Lecturas


En aquellos días, Naamán, jefe del ejército del rey de Siria, era un hombre notable y muy estimado por su señor, pues por su medio el Señor había concedido la victoria a Siria.
Pero, siendo un gran militar, era leproso.
Una banda de arameos habían hecho una incursión trayendo de la tierra de Israel a una muchacha, que pasó al servicio de la mujer de Naamán. Dijo ella a su señora:
- «Ah, si mi señor pudiera presentase ante el profeta que hay en Samaria. Él lo curaría de su lepra».
Fue (Naamán) y se lo comunicó a su señor diciendo:
- «Esto y esto ha dicho la muchacha de la tierra de Israel».
Y el rey de Siria contestó:
- «Vete, que yo enviaré una carta al rey de Israel.»
Entonces tomó en su mano diez talentos de plata, seis mil siclos de oro, diez vestidos nuevos y un carta al rey de Israel que decía:
- «Al llegarte esta carta, sabrás que te envío a mi siervo Naamán para que lo cures de su lepra».
Cuando el rey de Israel leyó la carta, rasgó las vestiduras, diciendo:
-«¿Soy yo un dios para repartir vida y muerte? Pues me encarga nada menos que curar a un hombre de su lepra. Daos cuenta y veréis cómo está buscando querella contra mí».
Eliseo, el hombre de Dios, oyó que el rey de Israel había rasgado sus vestiduras y mandó a que le dijeran:
- «¿Por qué has rasgado tus vestiduras? Que venga a mí y sabrá que hay un profeta en Israel.»
Llego Naamán con sus carros y caballos y se detuvo a la entrada de la casa de Eliseo. Envió este un mensajero a decirle:
- «Ve a lávate siete veces en el Jordán. Tu carne renacerá y quedarás limpio».
Naamán se puso furioso y se marchó diciendo:
- «Yo me había dicho: “Saldrá seguramente a mi encuentro, se detendrá, invocará el nombre de su Dios, frotará con su mano mi parte enferma y sanaré de la lepra”. El Abana y el Farfar, los ríos de Damasco, ¿no son mejores que todas las aguas de Israel? Podría bañarme en ellos y quedar limpio»
Dándose la vuelta, se marcho furioso. Sus servidores se le acercaron para decirle:
- «Padre mío, si el profeta te hubiese mandado una cosa difícil, ¿no lo habrías hecho? ¡Cuánto más si te ha dicho: “Lávate y quedarás limpio!”»
Bajó, pues, y se baño en el Jordán siete veces, conforme a la palabra del hombre de Dios. Y su carne volvió a ser como la de un niño pequeño: quedó limpio.
Naamán y toda su comitiva regresaron al lugar donde se encontraba el hombre de Dios. Al llegar, se detuvo ante él exclamando:
- «Ahora conozco que no hay en toda la tierra otro Dios que el de Israel».

Habiendo llegado Jesús a Nazaret, le dijo al pueblo en la sinagoga:
- «En verdad os digo que ningún profeta es aceptado en su pueblo. Puedo aseguraros que en Israel había muchas viudas en los días de Elías, cuando estuvo cerrado el cielo tres años y seis meses y hubo una gran hambre en todo el país; sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías sino a una viuda de Sarepta, en el territorio de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo, sin embargo, ninguno de ellos fue curado sino Naamán, el sirio».
Al oír esto, todos en la sinagoga se pusieron furiosos y, levantándose, lo echaron fuera del pueblo y lo llevaron hasta un precipicio del monte sobre el que estaba edificado su pueblo, con intención de despeñarlo.
Pero Jesús se abrió paso entre ellos y seguía su camino.

Palabra del Señor.

San Dositeo


Cuenta una antigua biografía suya que en su juventud fue soldado, y que en un recorrido por Tierra Santa hallándose en Getsemaní le impresionó un cuadro que representaba los tormentos del Infierno; así se convirtió a los grandes ideales de perfección religiosa y se hizo monje en Gaza, donde iba a transcurrir toda su vida.

La historia le recuerda como un contemplativo que renuncia a la propia voluntad para ponerse en manos de Dios y que tiene un desprendimiento ejemplar respecto a las cosas de este mundo, sin sentir apego por nada, porque cualquier afición a personas u objetos era para él una atadura que le impedía estar completamente disponible en su espera del Cielo.

Se nos dice también que ni siquiera estaba apegado a las herramientas con las que trabajaba, y eso nos sugiere un grado último de renuncia, porque el afán de posesión suele atrincherarse en la excusa de la necesidad de los útiles imprescindibles: tal vez a un santo le cueste más que despreciar las riquezas, no amar la pobre azada con la que trabaja el huerto.

San Dositeo se nos aparece así en una desnudez heroica de asceta negándose a apoyarse en nada humano, reducido a un manojo de ansias de vivir sólo para Dios y entrar en su eternidad sin el menor lastre de afectos relativos a esta tierra.

Hasta en el calendario ocupa un lugar humildísimo, de comodín, donde termina el mes de febrero, negándose incluso una fecha inamovible en la procesión de los días; porque él es quien rellena las veinticuatro horas supernumerarias de los años bisiestos, como aceptando privarse del retorno anual de la fiesta de todos los demás. Sin tener siquiera un sitio en el tiempo, porque ni eso quiere.

domingo, 28 de febrero de 2016

Reflexión 3º Domingo de CUARESMA


En el concepto cristiano de la vida, el sacrificio es el sendero empinado que lleva a las alturas.

Sólo el perfecto renunciamiento—nos lo dice el místico Doctor San Juan de la Cruz—puede llevarnos a las cumbres del monte Carmelo y constituirnos en la atalaya del amor de Dios y del amor de nuestros hermanos, en Dios.

Renunciamiento, sacrificio, subida, esfuerzo, penitencia: tales son los rasgos con que se nos va presentando este ciclo litúrgico de la Santa Cuaresma.

Escaladores de Dios, hemos acompañado a Cristo hasta el monte de la tentación; hemos subido con Él al Tabor; hemos alimentado el espíritu con la esperanza del triunfo lejano, pero seguro, y hemos aquí ahora nuevamente delante del enemigo. La generosa resistencia de antes se ha convertido en agresión decidida y victoriosa.

«Jesús—dice el Evangelio de este tercer domingo—estaba lanzando un demonio, y el poseso estaba mudo; pero, habiendo salido el maligno espíritu, el mudo empezó a hablar y las turbas se llenaron de admiración.»

Aquí empiezan a aparecer ya los hombres cuyos ojos vamos a ver rojos de cólera durante los días de la Semana Santa: los fariseos.

Ahora están lívidos de envidia.

Desconcertados en el primer momento de las aclamaciones, se rehacen pronto, y con un razonamiento absurdo tratan de desacreditar el milagro:

«Este nazareno es un endemoniado; ¿cómo admirarse de que el príncipe de los demonios le ayude para arrojar a los demonios? Y Cristo responde con aquella sentencia profunda: «Todo reino dividido en sí mismo será desolado.»

Es verdad que el reino de Satán está lleno de confusión y de anarquía, pero hay una cosa que pone de acuerdo a todas las potencias de las tinieblas: es el odio de Dios.

