jueves, 28 de enero de 2016

Santo Tomás de Aquino

Muchos son los que ven en Santo Tomás la luz del mundo, y a boca llena le llaman el doctor incomparable; pero no todos conocen su verdadera fisonomía. Se le imagina hierático, impasible, y en realidad es un atleta, un luchador.

De su infancia sabemos muy poco. Transcurre en Montecasino, en la casa matriz de la Orden de San Benito. Desde la edad prematura de los cinco años viste ya el hábito del patriarca de los monjes, canta salmos en el coro y aprende las artes liberales en la escuela monacal. Sus padres, los condes de Aquino, creen prepararle de esta manera para ser abad del monasterio, es decir, uno de los señores más ricos y poderosos de Italia. Pero en 1239 estalla la guerra entre el emperador Federico II y el papa Gregorio IX. Montecasino, ciudadela del papismo, es sitiado y saqueado; los monjes evacúan el claustro, la juventud se dispersa, y Tomás vuelve al castillo familiar.

De esta primera parte de la vida del Doctor Angélico hay que retener dos anécdotas, que son verdaderos presagios. «Sucedió—dice el biógrafo—que su madre fue a bañarse a la playa de Nápoles, y llevó consigo al niño y a la nodriza. Habiendo ésta dejado al niño en un soportal donde suele sentarse la gente, tomó él un trozo de pergamino que estaba tirado en el suelo. Quiso la nodriza arrebatárselo de la mano, pero el niño empezó a llorar fuertemente, apretando su tesoro de tal manera, que la nodriza se vio obligada a ceder. Acudió la madre, y más afortunadamente que la nodriza, pudo ver que en el pergamino estaba escrita la salutación de la gloriosa Virgen María.» El biógrafo añade que cuando el niño se echaba a llorar, para acallarle bastaba ponerle en la mano un papel, que en seguida se llevaba a la boca. En este hecho vieron los antiguos un pronóstico de la ciencia del futuro devorador de libros y del amor que había de tener a la Santísima Virgen el piadoso comentarista del Avemaría.

Ya en la escuela de Montecasino, cuando Tomás tenía apenas siete años, preguntaba con frecuencia a sus maestros: ¿Qué es Dios? Tratábanselo de explicar, pero su inteligencia infantil buscaba siempre respuestas más luminosas. Toda la vida de aquel que iba a ser uno de los más grandes doctores de la cristiandad iba a consumirse en la solución de este problema; y cuando un día el Cielo se le abra para darle la respuesta completa, la pluma se caerá de sus manos y no tardará en enmudecer.

Al salir de la abadía, Tomás fue llevado a la Universidad de Nápoles. Sus padres no habían abandonado el proyecto de hacer de él un abad cumplido. Pero el joven estudiante se encontró allí con los Hermanos Predicadores, que acababan de fundar un convento en la ciudad. El personal universitario se sentía entonces arrastrado hacia la Orden de Santo Domingo, recién instituida; Tomás se dejó llevar del contagio, y se acercaba ya a los veinte años cuando fue vestido del hábito blanco. Aquí empieza su primera lucha. Su padre había muerto; pero su madre, Teodora de Theate, de la familia de los Caraccioli, de la raza de los terribles jefes normandos Guiscardo, Bohemundo y Tancredo, era una condesa feudal autoritaria, dura y altiva. Al sentir que se frustraban sus planes, se presentó en el convento con séquito numeroso y reclamó a su hijo. Le dijeron que fray Tomás estaba camino de Roma, y hacia Roma se dirigió ella. En Roma, un nuevo chasco. Fray Tomás acababa de marchar, acompañando al general de la Orden. Irritada, furiosa por aquel ultraje hecho a su autoridad materna, envió un despacho a sus hijos, que estaban en el ejército de Federico II, ordenándoles que vigilasen los caminos y le trajesen preso a su hermano.

Precisamente, el general dominico, que se dirigía a Bolonia, tenía que pasar junto a los lugares donde estaban acantonadas las tropas imperiales. Era un día de primavera. Un poco antes de llegar a Aquapendente, los viajeros se sentaron a la sombra de unos arbustos para tomar su frugal alimento. De pronto, galopar de caballos. Entre los jinetes distinguió Tomás a su hermano Rainaldo. Estaba descubierto. A pesar de las reclamaciones del general, la soldadesca se arrojó sobre él, y después de intentar inútilmente quitarle el hábito, le colocó en una de las cabalgaduras y partió a todo galope.

