martes, 1 de marzo de 2016

San Rosendo

Era oriundo de Asturias, aunque fueron tierras gallegas el escenario de toda su vida. El primer documento que de él nos habla es de 916. El mundo fue pródigo con él: le dio sangre real, riquezas, favores cortesanos, dignidades. Su padre, Gutierre, era uno de los condes más poderosos que rodeaban a Alfonso el Magno: guerrero intrépido, político afortunado, y además un gran cristiano, bienhechor de iglesias y reformador de monasterios. El niño aprende latín en la escuela episcopal de Mondonedo. Corazón manso y bueno, dejó gustoso la espada, con que Gutierre había ensanchado el pequeño reino leonés. Era un predestinado. Antes de darle a luz su madre, la condesa Ilduara, había recibido la visita de un ángel, que le dijo estas palabras: «El fruto que llevas en tus entrañas será santo delante de Dios y grande delante de los hombres.» El presagio se iba cumpliendo. Las gentes admiraban su sabiduría y le amaban por su bondad. En 929 era ya obispo de Dumio, y poco después de Mondonedo; un obispo de dieciocho años, que por su gravedad y virtud parece un Pontífice de cincuenta.

Más que el bullicio cortesano, Rosendo amaba la soledad. Cuando, niño aún, caminaba al lado de su padre por sus vastas posesiones de Galicia, Coimbra y Zamora, solía deleitarse hablando y conviviendo con los santos varones que hacían penitencia entre las gargantas del Sil o cerca de las orillas del Miño. Luego, en sus correrías apostólicas, había encontrado muchos monasteriores destruídos por las guerras, los había restaurado y reformado, y había vivido en ellos largas temporadas. Pero soñaba siempre con el monasterio ideal, un monasterio cuyos habitantes, libres de toda ocupación terrena, sólo pensasen en celebrar las grandezas de Dios.

En la provincia de Orense halló cierto día un valle circundado de bosques, bosques de pinos, de murtas y de encinas. Bajando de la altura, cantaba un riachuelo, y claras fuentes brotaban en diversos lugares. Una voz interior le dijo: «Este es el sitio que buscas.» Ocho años trabajaron sus siervos para levantar la abadía, que se llamó de San Salvador de Celanova. La dotación fue espléndida: cotos, prados, villas, iglesias, monasterios, manadas de ganado, seda, oro, marfil, joyas, todo el botín amontonado en tres generaciones de luchas afortunadas contra los moros. Para el mobiliario de la iglesia, una cruz fundida en oro, otra de plata adornada de piedras preciosas, dos candelabros de plata y uno de bronce, dos coronas de plata y una de oro adornada de pedrería, un turíbulo de oro con su bandeja correspondiente, dos arquetas de plata doradas, dípticos de plata nielados y esculpidos, siete cálices de plata, uno de ellos francés, con sus patenas; una copa de marfil, tres campanas pequeñas y dos grandes, dos cíngulos de oro con gemas, otros dos de plata, dorados y adornados de piedras preciosas, diez albas y diez casullas de lino, otras trece de seda, de lana, de brocado o de una tela rameada de Oriente; planetas y estolas bordadas en oro y plata. «Añadimos—continúa el fundador, deslumbrando nuestros ojos con la exhibición de una riqueza casi fabulosa—todo lo que se necesita para el ajuar doméstico: ropa de cama, siete cobertores de pluma forrados de tapicería, ocho más pequeños, diez colchones más, excelentes; ocho de menos valor; cinco colchas de pluma de ave, seis mantas bordadas, dos copas doradas con sus cubiertas, nueve tazas, seis escudillas doradas, tres jarros dorados, un vaso de oro y pedrería, otro de colmillo de elefante, dos soperas de concha, cubiertos de plata para la mesa, cuatro hidrias, cinco figuras de ciervo para colocar luces, dos palmatorias, siete cuencos con figuras, diferentes vasos de vidrio y de bronce, nueve redomas y veinte manteles de mesa.»