No hay más que recoger el ejemplo de las experiencias actuales. Las palabras de Jesús son la lógica misma; y la frase con que cierra la disputa encierra un desafío lleno de grandeza y autoridad:

«El que no está conmigo, está contra Mí, y el que conmigo no congrega, desparrama.»

Hay un ataque contra los enemigos declarados, y otro contra los que dudan y contemporizan, contra los que se imaginan ser de Cristo, pero de un Cristo que ellos se forjan a su talante; un anatema contra el fariseo hipócrita, y una excomunión contra el saduceo materialista.

El fariseo se irrita al ver el milagro de Jesús; el saduceo levanta los hombros y sonríe escéptico y compasivo.

Sería cristiano, pero cristiano sin dogmas, sin milagros, y, naturalmente, sin demonios.

El diabólico no cree en el diablo, como el loco no cree en la locura.

Como él es un juguete del diablo, se imagina que el diablo es un juguete para él.

Le imagina como el coco con que las madres amenazan a sus hijos pequeñitos para tenerles más sumisos y obedientes.

Pero él es ya demasiado grande para creer en cocos, en espectros ni en fantasmas.

Demasiado grande en un mundo muy pequeño.

Precisamente no está con Cristo, porque no puede atravesar las fronteras de su reino, oscuro y mezquino; no congrega ni atesora, sino que se empobrece y se encoge; no amplía los horizontes de su ser, sino que reduce sus posibilidades, encerrándose en un círculo donde, además de endemoniado, se volvería pronto loco si se parase a considerar la gravedad de su caso.

Contra esta limitación, en el fondo aniquiladora y acongojante, la liturgia cuaresmal, al leernos este pasaje de la vida de Cristo, nos invita a considerar el mundo de nuestro ser en sus verdaderas y grandiosas proporciones: lo visible y lo invisible, lo exterior y lo interior, lo natural, lo preternatural y lo sobrenatural.

Poco a poco, el sentido de la Cuaresma se va precisando y completando.

Atención, reflexión, vigilancia, parece decirnos hoy la Iglesia.

Tal vez la fortaleza está libre de enemigos; pero en las cercanías pueden fraguarse nuevos combates. Espíritu alerta en el portillo, ojo avizor en la atalaya.

Es decir, que estamos en un tiempo de especulación y de contemplación, en el sentido primitivo de estas palabras. Especular es mirar, y de ahí viene espejo.

Debemos tomar nuestro ser en las manos y ponerle delante de nosotros como un espejo.

Esto es reflexionar, replegarse sobre sí mismo, contemplar su propio yo: contemplarle en el reposo, en el cuidado de una observación escrutadora, en aquella «devoción segura» de que nos hablaba ya la colecta del Miércoles de Ceniza al ponernos en la puerta del templo cuaresmal. En la agitación, en el torbellino.

No podríamos fácilmente distinguir los matices, las sinuosidades, los movimientos, las agitaciones de nuestro mundo religioso, los peligros de las fronteras y las rebeldías del interior.

El alma es como un lago de aguas dormidas.

Basta una brizna, una hoja que cae del árbol, para rizar y enturbiar la superficie. Cualquier cosa podría halar el espejo de nuestra especulación.

«Tiempo de paz es éste—decía San León—; tiempo de tranquilidad y de calma.»

Pero el reposo no es somnolencia.

En el centro de su tela, la araña no duerme, no está inactiva; observa, aguarda impaciente, espía cualquier movimiento que pueda poner en conmoción los hilos sutiles en cuyo centro se ha colocado. «Meditaré como la paloma», decía el rey de Jerusalén hablando de un recogimiento amoroso, dolorido y anhelante.

Es el trabajo ansioso y ardiente del alma que investiga los principios de la fe, que se asimila en rumia vital las leyes fundamentales del mundo invisible, que penetra con respeto religioso en este templo de la ciencia de los santos, cuyas principales columnas son el poder de la fe, aun en este mundo material; la realidad de las esperanzas divinas, la eficacia de la oración, la providencia de Dios, la asistencia de los ángeles y la convicción de la recompensa que, infaliblemente, sigue a la virtud.

Pero se necesita, además, esa inmovilidad escrutadora, esa actitud vigilante de la araña, atenta a la primera palpitación de la presa, o a la violencia del insecto enemigo que viene a destruir su artilugio.

Nuestra alma debe destacar a los carabineros de sus potencias en las fronteras de nuestro ser, en aquellas zonas indecisas donde es más fácil el contrabando, donde se insinúan constantemente influencias de otros mundos distintos del nuestro, reinos de luz y regiones de tinieblas, iluminaciones súbitas, generosidades, resoluciones que nosotros no sabemos explicarnos, y sugestiones malignas, cegueras, desalientos, rebeldías, que no siempre brotan en nosotros como vegetación espontánea de nuestra naturaleza.

Y aquí vuelve a reaparecer el demonio. Cristo nos pone en guardia revelándonos su estrategia.

Cuando sale arrojado de un hombre, no tarda en volver acompañado de otros siete espíritus peores que él.

La lucha entonces se hace más terrible, porque también a esas bestias inmundas les gusta una casa lujosa y bien barrida.

Ser tentados por Satanás es indicio de pureza y prueba de ascensión. Para triunfar, dice la liturgia cuaresmal, vigilancia y reflexión.

Se habla de crisis económica, pero más terrible acaso es la crisis moral; y esa crisis moral viene de la crisis del espíritu.

Al olvidarnos del mundo invisible, ya no nos interesa lo que puede llevarnos a él; y, además, hemos llenado de tristeza nuestro mundo empequeñecido.

Es la confesión extraña que acaba de hacer un socialista belga: «Hemos errado dando al socialismo un ideal puramente material. Hemos creado un mundo sin alegría. La victoria es espíritu; y la lucha había que haberla empezado en nosotros, contra cada uno de nosotros.»


Lecturas


En aquellos días, Moisés pastoreaba el rebaño de su suegro Jetró, sacerdote de Madián. Llevó el rebaño trashumando por el desierto hasta llegar a Horeb, la montaña de Dios.
El ángel del Señor se le apareció en una llamarada entre las zarzas. Moisés se fijó: la zarza ardía sin consumirse.
Moisés se dijo:
-«Voy a acercarme a mirar este espectáculo admirable, a ver por qué no se quema la zarza».
Viendo el Señor que Moisés se acercaba a mirar, lo llamó desde la zarza:
- «Moisés, Moisés.»
Respondió él:
- «Aquí estoy.»
Dijo Dios:
- «No te acerques; quítate las sandalias de los pies, pues el sitio que pisas es terreno sagrado».
Y añadió:
- «Yo soy el Dios de tus padres, el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob.»
Moisés se tapó la cara, porque temía ver a Dios.
El Señor le dijo:
- «He visto la opresión de mi pueblo en Egipto y he oído sus quejas contra los opresores, conozco sus sufrimientos. He bajado a librarlo de los egipcios, a sacarlo de esta tierra, para llevarlo a una tierra fértil y espaciosa, tierra que mana leche y miel.»
Moisés replicó a Dios:
- «Mira, yo iré a los hijos de Israel y les diré: “El Dios de vuestros padres me ha enviado a vosotros.”
Si ellos me preguntan: “¿Cuál es su nombre? “, ¿qué les respondo?»
Dios dijo a Moisés:
- «”Yo soy el que soy”; esto dirás a los hijos de Israel: “Yo soy” me envía a vosotros».
Dios añadió:
- «Esto dirás a los hijos de Israel: “El Señor, Dios de vuestros padres, el Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob, me envía a vosotros. Este es mi nombre para siempre: así me llamaréis de generación en generación”».