Alegróse la condesa de ver a su hijo, pero era la alegría de la victoria, no la del amor. Es probable que nunca desapareciera de su alma el resentimiento provocado por aquellas idas y venidas. Ni siquiera intentó ganar la voluntad del joven por la ternura maternal. Al contrario, desde el primer momento mandó que le encerrasen en una torre del castillo señorial. Sólo sus dos hijas Marotta y Teodora podían acercarse a él para convencerle, con caricias y argumentos, de que tomase el hábito que había llevado de niño. No se le trató inhumanamente, pero sí con severidad. El encierro era bastante oscuro, aunque había la luz suficiente para leer, y un dominico de Nápoles logró, burlando la vigilancia de los guardias, hacer llegar hasta el prisionero mensajes de consolación y libros de meditación y de estudio, como la Biblia, los Sofismas de Aristóteles y las Sentencias de Pedro Lombardo. Tomás estudiaba y rezaba; y aunque se cerraba a todas las súplicas de sus hermanas, recibía gustoso sus visitas.

La vigilancia se hizo más estrecha cuando los dos hermanos vinieron del ejército. Acostumbrados a la vida galante de los palacios, a las costumbres sensuales de la caballería—Rainaldo fue uno de los buenos poetas eróticos de aquel tiempo—, resolvieron someter al bello adolescente a una prueba brutal. Trajeron de Nápoles una de sus amigas, célebre por su belleza, y después de decirle lo que deseaban de ella, la introdujeron una noche en la torre. Todo el mundo sabe lo que sucedió; todo el mundo sabe cómo Tomás, cogiendo de la chimenea un tizón inflamado; hizo huir a aquella pobre mujer, y luego al demonio tentador, trazando una cruz negra en la muralla. Bien sabido es también lo que pasó aquella noche: cuando Tomás dormía profundamente, entraron en su habitación dos ángeles, se acercaron a él y le pusieron un ceñidor incandescente. El joven lanzó un grito de angustia y despertó. En adelante no volvería a sentir en su alma las mordeduras de lo que llamaba San Pablo el aguijón de la carne.

Tanta constancia llegó a cansar a los carceleros. La condesa se vio virtualmente vencida; sus hijos tuvieron que ausentarse de nuevo, y las dos hermanas no acertaban a comprender del todo el motivo de aquella oposición. El fraile napolitano que surtía de libros al preso creyó llegado el momento de tentar un golpe atrevido. Tiróle una soga desde el pie de la fortaleza, le invitó a bajar por ella a favor de la oscuridad, y en el exterior aguardó él con dos cabalgaduras. La aventura tuvo un éxito completo.

Un año después, fray Tomás figuraba ya entre los oyentes de Alberto Magno en el colegio de Santiago, de París. Fue el discípulo más humilde y más dócil, verdadero modelo de disciplina intelectual hasta para los más altos espíritus. Pasivo, en el noble sentido que da a esta palabra la filosofía tomista, entregóse a la meditación tenaz de la enseñanza del maestro, a una labor íntima y constante de asimilación, de integración. Este carácter reflexivo le alejaba de los recreos, de las discusiones, de las conversaciones. Era un taciturno. Sus condiscípulos empezaron a darle un mote, que aunque tenía su punta de desdén, no era del todo desgraciado. Llamábanle el «buey mudo». El mismo exterior de fray Tomás justificaba el apelativo. Era de una talla gigantesca, gordo y algo pesado. Sus carnes eran blandas, fofas, las «carnes molles», que él juzgará después las más favorables para el esludio. Era una estructura fisiológica más norteña que meridional, más germánica que griega. Tres calificativos—magnus, grossus, brumus—resumen los rasgos esenciales de aquella fisonomía. La tez morena era precisamente lo que había en él de meridional, lo que había heredado de su padre, juntamente con una sensibilidad exquisita, pues era, como dice el biógrafo, «maravillosamente pasible».

Los genios se atraen o se rechazan, pero se comprenden, y si Tomás pasó algún tiempo inadvertido a los ojos de sus condiscípulos, no le sucedió lo mismo con el maestro. Precisamente, la cualidad suprema de Alberto el Grande era la penetración. Enteramente auténtico es el episodio que se ha llamado, con justicia, la revelación del genio de Santo Tomás de Aquino. Tomás tenía veinticinco años. Su maestro creyó llegado el momento de darle a conocer, y lo provocó a una discusión delante de todos los discípulos. De una y otra parte, los argumentos partían certeros, profundos, sutiles. Los estudiantes estaban mudos de admiración; pero hubo un momento en que ya creyeron vencido a su compañero. De pronto, Tomás acertó con una distinción feliz, y así acabó la disputa.

