domingo, 21 de febrero de 2016

San Pedro Damiani

Damián significa: el que doma su cuerpo. Domador de sí mismo. San Pedro Damián es una de esas figuras severas que, como San Juan Bautista, surgen en las épocas de relajamiento para apartar a los hombres del error y traerles de nuevo al estrecho sendero de la virtud. Pedro Damián nació en Ravena, el último hijo de una numerosa familia, Habiendo perdido a sus padres cuando era muy niño, quedó al cuidado de un hermano suyo, quien le trató como si fuera un esclavo, así le envió a cuidar los puercos en cuanto pudo andar. Otro de sus hermanos, que era arcipreste de Ravena, se compadeció de él y decidió encargarse de su educación. Viéndose tratado como un hijo, Pedro tomó de su hermano el nombre de Damián. Este le mandó a la escuela, primero a Faenza y después a Parma. Pedro fue un buen discípulo y, más tarde, un magnífico maestro. Desde joven se había acostumbrado a la oración, la vigilia y el ayuno. Llevaba debajo de la ropa una camisa de pelo para defenderse de los atractivos del placer y de los ataques del demonio. Hacía grandes limosnas, invitaba frecuentemente a los pobres a su mesa y les servía con sus propias manos.

Pedro decidió abandonar enteramente el mundo y abrazar la vida monacal en otra región. Un día en que se hallaba reflexionando sobre su proyecto, se presentaron en su casa dos benedictinos de la reforma de San Romualdo, que pertenecían al convento de Fonte Avellana. Pedro les hizo muchas preguntas sobre sus reglas y modo de vida. Sus respuestas le dejaron satisfecho, e ingresó en esa comunidad de ermitaños, que gozaba entonces de gran reputación. Los ermitaños habitaban en celdas separadas, consagraban la mayor parte del tiempo a la oración y lectura espiritual, y vivían con gran austeridad. 

Pedro quiso morir al pecado cueste lo que cueste. Para lograr dominar sus pasiones sensuales, se colocó debajo de su camisa correas con espinas (cilicio), se daba azotes y se dedicó a ayunar a pan y agua. Pero sucedió que su cuerpo, que no estaba acostumbrado a tan duras penitencias, empezó a debilitarse y le llegó el insomnio, y pasaba las noches sin dormir, y le afectó una debilidad general que no le dejaba hacer nada. Entonces comprendió que las penitencias no deben ser tan excesivas. Mas bien, la mejor penitencia es tener paciencia con las penas que Dios permite que nos lleguen. Una muy buena penitencia es dedicarse a cumplir exactamente los deberes de cada día y a estudiar y trabajar con todo empeño.

Esta experiencia personal le fue de gran utilidad para dirigir espiritualmente a otros y enseñarles que, en vez de hacer enfermar al cuerpo con penitencias exageradas, hay que hacerlo trabajar fuertemente en favor del reino de Dios y de la salvación de las almas.

Aleccionado por esa experiencia, se dedicó con mayor ahínco a los estudios sagrados, llegando a ser tan versado en la Sagrada Escritura, como antes lo había sido en las ciencias profanas. Los ermitaños le eligieron unánimemente para suceder al abad cuando este muriese; como Pedro se resistiera a aceptar, el propio abad se lo impuso por obediencia. Así pues, a la muerte del abad, hacia el año 1043, Pedro tomó la dirección de la comunidad, a la que gobernó con gran prudencia y piedad. Igualmente fundó otras cinco comunidades de ermitaños, al frente de las cuales puso a otros tantos priores bajo su propia dirección. Su principal cuidado era fomentar entre los monjes el espíritu de retiro, caridad y humildad. Muchos de los ermitaños llegaron a ser lumbreras de la Iglesia; entre otros, San Domingo Loricato y San Juan de Lodi, quien sucedió a San Pedro en la dirección del convento de la Santa Cruz, escribió su biografía y fue más tarde obispo de Gubio.

Varios Papas emplearon a San Pedro Damián en el servicio de la Iglesia. Esteban IX le nombró, en 1057, cardenal y obispo de Ostia, a pesar de la repugnancia del santo. Pedro rogó muchas veces al Papa Nicolás II que le permitiese renunciar al gobierno de la diócesis y volver a su vida de ermitaño, pero el Sumo Pontífice se negó a ello. Alejandro II, que amaba mucho al santo, accedió finalmente a sus súplicas, pero se reservó el poder de emplearle en el servicio de la Iglesia, en caso de necesidad. San Pedro Damián se consideró desde ese momento libre, no sólo del gobierno de su diócesis, sino también de la supervisión de las diversas comunidades, y volvió al convento como simple monje.