No quiero que ignoréis, hermanos, que nuestros padres estuvieron todos bajo la nube y todos atravesaron el mar y todos fueron bautizados en Moisés por la nube y por el mar y todos comieron el mismo alimento espiritual; y todos bebieron la misma bebida espiritual, pues bebían de la roca espiritual que los seguía; y la roca era Cristo.
Pero la mayoría de ellos no agradaron a Dios, pues sus cuerpos quedaron tendidos en el desierto.
Estas cosas sucedieron en figura para nosotros, para que no codiciemos el mal como lo codiciaron ellos. Y para que no murmuréis. como murmuraron algunos de ellos, y perecieron a manos del Exterminador.
Todo esto les sucedía alegóricamente y fue escrito para escarmiento nuestro, a quienes nos ha tocado vivir en la última de las edades. Por lo tanto, el que se crea seguro, cuídese de no caer.

En aquel momento se presentaron algunos a contar a Jesús lo de los galileos, cuya sangre había mezclado
Pilato con la de los sacrificios que ofrecían.
Jesús respondió:
- « ¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos porque han padecido todo esto?
Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis lo mismo. O aquellos dieciocho sobre los que cayó la torre de Siloé y los mató, ¿pensáis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera».
Y les dijo esta parábola:
- «Uno tenía una higuera plantada en su viña, y fue a buscar fruto en ella, y no lo encontró.
Dijo entonces al viñador:
“Ya ves, tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro. Córtala.
¿Para qué va a perjudicar el terreno?”.
Pero el viñador contestó:
“Señor, déjala todavía este año y mientras tanto yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto en adelante. Si no, la puedes cortar”».

Palabra del Señor.

Más abajo encontrareis la HOMILÍA correspondiente a estas lecturas.

Homilía


El evangelio de hoy afronta un tema muy común en las conversaciones de la gente, tanto en tiempo de Jesús como ahora:

¿Quién tiene la culpa de las tragedias humanas?

Hay dos sucesos que conmueven a los habitantes de Jerusalén: la muerte de unos galileos sacrificados por el rey Herodes y de 18 trabajadores aplastados en la caída de la torre de Siloé.

Jesús recibe la noticia y aprovecha para desacreditar la tradición que vincula las desgracias con el pecado.

De paso, da a entender que los muertos no eran culpables de su desgracia. Él mismo será condenado, siendo inocente, por pecador y blasfemo.

Como entonces, también ahora las aguas andan turbias.

Continúan los asesinatos, el terrorismo, las guerras, los refugiados, las divisiones, la corrupción, el paro, las muertes de inocentes… y una lista inacabable de calamidades.

Lo más fácil es señalar culpables; si son políticos, curas o banqueros, mejor.

Es muy frecuente escuchar frases como éstas:

¿Por qué no organizan un ejército y acaban con todos esos asesinos de la libertad y de personas inocentes?

¿Por qué no llevan a la cárcel a todos los corruptos y que devuelvan todo lo que han robado?

¿Por qué los ricos no reparten sus sueldos con nosotros, que somos pobres?

¿Por qué se quedan cruzados de brazos mientras el país va a la deriva?

El caso es buscar culpables. Incluso involucramos a Dios en los males ajenos.

Nos convertimos en espectadores de la vida pública, como si lo que sucediere nos fuese ajeno. Pero, además, nos arrogamos la facultar de juzgar y condenar.

El caso es descargar nuestras frustraciones en lugar de arrimar el hombro y colaborar, porque cuando las cosas van mal todos sufrimos las consecuencias.

Los que nos sirven forman parte del pueblo, con sus cualidades y defectos.

No podemos generalizar, porque dentro de nuestras familias también hay ovejas negras, y nosotros mismos tenemos, a veces, comportamientos rechazables.

¿Aplicamos a los demás la misma vara con la que nos medimos nosotros?

Las palabras de Jesús:

“Y, si no os convertís, todos pereceréis igualmente”

(Lucas 13, 5), descargan la responsabilidad en cada uno, en el uso de su libertad.

Todos debemos cambiar de conducta, y tenemos la llave para manejar el coche de nuestra vida sin culpar a Dios de los pinchazos, las multas, los accidentes.

Recordamos los consejos de Deuteronomio 30, 19:

“Al cielo y a la tierra pongo hoy como testigos contra vosotros de que he puesto ante ti la vida y la muerte, la bendición y la maldición. Escoge, pues, la vida para que vivas, tú y tu descendencia”.

Podemos orientarnos a Dios o dejar que nuestro rumbo lo marquen otros.

Podemos inhibirnos frente a los sufrimientos del prójimo o aliviarlos con nuestra actitud de servicio.

Las quejas y lamentos, con los que pretendemos descalificar al prójimo para justificar nuestra inanición, nos adentran en caminos que no llevan a ninguna parte.

Es más correcto analizar la propia vida y dejarse guiar por Dios, el único que tiene derecho a juzgar, como primer paso para la conversión.

Dios siembra como si fuésemos una higuera sobre nuestra fecundidad o esterilidad.

Él nos cambia si nos dejamos cambiar. Sólo tenemos que decir “sí” a sus insinuaciones.

Aguarda pacientemente nuestra respuesta.

Año tras año recibimos sus cuidados, nos limpia de los chupones que salen en nuestras raíces, nos poda los tallos estériles, nos enriquece con el abono de su gracia, nos riega con el rocío de su presencia durante las noches oscuras, nos protege de las heladas del duro invierno, nos sulfata los parásitos que crecen al abrigo de nuestras hojas y nos expone al sol para que se fortalezcan nuestras ramas.

¿Qué más puede hacer?

Si contamos con todos los elementos favorables para dar fruto, ¿Por qué terminamos siendo estériles?

San Pablo -segunda lectura- nos lo aclara, al evocar al pueblo de Dios en el desierto, donde todos estuvieron bajo la misma nube, atravesaron el mismo mar, comieron del mismo maná y bebieron agua de la misma roca.

Y, sin embargo, la mayoría no agradó a Dios (I Corintios 10, 3-6).

También nos recuerda que este hecho nos debe servir de lección y de escarmiento para no dejar a Dios de lado cayendo en la idolatría.

No agotemos la paciencia de Dios y despertemos a la vida nueva que la Cuaresma nos ofrece en este Año de la Misericordia para convertirnos.