—Resuelves la cuestión como doctor, no como discípulo

—le dijo Alberto Magno.

—Maestro—respondió él—, no me es posible hacer otra cosa.

Durante aquel mismo año, el discípulo redactó el curso que el maestro acababa de dar sobre los nombres divinos.

Tenemos muestras de la escritura de Tomás en esta época: es una letra fea, desgarbada e insuficientemente articulada. No era un calígrafo. El pensamiento tenía demasiada rapidez para que la mano pudiese seguirle.

Seguían entre tanto los esfuerzos de la familia para torcer aquella vocación decidida; pero las violencias se habían transformado en súplicas y sollozos. Terribles desgracias acababan de caer sobre los de Aquino. Rotas de nuevo las hostilidades entre el emperador y el Papa, la condesa Teodora y sus hijos habían combatido contra los germanos. El castillo fue sitiado y saqueado; Rainaldo, el trovador, ejecutado, y Teodora tuvo que andar de una parte a otra buscando un refugio. Sólo Tomás podía restaurar el prestigio de la familia aceptando la abadía de Montecasino. El Papa Inocencio IV aprobaba y casi solicitaba; pero fue imposible conseguir de Tomás que dejase su hábito blanco. Desolada con esta negativa, hizo la condesa un esfuerzo supremo, logrando que el Pontífice ofreciese a su hijo el arzobispado de Nápoles. Nada pudo conmover el ánimo del joven estudiante. A su lado estaba el gran sabio del tiempo, Alberto Magno, indicándole su verdadera vocación: la doctrina cristiana corría riesgo de verse sumergida por la invasión del aristotelismo, importado de España. Era preciso absorberla, asimilarla, encauzarla; y, espíritu observador, Alberto vio en aquel discípulo el hombre destinado a realizar la grande hazaña.

Renunciando a toda mira egoísta, considerando solamente el avance de la cultura y la religión, el maestro resolvió dejar su cátedra de la Universidad de París al discípulo. Todo el mundo vio en esta conducta un despropósito. Tomás tenía veintisiete años, y las leyes exigían treinta y cinco para ocupar aquel puesto. El general de la Orden se opuso, pero hubo presiones de Roma que le obligaron a ceder. Empezó Tomás comentando con un éxito prodigioso al Maestro de las Sentencias. Los mugidos del «buey mudo» empezaban a oírse por toda la cristiandad. Desde el primer momento se vio que el discípulo aventajaba al maestro, si no en la amplitud de la erudición, sí, ciertamente, en la precisión, claridad y profundidad de las ideas. Memoria prodigiosa, penetración agudísima, potencia formidable para el trabajo; no le faltaba nada de cuanto hace a los hombres de genio. Pero el mayor asombro procedía de la novedad de su enseñanza. Se le consideraba como un novador. Artículos nuevos, maneras nuevas, nuevas razones, luz nueva, opiniones nuevas, nuevas tesis y métodos nuevos, tales son las expresiones de Guillermo de Tocco cuando nos habla de su sistema. El nombre de Aristóteles brota constantemente de sus labios. Ha empezado a realizar su obra de refundición aristotélica, ha visto ya la metafísica y la moral del Peripato como el marco apropiado para recibir el contenido de la teología cristiana. Era una audacia enorme. Durante todo el primer tercio del siglo XIII, los libros de Aristóteles habían sido reiteradamente prohibidos en las escuelas, y es que el filósofo griego era únicamente conocido a través del filósofo español Averroes.

Las consecuencias de aquel atrevimiento, o, mejor, de la envidia de los demás profesores contra el joven intruso, fueron una lucha prolongada y encarnizada, a que dio fin Tomás cincuenta años después de muerto, al ser canonizado por el Papa Juan XXII. De una parte, estaban los agustinianos, los defensores de la filosofía tradicional, mandados por Guillermo de Santo Amore; al lado opuesto, ya dentro del campo de la herejía, se agrupaban los averroístas, a quienes dirigía otro profesor parisiense, el amable y optimista Siger de Brabante; en medio, defendiéndose de unos y otros, atacando victoriosamente, realizando su labor admirable de síntesis, seguro de su ciencia y de su fe, rodeado de enemigos poderosos, pero protegido siempre por los Papas; descollaba la figura majestuosa de Tomás de Aquino. Esta lucha ocupa toda la vida del gran doctor, y es preciso tenerla en cuenta para comprender sus obras. No nacieron, como se cree, en la pasividad de una contemplación solitaria, sino en el movimiento de una existencia prodigiosamente activa y militante. La anécdota famosa que nos presenta a Santo Tomás en el palacio de San Luis dando un puñetazo en la mesa y diciendo: «He acabado con los maniqueos», tiene un sentido simbólico y nos recuerda que el Doctor Angélico es el atleta de la fe, el pugil fidei, como le ha llamado la tradición.