Todo estaba dispuesto con el mayor arte y grandeza, con el mayor lujo y suntuosidad. Los monjes no tenían más que una obligación, «permanecer día y noche en las batallas del espíritu», o, como decía Rosendo en otra parte, «caminar por la senda de la Regla, militar para Dios, e instruirse en los documentos divinos, de suerte que la paz redunde en sus corazones para que se hagan vasos limpísimos, en los cuales Tú, Señor, te deleites habitar, y habitando los santifiques, como quienes han dejado el mundo con sus pompas para seguirte a Ti, dador de todos los bienes, y sea esta casa la casa de Dios y puerta del Cielo, donde encuentre refugio el pecador en cualquier hora que se convirtiere a Tí de todo corazón, para que desates todos los nudos de sus pecados.» Para atender a las cosas materiales, estaban los colonos que cultivaban las posesiones de la abadía, los pastores encargados de guardar sus rebaños de ovejas, de vacas, de ánades y puercos, y las familias de los cautivos moros, destinadas a servir perpetuamente a los monjes en calidad de panaderos, cocineros, olleros, carpinteros de fraga, lanceros, herreros y alarifes para hacer los baños en que los monjes lavaban su cuerpo. Lejos de manumitir a los musulmanes que su padre había cautivado al otro lado del Miño y del Duero, Rosendo quiso formar con ellos una segunda comunidad destinada al servicio de la comunidad monástica, sin que su conversión pudiese eximirlos de este destino. Hubo algunos que se hicieron cristianos, como cierto Salvador Rudesindiz, que quiso tomar los nombres de sus dos señores, el del Cielo y el de la tierra. Conocemos, además, un caso de ingenuación que hizo San Rosendo a favor de una mora llamada Muzalha, a la cual dota «y da el privilegio de los ciudadanos romanos, poniendo sobre su cabeza el brillo de la ingenuidad». A cambio de este favor, la liberta debe todos los años dar una limosna a los pobres y encender una luz en la iglesia por su libertador.

Un día Rosendo, aterrado por el peso de la dignidad episcopal, cayó a los pies del abad Frankila, pidiéndole el hábito, y se quedó definitivamente en Celanova. Trabajaba y hacía la cocina y servía a la mesa como el último de los monjes. Era tan santo, que los ángeles bajaban a cantar con él, y resucitaba a los muertos y anunciaba las cosas futuras. Su emblema era una cruz semejante a la de los ángeles de Oviedo, de cuyos brazos colgaba un compás y un espejo. Cuando los monjes le preguntaban qué significaba aquello, solía responder: «Hijitos, ¿no sabéis que la cruz es compás de nuestra vida y espejo de nuestras almas?»

Otro día recibió esta carta: «Ordoño, rey, al Padre y señor Rosendo: Salud en el Señor. Por el mandato serenísimo de este nuestro decreto te encargamos el gobierno de la provincia que mandó tu padre, y terrenos adyacentes hasta el mar, de suerte que todos allí concurran a obedecerte en las cosas de nuestro servicio, y cuanto dispongas lo cumplan sin excusa ninguna. Dado el 19 de mayo del año 955.»

Los santos no son ambiciosos ni egoístas, pero les sucede una cosa curiosa: que lo que es para los demás un objeto de ambición, para ellos es un gran sacrificio. Rosendo lo hizo porque se lo pedía la patria. Se necesitaba un brazo firme para apaciguar revueltas, atajar invasiones y deshacer injusticias. En poco tiempo, el monje gobernador humilló a los revoltosos, escarmentó a los musulmanes, desbarató a los normandos, que habían intentado un desembarco, y cuando vio en orden la provincia, se volvió a la soledad del cenobio. Poco después le sacaban de ella nuevamente para gobernar la diócesis de Santiago, cuyo obispo Sisenando estaba preso en castigo de sus desmanes. Pero Sisenando se fugó de la cárcel, entró violentamente en Compostela, y con el puñal en la mano intimó a Rosendo que se retirase. No necesitaba tanto.

