domingo, 1 de mayo de 2016

Homilía


Jesús está pasando sus últimos días en la tierra.

Los discípulos lo saben.

Por eso sienten tristeza y se preguntan qué será de ellos cuando falte el Maestro y no puedan disfrutar del punto de apoyo que supone su presencia.

¿Quién los defenderá en su ausencia?

Jesús adivina sus pensamientos y les habla al corazón con palabras de ánimo.

Quiere que no se pierda el Mensaje, que sus seguidores lo mantengan vivo y lo difundan.

Si verdaderamente le aman, guardarán su palabra y se dejarán guiar por el Espíritu Defensor, a fin de que no se queden huérfanos y sientan que Jesús se halla misteriosamente en medio de ellos.

Hoy, después de veinte siglos nos preguntamos dónde está el impulso apostólico y el aliento renovador de nuestras comunidades cristianas.

¿Sabemos actualizar su Mensaje o lo dejamos diluir por pasividad, comodidad o derrotismo?

Estas preguntas sacuden los cimientos cristianos de la cultura occidental, que se tambalean bajo el impulso de ideologías destructivas y al amparo de un materialismo insensible a las necesidades de los más pobres, que nos arrastra al egoísmo y, por consiguiente, al abandono de la formación cristiana y de la práctica religiosa.

Nos excusamos con el pretexto de que nos “roban” el tiempo que necesitamos para otros menesteres.

Así nos luce el pelo.

El papa Francisco trata de dar nuevos impulsos a la Iglesia, retornando a los orígenes apostólicos e invitando a todos a vivir un estilo de vida más fraterno y encarnado en las realidades cambiantes de nuestra sociedad.

No debemos recelar de todo lo que se mueve.

Hay personas que tienen hambre de Dios y desean conocer a una Iglesia fiel a Jesús y el Evangelio.

Busquemos el ejemplo de los primeros cristianos y valoremos la rápida expansión del cristianismo dentro de culturas paganas y costumbres difíciles de desarraigar.

Los Hechos de los Apóstoles testimonian estos momentos de dinamismo entusiasta, no exentos de problemas por la adaptación de los recién convertidos a las nuevas normas.

Los Apóstoles llegan, tras meditarlo en la oración y a la luz del Espíritu Santo, a un consenso, con un mínimo de costumbres exigibles:

“Abstenerse de carne sacrificada a los ídolos, de sangre, de animales estrangulados y de fornicación” (Hechos 15,29).

Entienden que la fe en Jesús, la comprensión y el amor fraterno pasan por encima de algunas normas que bloquean las conciencias y repelen por su incomprensión.

Cuando hay un litigio, los valores deben prevalecer sobre las normas.

Para algunos cristianos de hoy, todavía es más importante guardar las formas, purificar los ritos o mantener tradiciones -muy respetables por otra parte- que la oración confiada ante Dios, la escucha de la Palabra o la caridad y comunión fraternas.

Pondrían el grito en el cielo si se le ocurre a una autoridad religiosa suspender una procesión, pero callarán cuando la fe es agredida o despreciada.

Dada la problemática política, que afecta a muchos países del mundo -entre ellos España- por culpa de la ambición por el poder, nos damos cuenta de cuán importante es ceder en los asuntos secundarios para consolidar lo sustancial.

Y lo sustancial es la unión bajo la acción del Espíritu Santo.

Los primeros cristianos eran tan conscientes de la presencia viva del Espíritu que, en el texto que leemos hoy, y antes del primer debate teológico de la historia, afirman con total ingenuidad:

“Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros” (Hechos 15,28).

Esta es la razón por la que emerge por encima de los escándalos de muchos de sus hijos.

Mientras tanto, ideologías y regímenes políticos, surgidos como remedio de todos los males, han ido sucumbiendo.

La Iglesia, en cambio, continúa, pese a la rabia o el odio de sus detractores y enemigos.

Viene esto a colación, porque nunca faltan agoreros de catástrofes, que predicen su pronta desaparición.

Si prevalece el sectarismo excluyente y se niegan los valores religiosos o los valores éticos, nos adentraríamos en enfrentamientos estériles y empobrecedores para la condición humana.

Estos sectarismos excluyentes se dan también, a menudo, entre las distintas corrientes cristianas, y no digamos ya en el plano de la política.

Si queremos “construir” la Iglesia al modo humano, guiándonos por sofisticados planes de expansión para darla a conocer y utilizando las técnicas modernas de comunicación, cosecháremos éxitos, probablemente inmediatos, con masas de seguidores entusiasmados, pero durarán pocos años.

Sin la fuerza de la gracia y el alimento de la oración, irán poco a poco languideciendo, y desaparecerán, como todas las empresas humanas.

La paz que Jesús desea para los suyos- y para nosotros- en su despedida, no es para él un valor absoluto, porque su valor supremo es Dios y la causa de su Reinado.

Jesús no trae la paz de un pacifismo estéril e inoperante, sino la paz, que es compatible con las tensiones, las luchas y las contradicciones.

No es la paz, que muchos confunden con el orden público y la ausencia de guerras.

Tampoco es la paz de los “cementerios”, de los que callan siempre, porque tienen miedo a enfrentarse a la vida y a sus inevitables problemas.

Es una paz activa, que se labra día a día en comunión con los hombres, aunque abunden las discrepancias; que se conquista, a menudo, con mucho esfuerzo, debido a nuestra condición egoísta y pecadora; que nos obliga a salir de nosotros mismos y buscar horizontes donde converjamos en una esperanza común: el encuentro con Dios.

El mismo Jesús nos dice:

“que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde” (Juan 14,28).

El término hebreo “shalom” = paz, tiene una riqueza de contenido superior al nuestro.

El “shalom” bíblico lo podemos traducir en: que seas feliz, que todo te vaya bien, que tengas descendencia y prosperidad, que encuentres una tierra fértil…

No es una simple armonía con la naturaleza, con los otros y consigo mismo, sino con Dios, que es la fuente de todo bien.

En este sentido, San Pablo afirma que la paz que nos da Jesús es fruto del Espíritu, que sobrepasa todo entendimiento, hace soportar las dificultades y guarda nuestros corazones y pensamientos en Cristo Jesús.

Es bueno que, a la luz de las lecturas que hemos escuchado, examinemos nuestra vida y hagamos un discernimiento sobre la autenticidad de nuestras actitudes acerca de la paz evangélica y de la calidad de nuestro amor, recordando las palabras de Jesús, que proclamamos hoy en el Evangelio.


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