A los Pontífices y a muchos personajes les dirigió frecuentemente cartas pidiéndoles la erradicación de la simonía. En aquel siglo del año mil era muy frecuente que un hombre nada santo llegara a ser sacerdote y hasta obispo, porque compraba su nombramiento dando mucho dinero a los que lo elegían para ese cargo. Así se consagraban hombres indignos que hacían mucho daño. Afortunadamente, al año de la muerte de San Pedro Damián, su gran amigo, el monje Hildebrando fue nombrado Papa Gregorio VII y hizo una gran reforma.

Escribió el "libro Gomorriano", en contra de las costumbres impuras de su tiempo. (Gomorriano, en referencia a Gomorra, una de las ciudades que Dios destruyó por su impureza). Su estilo es vehemente. Todas sus obras llevan la huella de su espíritu estricto, particularmente cuando se trata de los deberes de los clérigos y monjes. El santo escribió un tratado al obispo de Besancon, en el que atacaba la costumbre que tenían los canónigos de esa diócesis de cantar sentados el oficio divino. San Pedro Damián recomendaba el uso de la disciplina más que los ayunos prolongados. Escribió cosas muy severas sobre las obligaciones de los monjes y protestó contra la costumbre de ciertas peregrinaciones, pues consideraba que el retiro era la condición esencial del estado monacal. 

Decía: "Es imposible restaurar la disciplina una vez que ésta decae; si nosotros, por negligencia, dejamos caer en desuso las reglas, las generaciones futuras no podrán volver a la primitiva observancia. Guardémonos de incurrir en semejante culpa y transmitamos fielmente a nuestros sucesores el legado de nuestros predecesores". 

Predicó a favor del celibato eclesiástico. Pedía que el clero diocesano viviese en comunidad. Su carácter vehemente se manifestaba en todos sus actos y palabras. Se ha dicho de él que "su genio consistía en exhortar y mover al heroísmo, en predicar acciones extraordinarias y recordar ejemplos conmovedores . . . ; en sus escritos arde el fuego de una extraordinaria fuerza moral".

A pesar de su severidad, San Pedro Damián sabía tratar a los pecadores con bondad e indulgencia, cuando la caridad y la prudencia lo pedían. Enrique IV de Alemania se había casado con Berta, la hija de Otón, marqués de las Marcas de Italia; pero dos años más tarde, había pedido el divorcio, alegando que el matrimonio no había sido consumado. Con promesas y amenazas logró ganar para su causa al arzobispo de Mainz, quien convocó un concilio para anular el matrimonio; pero el Papa Alejandro II le prohibió cometer semejante injusticia y envió a San Pedro Damián a presidir el sínodo. El anciano legado se reunió en Frankfurt con el rey y los obispos, les leyó las órdenes e instrucciones de la Santa Sede y exhortó al rey a guardar la ley de Dios, los cánones de la Iglesia y su propia reputación y también, a reflexionar sobre el escándalo y el mal ejemplo que daría, si no se sometiera. Los nobles se unieron al santo para rogar al joven monarca que no manchase su honor. Ante tal oposición, Enrique renunció a su proyecto de divorcio, aunque interiormente no cambiase de actitud. 

Pedro retornó, en cuanto pudo, a su retiro en Fonte Avellana para vivir en profunda austeridad hasta el fin de su vida. En los ratos en que no se hallaba absorto en la oración o el trabajo, acostumbraba hacer cucharas de madera y otros utensilios para no estar ocioso. 

El Papa Alejandro II envió a San Pedro Damián a arreglar el asunto del arzobispo de Ravena, que había sido excomulgado por las atrocidades que había cometido. Cuando San Pedro llegó, el arzobispo ya había muerto; pero el santo pudo convertir a sus cómplices, a los que impuso justa penitencia. Este fue el último servicio público que el santo prestó a la Iglesia. A su vuelta a Roma, se vio atacado por una aguda fiebre en un monasterio de las afueras de Faenza, donde murió al octavo día, el 22 de febrero de 1072, mientras los monjes recitaban los maitines alrededor de su lecho.

Dante Alighieri, en el canto XXI del Paraíso, coloca a san Pedro Damián en el cielo de Saturno, destinado en su Comedia a los espíritus contemplativos. El poeta pone en los labios del Santo una breve y eficaz narración autobiográfica: la predilección por los alimentos frugales y la vida contemplativa, y el abandono de la tranquila vida de convento por el cargo episcopal y cardenalicio.

Fue declarado doctor de la Iglesia en 1828

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