijos y nietos en paro, soportando sobre sus cansados hombros el peso de la crisis.

Ser cristiano es, ante todo acoger el don de Dios, visible en el prójimo y en toda la Creación.

Ser conscientes de esto nos obliga a dar un giro radical a nuestros comportamientos y actitudes ante la vida, en la medida que valoremos la experiencia de acoger y ser acogidos.


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