Durante tres años vieron todavía los monjes de Celanova la figura menudita y sonriente del bondadoso fundador. Su presencia en el coro les llenaba de fervor, y por toda la casa derramaba una atmósfera de paz y dulzura. Pero al empezar el año 977 ya no pudo asistir, como solía, a la salmodia de los hermanos. Viendo que se acercaba la muerte, firmó su testamento, confesión de fe y efusión de amor, que nos revela la suave fisonomía de su alma piadosa y llena de fe. «¡Oh Salvador y Redentor de los hombres—dice—, por quien se alegra el mundo redimido con el precio de tu sangre, a quien alaban todas las cosas con el Padre y el Espíritu Santo! ¡Oh Señor, que penetras cuanto existe, circundándolo y rodeándolo, lo sostienes, y de esta manera posees todas las cosas divinamente, y divinamente las vivificas; Trinidad santa e inescrutable que reinas en todas partes y por siglos que no se han de acabar, que prometes dar la gracia a los hombres de todos los tiempos; que resistes con dureza a los soberbios; que cada día y en cada momento mandas a las hechuras humanas venir a la luz y volver al polvo; que, como padre amoroso, prestas oído favorable a todos los que te ruegan, y como dador piadoso, concedes magnánima y maravillosamente, de todo corazón, cosas mayores que las que te piden! Ruégote que recibas la oración de tu indigno esclavo Rosendo. Pon en mi pecho deseos que vayan a Ti, en mi boca palabras que llenes Tú de vida, y en mis manos obras que, aprobadas por Ti, pueden alcanzarme la justificación. Concede el perdón a mis pecados, sé indulgente con mis iniquidades, y, destruyendo cuanto encadena mi alma a la vida presente, dame valor para seguir tus pisadas con ánimo generoso y asiduo vencimiento.»

Sigue el enfermo exhalando sus místicos anhelos, hilvanando sus bellos conceptos teológicos y repasando brevemente las acciones de su vida. Recuerda su fundación monástica, y la organización de una comunidad numerosa, «para que sirva piadosa, casta y religiosamente al Redentor de los hombres, viviendo según la Regla de los Padres antiguos y los caminos evangélicos»; y añade: «Después, habiendo observado la disciplina monástica por espacio de muchos años, juntamente con otros siervos de Cristo, viendo que los días de mi vida corren inexorablemente, que se debilitan las fuerzas de mi cuerpo, y que mi último momento se acerca ya, empecé a considerar en el interior de mi corazón las cosas en que anduve desde mi primera edad, y encontrando materia para humillarme más que para ensoberbecerme, me hice pesado a mí mismo en gran manera. El terror se apoderó de mí, y el oleaje de mis iniquidades me llenaba de espanto.»

Al ver a su Padre y fundador en tal angustia, los hermanos todos se acercaron a él llorando, y después de consolarle le dijeron: «Mira, Padre y señor nuestro, qué vas a hacer de tantas escuadras de monjes como reuniste, alimentaste y educaste; en cuyas manos los vas a dejar; quién va a ser su padre; quién el defensor de esta iglesia. Bien sabes, señor, que todo lo trastornan los años y todo los destruyen los hombres.»

«Movido por estas palabras y sollozos—continúa diciendo el santo—, instruido por la doctrina evangélica, y conociendo los decretos de los cánones, les respondí, llorando yo también: «Confiad, ¡oh hijos y señores míos! ; poned en el Señor vuestra esperanza, porque no os dejará huérfanos Por mi parte, os encomiendo a mi Creador y Señor, Jesucristo, para quien os he adquirido, y por cuyo amor he construido este lugar. Os dejo también encomendados al rey, cualquiera que fuere ungido en la ciudad de León, más para protegeros que para dominaros.»

Termina San Rosendo su testamento con estas profundas palabras: «Bajo la providencia de Dios.» Y la providencia de Dios conservó su obra. Cerca de mil años continuaron sus monjes viviendo piadosa, casta y religiosamente en su casa. Aún están en pie los suntuosos edificios: torres, claustros, basílicas y habitaciones monacales, veinte veces renovados y transformados. A su sombra sobrevive la capilla de San Miguel, miniatura de iglesia, brinco graciosísimo, como decía Yepes, joya del arte mozárabe y recuerdo milenario del glorioso fundador. Fue, efectivamente, San Rosendo el que la levantó en memoria de su hermano Froila, como lo dice el epigrama de la puerta: «Tú, ¡ oh Cristo!, que eres el verdadero autor de esta obra, borra los pecados de todos los que aquí entren a orar. Este edificio recomienda la memoria de Froila, tu indigno siervo. Mi abuelo es, ¡oh bien amado que esto leyeres!, y por ello te conjuro al Señor, que te acuerdes de mí, pecador, en la oración sagrada.»

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