domingo, 20 de marzo de 2016

Homilía


Durante 40 días hemos ido siguiendo a Jesús en su camino hacia la Pascua, meditando sobre sus tentaciones en el desierto; le hemos acompañado al monte santo en su transfiguración; hemos sentido su cercanía, misericordia y compasión a través de la parábola del Hijo pródigo o en su encuentro con la Mujer Adúltera.

Los discípulos no comprenden algunos anuncios del Señor en su lenta subida a Jerusalén, pero su testimonio se convertirá en modelo para su definitiva conversión.

Después de la resurrección, éste será también el itinerario a seguir por todo buen discípulo.

El gesto de Jesús entrando triunfalmente en Jerusalén se enmarca en el más puro estilo de la tradición profética de Israel, evocando el capítulo 9 de la profería de Zacarías.

Entra como rey humilde, subido en una borriquilla (un rey hubiera entrado a caballo, precedido de su ejército), inaugurando una era de paz y teniendo como cortejo a los niños y a la gente más sencilla del pueblo.

Todos aclaman al Mesías que viene en nombre de Dios.

La liturgia nos coloca en la calle levantando ramos de olivos, con vestido de fiesta, mezclados entre la algazara popular, con la totalidad de muchas familias que no quieren perderse esta manifestación pacífica y de sana alegría.

Es la primera cara de una misma moneda.

La otra cara: la del compromiso y el dolor, nos la ofrece este tercer cántico del Siervo de Yahvé (Is. 50, 4-7) que nos describe la imagen del hombre auténtico, íntegro en su comportamiento.

Al igual que el profeta, comunica la palabra, porque primero la ha escuchado; no ha cerrado los sentidos para eludir compromisos engorrosos.

Por eso abre su corazón al mensaje, se ofrece enteramente a la misión que el Señor le ha encomendado y asume los riesgos que le puedan suceder -y de hecho le suceden- en forma de maltratos, desprecios y humillaciones.

No desvía su mirada, consciente de contar con el apoyo de Dios que nunca le va a fallar.

En todas estas lecturas del Siervo de Yahvé -cumbre de las profecías del Antiguo Testamento- podemos contemplar, desde el ámbito de nuestra fe, imágenes de la Pasión Muerte y Resurrección de Jesús.

San Pablo nos desvela en esta lectura el proyecto de Dios realizado en Cristo.

Un proyecto que está muy lejos de las expectativas mesiánicas mantenidas por el pueblo judío que esperaba un Mesías guerrero, libertador de la opresión romana y árbitro de justicia, progreso y paz.

Cristo, sin perder su condición divina, se presenta como un esclavo para compartir el dolor y la muerte, y una muerte de cruz.

La cruz era una ignominia para los griegos y un escándalo para los judíos.

Pero, Dios “escribe recto con líneas torcidas”, como dice el refrán y transforma en Jesús lo despreciable (la cruz) en signo de victoria sobre el pecado y la muerte.

Bueno es que durante esta Semana Santa meditemos sobre el contenido de este mensaje para amortiguar nuestro orgullo y hacernos permeables y sensibles ante las diversas esclavitudes que rodean nuestro entorno familiar y ciudadano.

San Lucas, que es un estratega literario, escribe el evangelio según un plan establecido y cronológicamente ordenado.

Así entendido, el relato de la Pasión no está “desgarrado” del conjunto; es el colofón del plan de Dios, en el que la misericordia y el perdón tienen un relevante papel.

La Pasión está prevista en la profecía de Simeón a María: “Será una bandera discutida, mientras que a ti una espada te traspasará el corazón” (Lucas 2, 32).

También podemos leer, después de las tentaciones de Jesús en el desierto, esta frase: “El diablo, acabadas sus pruebas, se marchó hasta su momento” (Lucas 4, 13).

Ese momento llegó con el arresto de Jesús: “ésta es vuestra hora, cuando mandan las tinieblas” (Lucas 22, 53).

La suprema dignidad de Jesús, siempre en comunión íntima con su Padre del cielo, conmueve por la bondad de sus actos en circunstancias especialmente duras y difíciles, humanamente hablando.

