martes, 16 de febrero de 2016

Santa Juliana de Nicomedia

En un valle cántabro se levanta la ciudad a quien ella dio nombre y nacimiento: torreones en ruinas, paisajes de avellanos bravíos, de madreselvas y cañaverales; calles tortuosas y divergentes, atravesadas por sombríos callejones de honda tristeza milenaria; palacios de zaguanes señoriles, que dan razón de viejas alcurnias; casas de hidalgos abrumados por el peso de los blasones; fachadas vetustas, adornadas de leones y castillos, de franjas y róeles, de cruces y cabezas, cifra y compendio de los claros linajes de Castilla. En el centro, la colegiata, el viejo monasterio donde los montañeses del siglo IX rendían ya culto a Santa Illana; en el atrio espacioso, la labor primorosa de la gran portada, el tímpano con sus imágenes hieráticas, roídas por los soles y las lluvias seculares, la bella galería superior de arcadas elegantes; toda aquella fábrica peregrina, de aspecto monacal, joyel del arte y testigo de la fe. Luego, el santuario, que parece al mismo tiempo fortaleza y panteón: arquitectura suntuosa de una edad de hierro, luz tamizada, riqueza de formas, decoración grave y robusta, naves majestuosas, capiteles historiados que artífices ingenuos llenaron de escenas religiosas, de recuerdos profanos y de imitaciones de la Naturaleza. Más allá, el claustro, la joya de Santillana, abrigo de la poesía, del arte y de la meditación, aquel claustro donde los escultores grabaron con una expresión de eterno vivir la historia y la vida, el Evangelio y la moral, el mundo del alma y el mundo de los ojos: ángeles y demonios, frailes y guerreros, flores y ramajes, pájaros y corceles.

Todo esto fue levantado a la gloria de una mujer, la que en el centro de la basílica descansa sobre un sepulcro de piedra. Allí se ve su cuerpo esbelto, grácil, soñador, de una belleza mística que parece iluminada por la gracia del trasmundo. Es Santa Illana, Santa Juliana, la heroína a la cual invocaban los guerreros que crearon a Castilla. Ella no fue montañesa ni castellana, pero esa tierra fue su tierra de adopción. Rodando de provincia en provincia y de playa en playa, llegaron sus huesos hasta las montañas santanderinas, y con los huesos, una bella leyenda. Linaje senatorial, ojos oscurecidos por una profunda inquietud, corazón indomable, alma apasionada, belleza de oro y de fuego, Juliana era la doncella más ilustre de Nicomedia, cuando en Nicomedia estaba la corte del emperador Diocleciano. Su amor a la verdad la lleva al conocimiento del cristianismo, y en la sinceridad de su ánimo encuentra fuerzas para conservar su fe, en las riquezas, en los honores, en los tormentos, y en la muerte. La defiende contra el amor de sus padres, contra la pasión del prefecto de la ciudad, contra las amenazas y las lisonjas y contra la astucia del enemigo infernal.

A los ojos de la Edad Media, la que le dedicó un bello sepulcro, una gran basílica, un magnífico claustro y una ciudad famosa, ella es, ante todo, la vencedora de Sofer, el demonio negro. Todos sabían el ingenuo relato y lo recordaban al ver el monstruo bajo las plantas de la virgen. La escena es en la cárcel. De repente, una luz, y entre la luz, un ángel de alas diáfanas; luego este torpe ruego: «Juliana, querida mía, no destruyas con tu terquedad la belleza de ese cuerpo divino. Una palabra sola puede salvarte.» Y tú, ¿quién eres?», pregunta la mártir. «Soy el ángel del Señor», dice el recién venido.

Hay que reconocer que Sofer no se portó como hábil diplomático. La maraña era tan burda, que unas palabras y un gesto de la joven bastaron par desenmascarar al pérfido consejero. El ángel se había convertido en una bestia disforme. Juliana le echó al cuello una de sus cadenas y le obligó a confesar sus crímenes: «Yo soy el que hizo prevaricar a Eva en el paraíso, el que puso el arma homicida en la mano de Caín, el que destruyó las riquezas de Job, el que indujo a la idolatría al pueblo de Israel, el que hizo aserrar al profeta Isaías, el que metió a Judas en la cabeza que entregase al Hijo de Dios, el que guió la lanza del soldado que atravesó el costado de Jesús.» «Más, más—decía Juliana, implacable—; confiésame todas tus fechorías.» Y Sofer continuaba: «Yo cegué los ojos de muchos hombres, a otros los arrojé al fuego, a otros los ahorqué, o los sumergí en el mar, o les hice vomitar su sangre, o los maté con el puñal. Pero déjame, no me atormentes. ¡Ojalá no te hubiera conocido nunca! Nadie me ha tratado como tú. Ningún apóstol, ningún mártir me humilló de esta manera. ¡Oh Juliana, señora mía, ten compasión de mi desgracia; te lo suplico por la Pasión de Jesucristo, tu Señor y tu Esposo!»

Insensible a estas súplicas. Juliana seguía atormentando a su enemigo. Cuando, algunos días después, la mártir atravesó el foro en dirección al lugar del suplicio, la fea bestezuela iba a su lado gruñendo y lamentándose: «¡Oh mujer sin entrañas!—decía—; no parece que conoces el precepto de la caridad de que habla el Evangelio. ¿No ves que estoy haciendo el ridículo delante de la gente? ¿Cómo podré en adelante acercarme a los hombres?» Cansada, al fin, de aquellos ruegos chillones y de aquella cobarde actitud, Juliana cogió a su cautivo y con un gesto de desdén lo arrojó a un estercolero.

Tal es la heroína a quien amaron y admiraron los hombres de la Reconquista: ideal de belleza, símbolo de magnanimidad, ejemplo de constancia y heroísmo, virgen y amazona, amable y altiva, dulce y desdeñosa. Los condes de Castilla iban a presentarle sus ofrendas de tierras y privilegios, los guerreros se postraban ante su tumba antes de las batallas, los caballeros y los obispos escogían su santuario para dormir el último sueño, los monjes la arrullaban con el murmullo de sus salmodias, los pueblos la envolvían en el incienso de su oración, y los artistas la obsequiaban con su genio, levantando en su honor uno de los mejores monumentos de nuestra Edad Media.

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