domingo, 28 de febrero de 2016

Homilía


El evangelio de hoy afronta un tema muy común en las conversaciones de la gente, tanto en tiempo de Jesús como ahora:

¿Quién tiene la culpa de las tragedias humanas?

Hay dos sucesos que conmueven a los habitantes de Jerusalén: la muerte de unos galileos sacrificados por el rey Herodes y de 18 trabajadores aplastados en la caída de la torre de Siloé.

Jesús recibe la noticia y aprovecha para desacreditar la tradición que vincula las desgracias con el pecado.

De paso, da a entender que los muertos no eran culpables de su desgracia. Él mismo será condenado, siendo inocente, por pecador y blasfemo.

Como entonces, también ahora las aguas andan turbias.

Continúan los asesinatos, el terrorismo, las guerras, los refugiados, las divisiones, la corrupción, el paro, las muertes de inocentes… y una lista inacabable de calamidades.

Lo más fácil es señalar culpables; si son políticos, curas o banqueros, mejor.

Es muy frecuente escuchar frases como éstas:

¿Por qué no organizan un ejército y acaban con todos esos asesinos de la libertad y de personas inocentes?

¿Por qué no llevan a la cárcel a todos los corruptos y que devuelvan todo lo que han robado?

¿Por qué los ricos no reparten sus sueldos con nosotros, que somos pobres?

¿Por qué se quedan cruzados de brazos mientras el país va a la deriva?

El caso es buscar culpables. Incluso involucramos a Dios en los males ajenos.

Nos convertimos en espectadores de la vida pública, como si lo que sucediere nos fuese ajeno. Pero, además, nos arrogamos la facultar de juzgar y condenar.

El caso es descargar nuestras frustraciones en lugar de arrimar el hombro y colaborar, porque cuando las cosas van mal todos sufrimos las consecuencias.

Los que nos sirven forman parte del pueblo, con sus cualidades y defectos.

No podemos generalizar, porque dentro de nuestras familias también hay ovejas negras, y nosotros mismos tenemos, a veces, comportamientos rechazables.

¿Aplicamos a los demás la misma vara con la que nos medimos nosotros?

Las palabras de Jesús:

“Y, si no os convertís, todos pereceréis igualmente”

(Lucas 13, 5), descargan la responsabilidad en cada uno, en el uso de su libertad.

Todos debemos cambiar de conducta, y tenemos la llave para manejar el coche de nuestra vida sin culpar a Dios de los pinchazos, las multas, los accidentes.

Recordamos los consejos de Deuteronomio 30, 19:

“Al cielo y a la tierra pongo hoy como testigos contra vosotros de que he puesto ante ti la vida y la muerte, la bendición y la maldición. Escoge, pues, la vida para que vivas, tú y tu descendencia”.

Podemos orientarnos a Dios o dejar que nuestro rumbo lo marquen otros.

Podemos inhibirnos frente a los sufrimientos del prójimo o aliviarlos con nuestra actitud de servicio.

Las quejas y lamentos, con los que pretendemos descalificar al prójimo para justificar nuestra inanición, nos adentran en caminos que no llevan a ninguna parte.

Es más correcto analizar la propia vida y dejarse guiar por Dios, el único que tiene derecho a juzgar, como primer paso para la conversión.

Dios siembra como si fuésemos una higuera sobre nuestra fecundidad o esterilidad.

Él nos cambia si nos dejamos cambiar. Sólo tenemos que decir “sí” a sus insinuaciones.

Aguarda pacientemente nuestra respuesta.

Año tras año recibimos sus cuidados, nos limpia de los chupones que salen en nuestras raíces, nos poda los tallos estériles, nos enriquece con el abono de su gracia, nos riega con el rocío de su presencia durante las noches oscuras, nos protege de las heladas del duro invierno, nos sulfata los parásitos que crecen al abrigo de nuestras hojas y nos expone al sol para que se fortalezcan nuestras ramas.

¿Qué más puede hacer?

Si contamos con todos los elementos favorables para dar fruto, ¿Por qué terminamos siendo estériles?

San Pablo -segunda lectura- nos lo aclara, al evocar al pueblo de Dios en el desierto, donde todos estuvieron bajo la misma nube, atravesaron el mismo mar, comieron del mismo maná y bebieron agua de la misma roca.

Y, sin embargo, la mayoría no agradó a Dios (I Corintios 10, 3-6).

También nos recuerda que este hecho nos debe servir de lección y de escarmiento para no dejar a Dios de lado cayendo en la idolatría.

No agotemos la paciencia de Dios y despertemos a la vida nueva que la Cuaresma nos ofrece en este Año de la Misericordia para convertirnos.


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