La Pasión, dentro de los crueles sufrimientos experimentados por Jesús, se suaviza de alguna manera en el contexto de su amor a los discípulos que le han traicionado, a quienes mostrará su confianza, como ocurrió con la mujer pecadora, la mujer adúltera, Zaqueo, Mateo el publicano y el mismo Pedro.

Las parábolas del Hijo Pródigo o el Buen Samaritano dan fe del sometimiento de Jesús a la voluntad misericordiosa del Padre hasta el final, hasta abandonarse en sus manos (Lucas 23, 4. 46).

Todos los personajes protagonistas en la Pasión del Señor forman parte de nuestra vida.

Está por ver con quién o con quiénes nos identificamos.

No vale “echar balones fuera” y descargar el horrendo crimen de la muerte de Jesús a los judíos.

Desgraciadamente somos muy dados en nuestra sociedad a buscar culpables que justifiquen nuestros actos y nos permitan llevar una vida cómoda, anodina, sin sobresaltos ni compromisos.

Tarde o temprano tendremos que tomar partido.

¿Estamos de parte de los vencedores y nos apuntamos al triunfo fácil, unidos a las masas que aclaman a Jesús en su entrada a Jerusalén, para traicionarle después, o nos colocamos en la larga fila de los verdugos?

¿Nos lavamos las manos como Pilatos?

¿Nos unimos al oportunismo político de Herodes?

¿Prescindimos de la ley y el juicio justo como los escribas y fariseos?

¿Lo traicionamos como los Apóstoles?

O, por el contrario: ¿mantenemos la actitud de Simón Cirineo, de las buenas mujeres de Jerusalén que se compadecen de Él, de las otras santas mujeres que le acompañan al pie de la cruz junto a San Juan y la Virgen María?

Desvelemos los misterios de nuestra existencia y pongamos, por una vez, nuestra alma pecadora frente a Dios, frente a nuestro Supremo Hacedor, a quien un día habremos de rendir cuentas.

Las negaciones de Pedro: “no conozco a ese hombre” (Lucas 22, 57), merecen un punto y aparte.

Me recuerdan el pecado de David, descrito en el II Libro de Samuel, cap.12.

El profeta Natán presenta al rey David un caso ocurrido en Israel, centrado en un rico que roba a un pobre la única oveja que tenía para darse un banquete con sus amigos.

David se enfurece y considera al rico como reo de muerte.

“Tú eres ese hombre” (II Re 12,7), le dice Natán, porque mandaste matar al capitán Urías para casarte con lo más valioso que él tenía, su esposa Betsabé.

David se arrepintió, hizo penitencia, lloró su pecado. También Pedro lloró amargamente haber traicionado al Maestro bueno.

Ambos fueron perdonados por Dios; el primero para convertirse en el más importante rey de Israel, de cuya familia nacería el Mesías; el segundo para ser constituido como cabeza de la Iglesia.

También yo puedo ser “ese hombre” si antepongo, como Pilatos, los propios intereses a la verdad; soy “ese hombre” si traiciono al hermano, como Judas, por ambición y codicia; soy “ese hombre” cuando, como los soldados, hago leña del árbol caído y hiero con mis palabras a la persona destrozada por la vida; soy “ese hombre” cuando, como Pedro, alardeo de mis fidelidades o fanfarroneo sobre mis cualidades, para traicionar después a Jesús.

De otra manera, puedo ser “ese hombre” cuando soy capaz de superar mis miedos e indiferencias para llorar amargamente, como Pedro, mis traiciones y cobardías; para situarme del lado del débil y oprimido, como el Cireneo, o mirando desde los ojos de la fe, como el centurión romano, para reconocer a Jesús como el Hijo de Dios.

La Pasión continúa hoy reproduciéndose, porque Jesús asume como hecho a él mismo cuanto hagamos con nuestros hermanos.

Por eso, al reflexionar ahora sobre Jesucristo, verdadero hombre, en sus indescriptibles sufrimientos físicos y morales, profundizamos al igual que San Pablo, en Jesús, verdadero Dios, ante el  cual “toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, el abismo, y proclamar con la boca que Jesús es el Señor para gloria de Dios Padre”(Filipenses 2, 10-11).


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