San Hilario – Papa

Su nombre latino es ordinariamente Hilarus, a veces Hilarius, Natural de Cerdeña. Siendo diácono de Roma fue enviado en 449 por el papa San León I al concilio [Latrocinio] de Éfeso en calidad de legado pontificio. Aquí se negó a firmar la deposición de San Flaviano, patriarca de Constantinopla. Temiendo las iras de sus adversarios, Hilario partió ocultamente, llevando consigo la apelación que Flaviano dirigía a San León, texto hallado en 1882 por Amelli en la Biblioteca Capitular de Novara. Ya en Italia, el enviado pontificio escribió a la emperatriz Pulqueria, informándole de lo ocurrido. Todavía diácono, despliega otra actividad muy distinta, de carácter litúrgico: encarga a un tal Victorio de Aquitania la composición de un Ciclo Pascual, donde se intenta fijar la verdadera fecha de la Pascua, punto sobre el que aún no estaban de acuerdo griegos y latinos. El mismo Hilario estudió previamente la cuestión; pero, para informarse de los escritos de aquéllos, se valió de traducciones latinas, pues, según parece, conocía bien poco el griego. Por lo demás, el cómputo de Victorio fue ley en la Galia hasta el siglo VIII.

Hilario sucedió a San León en la Sede de San Pedro a fines de 461. Durante sus siete años de pontificado no ocurrieron acontecimientos de gran importancia para la Iglesia universal. El mérito del Santo consiste principalmente en la firme defensa de los derechos de la Iglesia en materia de disciplina y jurisdicción. Ya al año escaso de su consagración, como Pastor Supremo, tuvo que dirigirse a Leoncio, arzobispo de Arles, pidiendo informes sobre la usurpación del episcopado narbonense, llevada a cabo por Hermes: el Papa se extraña de que, siendo el asunto de la incumbencia de Leoncio, éste no le haya escrito antes sobre el conflicto. Poco después, presente "numeroso concurso de obispos" reúne en Roma un concilio donde, por bien de la paz, se consiente dejar a Hermes en la sede narbonense, pero, para prevenir futuros abusos, se le priva del derecho de ordenar obispos, derecho que pasa a Constancio, prelado de Uzés. La resolución conciliar fue enviada el 3 de diciembre, año 462, a los obispos de la Galia meridional en una carta donde también se prescribe que, convocados por Leoncio, se reúnan cada año, a ser posible, todos los titulares de las provincias eclesiásticas a quienes se dirige el documento, o sea de Viena, Lyon, dos de Narbona y la Alpina: en tales asambleas se han de examinar costumbres y ordenaciones de obispos y eclesiásticos; si ocurren causas más importantes que no puedan "terminar", consulten a Roma.

Asimismo tuvo que atender Hilario al asunto del arzobispo de Viena, Mamerto, que había consagrado ilegalmente a Marcelo como obispo de Díe. El Papa, manteniendo los principios legales y renunciando a imponer penas (supuesta la sumisión del acusado), remite la cuestión a Leoncio, a quien pertenecía en este caso el derecho de consagrar.

Abusos semejantes, cometidos en España, fueron considerados en un concilio de 48 obispos que congregó el Papa en Santa María la Mayor (nov. del 465). En la carta referente a este sínodo, enviaba a los prelados de la provincia de Tarragona, que previamente habían consultado a Hilario, manda el Pontífice, entre otras cosas: 1.º Sin consentimiento del metropolitano tarraconense, Ascanio, no sea consagrado ningún obispo. 2.º Ningún prelado, dejando su propia iglesia, pase a otra. 3.º En cuanto a Ireneo, sea separado de la iglesia de Barcelona y retorne a la suya. 4.º A los obispos ya ordenados, los confirma el Papa, con tal que no tengan las irregularidades señaladas en el concilio.

Otro mérito de San Hilario fue el haber impedido la propaganda herética en Roma al macedoniano Filoteo, y esto a pesar del apoyo que encontró el hereje en el nuevo emperador de Occidente, Antemio.

Tal rectitud de Hilario en lo tocante a la disciplina y a la fe, brota de lo que podríamos llamar norma de su vida y su gobierno: "En pro de la universal concordia de los sacerdotes del Señor, procuraré que nadie se atreva a buscar su propio interés, sino que todos se esfuercen en promover la causa de Cristo" (epist. Dilectioni meae, a Leoncio, ed. Thiel, 1,139).

En cuanto a lo referente a la piedad personal y fomento del culto, señalemos que Hilario edificó, entre otros, dos oratorios en la basílica constantiniana de Letrán: el de San Juan Bautista y el de San Juan Evangelista. Otro, dedicado a la Santa Cruz, con ocho capillas, se alzaba al noroeste de aquél. El Papa profesaba especial devoción al santo Evangelista, pues a él atribuía el haberse salvado de los peligros que corrió en el Latrocinio de Éfeso: en señal de gratitud hizo grabar a la entrada del oratorio la siguiente inscripción: "A su libertador, el Beato Juan Evangelista, Hilario obispo, siervo de Dios". A este mismo Papa atribuye el Liber Pontificalis la construcción de un servicio de altar completo, destinado a las misas estacionales: un cáliz de oro para el Papa; 25 cálices de plata para los sacerdotes titulares que celebraban con él; 25 grandes vasos para recibir las oblaciones de vino presentadas por los fieles y 50 cálices ministeriales para distribuir la comunión. El servicio se depositaba en la iglesia de Letrán o en Santa María la Mayor, y el día de estación se transportaban los vasos sagrados a la iglesia donde iba a celebrarse la asamblea litúrgica. También levantó Hilario un monasterio dedicado a San Lorenzo, y cerca de él una casa de campo, probablemente residencia o "villa" papal con dos bibliotecas.

Murió el Santo el 9 de febrero de 468. Fue enterrado en San Lorenzo extra muros. Largo tiempo se celebró su aniversario el 10 de septiembre, conforme a ciertos manuscritos jeronimianos; pero ya desde la edición de 1922 del Martirologio Romano, se trasladó su memoria al 28 de febrero.

Lecturas


Pastorea a tu pueblo, Señor, con tu cayado, al rebaño de tu heredad, que anda solo en la espesura, en medio del bosque; que se apacienta como antes en Basán y Galaad.
Como cuando saliste de Egipto les haré ver prodigios.
¿Qué Dios hay como tú, capaz de perdonar el pecado, de pasar por alto la falta del resto de tu heredad?
No conserva para siempre su cólera, pues le gusta la misericordia.
Volverá a compadecerse de nosotros, destrozará nuestras culpas, arrojará nuestros pecados a lo hondo del mar.
Concederás a Jacob tu fidelidad y a Abrahán tu bondad, como antaño prometiste a nuestros padres.

