domingo, 24 de abril de 2016

Homilía


El evangelio de hoy nos lleva al sermón de la cena, a la despedida de Jesús de los suyos, a quienes acaba de llamar amigos.

De una forma cercana y entrañable, Jesús les trasmite sus últimas enseñanzas, precedidas por un gesto sorprendente, propio de un esclavo: el lavatorio de los pies.

Este gesto y el anuncio del mandamiento nuevo:

“amaos unos a otros como yo os he amado”, (Juan 13,34-35) son el mejor resumen de lo que significa la Eucaristía, sacramento central para la vida del cristiano.

Parece haber una contradicción entre la actitud de Jesús de servir antes de ser servido y pedir, al mismo tiempo, al Padre su glorificación.

San Juan lo explica diciendo, contra toda lógica humana, que la cruz y la muerte son el momento de su triunfo, no de su fracaso.

Triunfa así el amor sobre el odio, “porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único para que tenga vida eterna y no perezca ninguno de los que creen en él” (Juan 3,16).

A través de la proclamación en este contexto del mandamiento nuevo, Jesús nos quiere revelar una dimensión del amor, que va mucho más allá del mandamiento antiguo (“amarás al prójimo a ti mismo”) y es inseparable del amor a Dios.

Por eso San Juan añade en una de sus cartas: “El que dice amar a Dios, a quien no ve, y desprecia al hermano a quien ve, es un mentiroso, porque no se puede amar a Dios sin amar antes al prójimo” (I Juan 4,20-21).

El amar como él nos ha amado nos lleva a reproducir en nuestra vida el amor de donación de Jesús, que se conmueve ante la viuda de Naín, llora por Lázaro y “se compadece de las gentes, porque andan como ovejas sin pastor” (Mateo 9, 36).

El amor fraterno es pues la “señal”, la marca auténtica de la identidad cristiana.

Esto quiere decir que cualquier comunidad cristiana debe destacar, no tanto por la confesión de la doctrina, por la observancia de los ritos o el mantenimiento de la disciplina, sino por el amor vivido con el espíritu de Jesús.

Vivimos en una sociedad postmoderna, donde prevalece la “cultura del intercambio”.

Intercambiamos objetos, servicios, prestaciones, sentimientos y hasta el propio cuerpo con fines interesados:

“doy para que me des”.

Las palabras de Eric From son altamente significativas:

“El amor es un fenómeno marginal en la sociedad contemporánea”.

Si queremos vivir el “amor cristiano” hemos de salir de este entramado, de este tejido social egoísta y actuar de otra manera.

Amar como amaba Jesús es harto difícil.

Lo normal es proyectar nuestro afecto entre amigos y familiares y vivir indiferentes hacia quienes sentimos extraños y lejos de nuestro mundo de intereses.

Las tragedias de los refugiados de Siria e Irak, que llenan las imágenes de la televisión y las portadas de los periódicos, no dejan de ser un paréntesis pasajero de compasión en nuestra vida cotidiana.

Consumimos emociones como consumimos pan, pero no terminamos de involucrarnos en las realidades dolientes de nuestro mundo, porque quizás hemos perdido la sensibilidad en nuestra vida y con ella, la capacidad de amar, un ejercicio al que no estamos acostumbrados.

Fijémonos en Jesús, que “paso haciendo el bien”.

Fijémonos en los pocos que navegan contra corriente y son tachados de “iluminados” o ilusos por anunciar y vivir valores lejos de las ideologías dominantes y de los hábitos consumistas.

La mayoría de nuestros jóvenes ha nacido y crecido dentro de una sociedad materialista y no han sido educados para el altruismo y la generosidad.

Desconocen, por tanto, el significado del sacrificio, de compartir los bienes materiales y espirituales, de darse a sí mismos.

Llenan las discotecas, los centros de ocio y los establecimientos deportivos, pero no se les ve apenas en los templos, en las instituciones públicas o en los centros asistenciales como voluntarios.

No podemos culparles, porque somos los adultos los responsables del botellón y de la carnaza que ofrecemos por nuestra pasividad y desapego en la docencia familiar desde la infancia.

Sé que hago caricatura al afirmar esto, porque abundan los testimonios positivos, pero éstos siguen siendo un grano de arena en un contexto social altamente dominado por la creciente inmoralidad de las costumbres.

¿Qué hacer entonces?

¿Cómo salir de este tejido social que no gusta a quienes buscan otros valores y se sienten desilusionados por lo que ven y viven?

No debemos vivir la fe en solitario; seríamos consumidos rápidamente por la vorágine del mundo.

Hemos de vivirla en comunidad, arropados por los hermanos, fortalecidos por sus palabras de aliento, consolados en la tribulación y unidos en la oración.

El empuje misionero, que nos narra los Hechos de los Apóstoles, nos ayuda a descubrir la acción del Espíritu en nuestras vidas cuando le abrimos las puertas y el Señor es capaz de hacer obras grandes en nosotros.

Pablo y Bernabé retornan, después de muchas peripecias, a la comunidad que los envía a predicar, y relatan sus experiencias.

Todos se sienten responsables, solidarios y copartícipes de una misma misión, que no es otra que la fe en Jesucristo Resucitado.

Los ojos de nuestras comunidades eclesiales deben mirarse en este espejo de vida, que nos recuerda hoy el Apocalipsis 21,1: “Ví un cielo nuevo y una tierra nueva”

Los ojos del amor miran siempre hacia un futuro de esperanza, donde la muerte será erradicada para siempre y ya no habrá “ni luto, ni llanto, ni dolor” (Apocalipsis 21, 4).

Cualquier persona que ame lleva dentro la semilla de Dios y, con ella, la savia de la eterna felicidad, suprema aspiración del hombre.

Volvemos al Mandamiento Nuevo.

La fuerza motriz que anima a la comunidad cristiana es amarse como Jesús nos ama.

Es, según San Juan, el auténtico distintivo de la misma y el modelo de referencia que siempre tenemos que tener presente.

Un amor desinteresado, entregado al servicio de los más débiles y necesitados, es la mejor señal de reconocimiento de los seguidores de Jesús.

Durante estos días suelen menudean las bodas en nuestras parroquias.

Muchos novios escogen como lectura la apología del amor de San Pablo a los Corintios para corroborar el paso que están dando.

Interioricemos su mensaje que, por muy sabido, no le damos la importancia que se merece: “El amor no pasa nunca” (I Corintios 13, 8)

San Juan añade: “Todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor” (I Juan 4, 8).


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