En aquel tiempo, solían acercaron a Jesús todos los publicanos y los pecadores a escucharlo. Y los fariseos y los escribas murmuraban diciendo:
- «Ese acoge a los pecadores y come con ellos.»
Jesús les dijo esta parábola:
- «Un hombre tenía dos hijos; el menor de ellos dijo a su padre: “Padre, dame la parte que me toca de la fortuna.”
El padre les repartió los bienes.
No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo,se marchó a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente.
Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad.
Fue entonces y se contrató con uno de los ciudadanos de aquel país que lo mandó a sus campos a guardar cerdos. Deseaba saciarse de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba nada.
Recapacitando entonces, se dijo:
“Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre.
Me levantaré, me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros. “
Se levantó y vino adonde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se le conmovieron las entrañas; y, echando a correr, se le echó al cuello y lo cubrió de besos.
Su hijo le dijo: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo, “
Pero el padre dijo a sus criados:
“Sacad en seguida la mejor túnica y vestídsela; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y sacrificadlo; comamos y celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado.”
Y empezaron a celebrar el banquete.
Su hijo mayor estaba en el campo.
Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y la danza, y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello.
Este le contestó:
“Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha sacrificado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud.”
El se indignó y no quería entrar; pero su padre salió e intentaba persuadirlo.
Entonces él respondió a su padre:
“Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; en cambio, cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado.”
El padre le dijo:
“Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero era preciso celebrar un banquete y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado” ».

Palabra del Señor.

San Juan de Gorze

Frecuentemente, los santos, lo mismo que los demás hombres, tardan en encontrar su camino. Así le sucedió a San Juan de Gorze. Hijo de un rico labrador de Lorena, tomó ojeriza al campo, y, contra la voluntad de su padre, se dio a peregrinar con ánimo de buscar sabiduría. Pero no era tarea fácil encontrar la sabiduría en aquellos primeros años del siglo X, que a él le habían tocado en suerte. Como el Imperio de Carlomagno, se había desvanecido también la ciencia de sus sabios, quedando, a lo más, algunas lucecitas escondidas acá y allá en los monasterios ruinosos. Juan pasaba de una escuela a otra, pero sin encontrar los maestros que necesitaba. Uno halló que parecía sobresalir entre sus contemporáneos; pero guardábase muy bien de enseñar a sus discípulos más que una parte de sus conocimientos. Ni aun a fuerza de oro pudo sacarle Juan otra cosa que los primeros rudimentos de la gramática.

A la muerte de su padre, cierra los libros, vuelve a casa, y, más por deber que por gusto, se entregaba a la administración de su hacienda, revelándose un talento organizador. Bajo su dirección, la riqueza afluye y la propiedad familiar se acrecienta. Su mirada está en la casa, en el campo, en los colonos y en los ganados. Pronto siente la añoranza de los libros, y sin descuidar los negocios, se pone de nuevo bajo la férula de los maestros. Busca la amistad de los hombres sabios, que son casi siempre los monjes, los hombres que se dedican a una vida de más perfección. De este modo empieza a sentir la inquietud religiosa. Entre sus propiedades hay una iglesia medio derruida. Él la restaura y recoge en ella a un monje anciano que venía huyendo de las hordas normandas. Este ermitaño se convierte en su director, le habla de Dios, le reprende ásperamente sus faltas y pone en su alma más altos anhelos. Juan se pasa las horas en la iglesia, oyendo el martilleo de la salmodia del viejo, que reza en voz alta, saboreando sílaba por sílaba la palabra de Dios. Va también con frecuencia a un monasterio de Metz, donde viven algunas monjas observantes. Hablando con una de ellas, observa en su pecho la extremidad de un vestido extraño; acerca la mano para examinar, y se estremece viendo que aquella religiosa delicada usaba un cilicio de duras cuerdas. Su turbación crece al leer las Sagradas Escrituras y las vidas de los Padres del yermo; se decide al fin, hace confesión general de sus pecados, va en peregrinación a Roma, visita Montecasino y las cuevas del Gárgano, llega hasta las cimas del Vesubio, y de vuelta en su tierra, se pone bajo la dirección de un anacoreta que vivía en un bosque, cercano a Verdún.

Este hombre era un gran penitente, pero no podía servir para maestro. Tenía, dice el biógrafo, una ignorancia grosera; y el estólido, hasta en sus ejercicios espirituales, parecía un irracional. Ni se preocupaba de comer ni de cubrir su cuerpo. Tal era su austeridad, que con un pan tenía para vivir dos meses, y en ocasiones se le ponía tan duro, que tenía que partirlo con un hacha. De cuando en cuando aparecía medio desnudo en los pueblos limítrofes, causando el espanto y la risa. Juan levantó una choza junto a la del loco, como llamaban al solitario, y vivió con él algún tiempo. La compañía no le llenaba por completo; pero no sabía qué hacer. Quería ser monje, y la vida monástica estaba entonces completamente olvidada en su tierra. De estas dudas vinieron a sacarle unos amigos, invitándole a pasar a Italia, donde los monasterios conservaban más pura la disciplina regular; y ya estaban a punto de realizar su propósito, cuando el arzobispo de Metz destruyó sus proyectos, recomendándole la restauración de una antigua abadía de Lorena, llamada Gorze. Aceptaron ellos, y Juan fue nombrado administrador de la hacienda monacal.

A los compañeros de la primera hora se juntaron pronto otros muchos, hombres de vasta cultura y de elevada posición social. Los monjes, que vegetaban anteriormente entre ruinas, se vieron obligados a abandonar la casa o a aceptar la nueva observancia: práctica perfecta de la Regla benedictina, vigilia perpetua, silencio estricto y predilección por la liturgia celebrada solemnemente y aumentada con multitud de salmos. Terminadas las vigilias de la noche, rezábanse treinta salmos más: diez por los difuntos, otros diez por los amigos y bienhechores, y los restantes por las necesidades generales. Las lecciones eran tan largas, que en una noche se leía todo el libro de Daniel. Además de esto, Juan decía, después de Prima, los siete salmos penitenciales y las letanías de los santos, y aún tenía tiempo para cumplir sus funciones de prior, decano, celerario, enfermero, hospedero y carnerario. Hasta el sueño que la Regla le concedía solía interrumpirlo para leer o rezar. Ayunaba a pan y agua constantemente. Rara vez consentía probar las legumbres y la sal. A pesar de su fuerte temperamento, una vez sucumbió a la debilidad. Él mismo limpiaba la cocina, traía agua del pozo, la colocaba a calentar, limpiaba y cocía las legumbres, amasaba el pan y lavaba los pies de los hermanos. Cuando a medianoche la campana tocaba a maitines, ya había pasado el ojo vigilante del mayordomo por la cocina, las cuadras y los talleres.

Al mismo tiempo seguía estudiando con avidez. Conocía casi de memoria los Morales de San Gregorio y sus Comentarios sobre Ezequiel, y profundizaba también en las obras de San Ambrosio y San Agustín. Leyó los veinte libros de La Ciudad de Dios, cosa que en aquel tiempo era una heroicidad; y su biógrafo nos cuenta que, habiéndose enfrascado en la obra De Trinitate, del doctor de Hipona, viendo que para entenderla le era necesario conocer la Isagoge aristotélica, empezó a estudiarla con entusiasmo, hasta que el abad, «juzgando que aquello era ocupar el tiempo inútilmente, moderó su curiosidad, encauzándola hacia las lecturas sagradas». No obstante, tenía, ante todo, el talento del administrador. Nadie como él para tratar con los siervos y los matricúlanos; nadie más experto en conocer la calidad de las tierras y su mejor utilización. Plantó viñas, amplió y explotó las salinas, formó grandes rebaños de vacas y ovejas, construyó estanques para proveer de pesca a los monjes, decoró la iglesia con toda suerte de objetos preciosos y rodeó el monasterio de un muro alto y sólido.

Tanta actividad, llegó a oídos de Otón el Grande, quien le envió a España en 956 con una misión cerca del califa Abderramán III. Éste se negó a recibirle si no renunciaba a presentar las cartas imperiales, en las que los musulmanes creían ver algunas cosas ofensivas para su religión. Juan permaneció inflexible y estuvo tres años enteros en Córdoba aguardando la audiencia. Admitido al fin, intentaron inútilmente los cortesanos persuadirle a que se lavase, se arreglase el cabello y se vistiese los vestidos nuevos que le ofrecían. El mismo califa le envió diez monedas de oro para comprar las cosas necesarias. Él las recibió, mandó que diesen las gracias de su parte al soberano y repartió el dinero a los pobres. Admirado de aquella entereza, Abderramán acabó por acceder. Vióse al hombre de Dios cruzando los dorados salones de Medina-Azzahara, caminando entre filas de guardias y visires, sin más adorno que el burdo sayal monástico. El califa, que estaba sentado sobre cojines con una pierna sobre otra, dióle a besar la palma de la mano, signo de honor que sólo se concedía a los grandes dignatarios, y habiendo mandado que le acercasen una silla, conferenció con él largo rato acerca de la organización del Imperio alemán.

Nombrado abad después de su vuelta a Gorze, tuvo la alegría de ver que su monasterio se convertía en centro de una gran renovación benedictina, y en alma de intensa vida religiosa y social.

Lecturas


Israel amaba a José más que a todos los otros hijos, porque le había nacido en la vejez, y le hizo una túnica con mangas.
Al ver sus hermanos que su padre lo prefería a los demás, empezaron a odiarlo y le negaban el saludo.
Sus hermanos trashumaron a Siquén con los rebaños de su padre. Israel dijo a José:
- «Tus hermanos deben estar con los rebaños en Siquén; ven, que te voy a mandar donde están ellos».
José fue tras sus hermanos y los encontró en Dotán. Ellos lo vieron desde lejos y, antes de que se acercara, maquinaron su muerte. Se decían unos a otros:
- «Ahí viene el soñador. Vamos a matarlo y a echarlo en un aljibe; luego diremos que una fiera lo ha devorado; veremos en que paran sus sueños».
Oyó esto Rubén, e intentando salvarlo de sus manos, dijo:
- «No le quitemos la vida».
Y añadió:
- «No derraméis sangre; echadlo en este aljibe, aquí en la estepa; pero no pongáis las manos en él».
Lo decía para librarlo de sus manos y devolverlo a su padre. Cuando llegó José al lugar donde estaban sus hermanos, lo sujetaron, le quitaron la túnica, la túnica con mangas que llevaba puesta, lo cogieron y lo echaron en un pozo. El pozo estaba vacío, sin agua.
Luego se sentaron a comer y, al levantar la vista, vieron una caravana de ismaelitas que transportaban en camellos goma, bálsamo y resina de Galaad a Egipto. Judá propuso a sus hermanos:
-«¿Qué sacaremos con matar a nuestro hermano y con tapar su sangre? Vamos a venderlo a los ismaelitas y no pongamos nuestras manos en él, que al fin es hermano nuestro y carne nuestra.»
Los hermanos aceptaron.
Al pasar unos mercaderes madianitas, tiraron de su hermano; y sacando a José del pozo, lo vendieron a unos ismaelitas por veinte monedas de plata . Estos se llevaron a José a Egipto.

En aquel tiempo, dijo Jesús a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo:
- «Escuchad otra parábola:
“Había un propietario que plantó una viña, la rodeó con una cerca, cavó en ella un lagar, construyó una torre, la arrendó a unos labradores y se marchó lejos.
Llegado el tiempo de los frutos, envió sus criados a los labradores para percibir los frutos que le correspondían. Pero los labradores, agarrando a los criados, apalearon a uno, mataron a otro, y a otro lo apedrearon.
Envió de nuevo otros criados, más que la primera vez, e hicieron con ellos lo mismo. Por último les mandó a su hijo, diciéndose: “Tendrán respeto a mi hijo.”
Pero los labradores, al ver al hijo se dijeron: “Éste es el heredero: venid, lo matamos y nos quedamos con su herencia.”
Y, agarrándolo, lo sacaron fuera de la viña y lo mataron.
Cuando vuelva el dueño de la viña, ¿qué hará con aquellos labradores?”»
Le contestan:
- «Hará morir de mala muerte a esos malvados y arrendará la viña a otros labradores, que le entreguen los frutos a sus tiempo».
Y Jesús les dice:
- «¿No habéis leído nunca en la Escritura:
“La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente”?
Por eso os digo que se os quitará a vosotros el reino de Dios y se dará a un pueblo que produzca sus frutos.»
Los sumos sacerdotes y los fariseos, al oír sus parábolas, comprendieron que hablaba de ellos.
Y, aunque intentaban echarle mano, temieron a la gente, que lo tenía por profeta.

Palabra del Señor.

San Alejandro de Alejandría

Conmemoración de san Alejandro, obispo, anciano célebre por el celo de su fe, que fue elegido para la sede alejandrina como sucesor de san Pedro y rechazó la nefasta herejía de su presbítero Arrio, que se había apartado de la comunión de la Iglesia. Junto con trescientos dieciocho Padres participó en el primer Concilio de Nicea, que condenó tal error (326)

Etimológicamente: Alejandro = Aquel que protege a los hombres. Viene de la lengua griega.

San Alejandro, patriarca de Alejandría, tiene una especial significación en la historia de la Iglesia a principios del siglo IV, por haber sido el primero en descubrir y condenar la herejía de Arrio y haber iniciado la campaña contra esta herejía, que tanto preocupó a la Iglesia durante aquel siglo. A él cabe también la gloria de haber formado y asociado en el gobierno de la Iglesia alejandrina a San Atanasio, preparándose de este modo un digno sucesor, que debía ser el portavoz de la ortodoxia católica en las luchas contra el arrianismo.

Nacido Alejandro hacia el año 250, ya durante el gobierno de Pedro de Alejandría se distinguió de un modo especial en aquella Iglesia. Los pocos datos que poseemos sobre sus primeras actividades nos han sido transmitidos por los historiadores Sócrates, Sozomeno y Teodoreto de Ciro, a los que debemos añadir la interesante información de San Atanasio. Así, pues, en general, podemos afirmar que las fuentes son relativamente seguras.

El primer rasgo de su vida, en el que convienen todos los historiadores, nos lo presenta como un hombre de carácter dulce y afable, lleno siempre de un entrañable amor y caridad para con sus hermanos y en particular para con los pobres. Esta caridad, unida con un espíritu de conciliaci6n, tan conforme con los rasgos característicos de la primitiva Iglesia, proyectan una luz muy especial sobre la figura de San Alejandro de Alejandría, que conviene tener muy presente en medio de las persistentes luchas que tuvo que mantener más tarde contra la herejía; pues, viéndolo envuelto en las más duras batallas contra el arrianismo, pudiera creerse que era de carácter belicoso, intransigente y acometedor. En realidad, San Alejandro era, por inclinación natural, todo lo contrario; pero poseía juntamente una profunda estima y un claro conocimiento de la verdadera ortodoxia, unidos con un abrasado celo por la gloria de Dios y la defensa de la Iglesia, lo cual lo obligaba a sobreponerse constantemente a su carácter afable, bondadoso y caritativo, y a emprender las más duras batallas contra la herejía.

De este espíritu de caridad y conciliación, que constituyen la base fundamental de su carácter, dio bien pronto claras pruebas en su primer encuentro con Arrio. Este comenzó a manifestar su espíritu inquieto y rebelde, afiliándose al partido de los melecianos, constituido por los partidarios del obispo Melecio de Lycópolis, que mantenía un verdadero cisma frente al legítimo obispo Pedro de Alejandría. Por este motivo Arrio había sido arrojado por su obispo de la diócesis de Alejandría. Alejandro, pues, se interpuso con todo el peso de su autoridad y prestigio, y obtuvo, no sólo su readmisión en la diócesis, sino su ordenación sacerdotal por Aquillas, sucesor de Pedro en la sede de Alejandría.

Muerto, pues, prematuramente Aquillas el año 313, sucedióle el mismo Alejandro, y por cierto son curiosas algunas circunstancias que sobre esta elección nos transmiten sus biógrafos. Filostorgo asegura que Arrio, al frente entonces de la iglesia de Baucalis, apoyó decididamente esta elección, lo cual se hace muy verosímil si tenemos presente la conducta observada con él por Alejandro. Mas, por otra parte, Teodoreto atestigua que Arrio había presentado su propia candidatura a Alejandría frente a Alejandro, y que, precisamente por haber sido éste preferido, concibió desde entonces contra él una verdadera aversión y una marcada enemistad.

Sea de eso lo que se quiera, Arrio mantuvo durante los primeros años las más cordiales relaciones con su obispo, el nuevo patriarca de Alejandría, San Alejandro. Este desarrolló entre tanto una intensa labor apostólica y caritativa en consonancia con sus inclinaciones naturales y con su carácter afable y bondadoso. Uno de los rasgos que hacen resaltar los historiadores en esta etapa de su vida, es su predilección por los cristianos que se retiraban del mundo y se entregaban al servicio de Dios en la soledad. Precisamente en este tiempo comenzaban a poblarse los desiertos de Egipto de aquellos anacoretas que, siguiendo los ejemplos de San Pablo, primer ermitaño, de San Antonio y otros maestros de la vida solitaria, daban el más sublime ejemplo de la perfecta entrega y consagración a Dios. Estimando, pues, en su justo valor la virtud de algunos entre ellos, púsoles al frente de algunas iglesias, y atestiguan sus biógrafos que fue feliz en la elección de estos prelados.

Por otra parte se refiere que hizo levantar la iglesia dedicada a San Teonás, que fue la más grandiosa de las construidas hasta entonces en Alejandría. Al mismo tiempo consiguió mantener la paz y tranquilidad de las iglesias del Egipto, a pesar de la oposición que ofrecieron algunos en la cuestión sobre el día de la celebración de la Pascua y, sobre todo, de las dificultades promovidas por los melecianos, que persistían en el cisma, negando la obediencia al obispo legítimo. Pero lo más digno de notarse es su intervención en la cuestión ocasionada por Atanasio en sus primeros años. En efecto, niño todavía, había procedido Atanasio a bautizar a algunos de sus camaradas, dando origen a la discusión sobre la validez de este bautismo. San Alejandro resolvió favorablemente la controversia, constituyéndose desde entonces en protector y promoviendo la esmerada formación de aquel niño, que debía ser su sucesor y el paladín de la causa católica.

Pero la verdadera significación de San Alejandro de Alejandría fue su acertada intervención en todo el asunto de Arrio y del arrianismo, y su decidida defensa de la ortodoxia católica. En efecto, ya antes del año 318, comenzó a manifestar Arrio una marcada oposición al patriarca Alejandro de Alejandría. Esta se vio de un modo especial en la doctrina, pues mientras Alejandro insistía claramente en la divinidad del Hijo y su igualdad perfecta con el Padre, Arrio comenzó a esparcir la doctrina de que no existe más que un solo Dios, que es el Padre, eterno, perfectísimo e inmutable, y, por consiguiente, el Hijo o el Verbo no es eterno, sino que tiene principio, ni es de la misma naturaleza del Padre, sino pura criatura. La tendencia general era rebajar la significación del Verbo, al que se concebía como inferior y subordinado al Padre. Es lo que se designaba como subordinacianismo, verdadero racionalismo, que trataba de evitar el misterio de la Trinidad y de la distinción de personas divinas. Mas, por otra parte, como los racionalistas modernos, para evitar el escándalo de los simples fieles, ponderaban las excelencias del Verbo, si bien éstas no lo elevaban más allá del nivel de pura criatura.

En un principio, Atrio esparció estas ideas con la mayor reserva y solamente entre los círculos más íntimos. Mas como encontrara buena acogida en muchos elementos procedentes del paganismo, acostumbrados a la idea del Dios supremo y los dioses subordinados, e incluso en algunos círculos cristianos, a quienes les parecía la mejor manera de impugnar el mayor enemigo de entonces, que era el sabelianismo, procedió ya con menos cuidado y fue conquistando muchos adeptos entre los clérigos y laicos de Alejandría y otras diócesis de Egipto. Bien pronto, pues, se dio cuenta el patriarca Alejandro de la nueva herejía e inmediatamente se hizo cargo de sus gravísimas consecuencias en la doctrina cristiana, pues si se negaba la divinidad del Hijo, se destruía el valor infinito de la Redención. Por esto reconoció inmediatamente como su deber sagrado el parar los pasos a tan destructora doctrina. Para ello tuvo, ante todo, conversaciones privadas con Arrio; dirigióle paternales amonestaciones, tan conformes con su propio carácter conciliador y caritativo; en una palabra, probó toda clase de medios para convencer a buenas a Arrio de la falsedad de su concepción.

Mas todo fue inútil. Arrio no sólo no se convencía de su error, sino que continuaba con más descaro su propaganda, haciendo cada día más adeptos, sobre todo entre los clérigos. Entonces, pues, juzgó San Alejandro necesario proceder con rigor contra el obstinado hereje, sin guardar ya el secreto de la persona. Así, reunió un sínodo en Alejandría el año, 320, en el que tomaron parte un centenar de obispos, e invitó a Arrio a presentarse y dar cuenta de sus nuevas ideas. Presentóse él, en efecto, ante el sínodo, y propuso claramente su concepción, por lo cual fue condenado por unanimidad por toda la asamblea.

Tal fue el primer acto solemne realizado por San Alejandro contra Arrio y su doctrina. En unión con los cien obispos de Egipto y de Libia lanzó el anatema contra el arrianismo. Pero Arrio, lejos de someterse, salió de Egipto y se dirigió a Palestina y luego a Nicomedia, donde trató de denigrar a Alejandro de Alejandría y presentarse a si mismo como inocente perseguido. Al mismo tiempo propagó con el mayor disimulo sus ideas e hizo notables conquistas, particularmente la de Eusebio de Nicomedia.

Entre tanto, continuaba San Alejandro la iniciada campaña contra el arrianismo. Aunque de natural suave, caritativo, paternal y amigo de conciliación, viendo, la pertinacia del hereje y el gran peligro de su ideología, sintió arder en su interior el fuego del celo por la defensa de la verdad y de la responsabilidad que sobre él recaía, y continuó luchando con toda decisión y sin arredrarse por ninguna clase de dificultades. Escribió, pues, entonces algunas cartas, de las que se nos han conservado dos, de las que se deduce el verdadero carácter de este gran obispo, por un lado lleno de dulzura y suavidad, mas por otro, firme y decidido en defensa de la verdadera fe cristiana.

Por su parte, Arrio y sus adeptos continuaron insistiendo cada vez más en su propaganda. Eusebio de Nicomedia y Eusebio de Cesarea trabajaban en su favor en la corte de Constantino. Se trataba de restablecer a Arrio en Alejandría y hacer retirar el anatema lanzado contra él. Pero San Alejandro, consciente de su responsabilidad, ponía como condición indispensable la retractación pública de su doctrina, y entonces fue cuando compuso una excelente síntesis de la herejía arriana, donde aparece ésta con todas sus fatales consecuencias.

Por su parte, el emperador Constantino, influido sin duda por los dos Eusebios, inició su intervención directa en la controversia. Ante todo, envió sendas cartas a Arrio y a Alejandro, donde, en la suposición de que se trataba de cuestiones de palabras y deseando a todo trance la unión religiosa, los exhortaba a renunciar cada uno a sus puntos de vista en bien de la paz. El gran obispo Osio de Córdoba, confesor de la fe y consejero religioso de Constantino, fue el encargado de entregar la carta a San Alejandro y juntamente de procurar la paz entre los diversos partidos. Entre tanto Arrio había vuelto a Egipto, donde difundía ocultamente sus ideas y por medio de cantos populares y, sobre todo, con el célebre poema Thalia trataba de extenderlas entre el pueblo cristiano.

Llegado, pues, Osio a Egipto, tan pronto como se puso en contacto con el patriarca Alejandro y conoció la realidad de las cosas, se convenció rápidamente de la inutilidad de todos sus esfuerzos. Así se confirmó plenamente en un concilio celebrado por él en Alejandría. Sólo con un concilio universal o ecuménico se podía poner término a tan violenta situación. Vuelto, pues, a Nicomedia, donde se hallaba el emperador Constantino, aconsejóle decididamente esta solución. Lo mismo le propuso el patriarca Alejandro de Alejandría. Tal fue la verdadera génesis del primer concilio ecuménico, reunido en Nicea el año 325.

No obstante su avanzada edad y los efectos que había producido en su cuerpo tan continua y enconada lucha, San Alejandro acudió al concilio de Nicea acompañado de su secretario, el diácono San Atanasio. Desde un principio fue hecho objeto de los mayores elogios de parte de Constantino y de la mayor parte de los obispos, ya que él era quien había descubierto el virus de aquella herejía y aparecía ante todos como el héroe de la causa por Dios. Como tal tuvo la mayor satisfacción al ver condenada solemnemente la herejía arriana en aquel concilio, que representaba a toda la Iglesia y estaba presidido por los legados del Papa.

Vuelto San Alejandro a su sede de Alejandría, sacando fuerzas de flaqueza, trabajó lo indecible durante el año siguiente en remediar los daños causados por la herejía. Su misión en este mundo podía darse por cumplida. Como pastor, colocado por Dios en una de las sedes más importantes de la Iglesia, había derrochado en ella los tesoros de su caridad y de la más delicada solicitud pastoral, y habiendo descubierto la más solapada y perniciosa herejía, la había condenado en su diócesis y había conseguido fuera condenada solemnemente por toda la Iglesia en Nicea. Es cierto que la lucha entre la ortodoxia y arrianismo no terminó con la decisión de este concilio, sino que continuó cada vez más intensa durante gran parte del siglo IV. Pero San Alejandro había desempeñado bien su papel y dejaba tras sí a su sucesor en la misma sede de Alejandría, San Atanasio, quien recogía plenamente su herencia de adalid de la causa católica.

Según todos los indicios, murió San Alejandro el año 326, probablemente el 26 de febrero, si bien otros indican el 17 de abril. En Oriente su nombre fue pronto incluido en el martirologio. En el Occidente no lo fue hasta el siglo IX.

Lecturas


Esto dice el Señor:
«Maldito quien confía en el hombre, y busca el apoyo de las criaturas, apartando su corazón del Señor.
Será como cardo en la estepa, que nunca recibe la lluvia; habitará en un árido desierto, tierra salobre e inhóspita.
Bendito quien confía en el Señor y pone en el Señor su confianza.
Será un árbol plantado junto al agua, que alarga a la corriente sus raíces; no teme la llegada del estío, su follaje siempre está verde; en año de sequía no se inquieta, ni dejará por eso de dar fruto.
Nada hay más falso y enfermo que el corazón: ¿quién lo conoce?
Yo, el Señor, examino el corazón, sondeo el corazón de los hombres para pagar a cada cual su conducta según el fruto de sus acciones.»

En aquel tiempo, dijo Jesús a los fariseos:
- «Había un hombre rico que se vestía de púrpura y de lino y banqueteaba cada día.
Y un mendigo llamado Lázaro estaba echado en su portal, cubierto de llagas, y con ganas de saciarse de lo que caía de la mesa del rico.
Y hasta los perros venían y le lamían las llagas.
Sucedió que se murió el mendigo, y fue llevado por los ángeles al seno de Abrahán.
Murió también el rico y fue enterrado. Y, estando en el infierno, en medio de los tormentos, levantó los ojos y vio de lejos a Abrahán, y a Lázaro en su seno, y gritando, dijo:
- “Padre Abrahán, ten piedad de mi y manda a Lázaro que moje en agua la punta del dedo y me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas. “
Pero Abrahán le dijo:
- “Hijo, recuerda que recibiste tus bienes en tu vida, y Lázaro, a su vez, males: por eso ahora él es aquí consolado, mientras que tú eres atormentado.
Y además, entre nosotros y vosotros se abre un abismo inmenso, para que los que quieran cruzar desde aquí hacia vosotros no puedan hacerlo, ni tampoco pasar de ahí hasta nosotros.”
Él dijo:
- “Te ruego, entonces, padre, que le mandes a casa de mi padre, pues tengo cinco hermanos: que les dé testimonio de estas cosas, no sea que también ellos vengan a este lugar de tormento”.
Abrahán le dice:
- “Tienen a Moisés y a los profetas; que los escuchen”.
Pero él le dijo:
- “No, padre Abrahán. Pero si un muerto va a ellos, se arrepentirán.”
Abrahán le dijo:
- “Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no se convencerán ni aunque resucite un muerto.”»

Palabra del Señor.