Profesor de París o teólogo de los Papas, en el colegio de Santiago o en la corte pontificia, Tomás enseñaba y escribía; escribía y publicaba lo que antes había enseñado en la clase. Apareció primero su Comentario sobre los cuatro libros de las Sentencias; después, su obra Sobre la verdad. sus grandes comentarios bíblicos, y la Suma contra los gentiles, que le preparaba para componer la Summa Theologica. Con el libro De unitate intellectus destruía los errores averroístas, que habían comprometido la causa de un sano aristotelismo. Al mismo tiempo estudiaba al Estagirita en traducciones directas, emprendía análisis críticos acerca de sus obras, leía la antigua literatura de la Iglesia, y, después de comparar los lugares más importantes, componía una obra célebre, titulada Cadena de oro. Su obra maestra, la Summa Theologica, empezada en 1267, es de los años en que se hace más furiosa la batalla entre averroístas, platónico-agustinianos y aristotélicos. Su intención fue recoger en una vasta síntesis el ciclo completo de todas las cuestiones que había tratado en su vida de escritor y profesor, y precisar, con respecto a ellas, su pensamiento definitivo. Al mismo tiempo, realizaba el prodigio de condensar, de unificar, de armonizar todo el caudal filosófico y religioso de dos civilizaciones diversas y opulentísimas: la helénica y la cristiana, conciliación audaz y maravillosamente realizada, que contará siempre como una de las mayores hazañas del pensamiento humano.

Esta actividad intelectual tan fuerte, tan intensa, se juntaba con una vida de la más alta y férvida oración. En Santo Tomás, el teólogo eclipsa casi al místico, pero hay un momento en su vida en que el místico hace enmudecer por completo al teólogo. No era muy dado a penitencias extraordinarias; aunque solía leer frecuentemente las Conferencias de Casiano con los Padres del desierto. Amaba el ayuno y el silencio, y por uno de sus discípulos sabemos que uno de sus solaces favoritos consistía en pasearse solo por el claustro, con pasos lentos y grandes, la cabeza descubierta y levantada hacia el cielo. En París se abstenía de todo trato con el exterior. En relaciones constantes con el rey, el cual le enviaba sus decretos por la tarde para que los revisase durante la noche, sólo una vez quiso aceptar su mesa. Su conducta se resume en estos consejos que daba a los demás: «Sé lento para hablar. Ama la celda. No rompas el hilo de tu meditación. No te familiarices con nadie, porque la familiaridad distrae del estudio. Evita, sobre todo, el ir y venir sin finalidad ninguna.»

La especulación y la oración eran dos hermanas excelentes en la vida del gran doctor: se ayudaban, se mezclaban, se fundían. «Cada vez que fray Tomás tenía que enseñar, discutir, escribir o estudiar—dice fray Reginaldo, su tierno amigo—, acudía secretamente a la oración, y muy frecuentemente derramaba lágrimas antes de consagrarse al estudio de las verdades divinas.» Este doctor, que nos imaginamos flotando en las regiones serenas de la fría intelectualidad, tenía un alma impregnada de mística piedad. Diciendo misa, descubriendo un alto misterio, cantando el responsorio Media vita en el coro, las lágrimas inundaban sus mejillas. Y muchas veces a las lágrimas sucedía el éxtasis. En él se juntaban dos éxtasis de difícil demarcación: el especulativo y el místico. Una vez tuvo el médico que cauterizarle la pierna. Como era tan sensible, temióse que no resistiría; pero él se echó algún tiempo antes en el lecho, absorbióse en sus especulaciones, y no sintió la quemadura. Esta manera de anestesiarse le fue muy útil en varias ocasiones, y la empleaba, sobre todo, siempre que el cirujano del convento tenía que abrirle la vena para sangrarle.

Como se ve, tenía una predisposición natural para los éxtasis verdaderamente sobrenaturales, que al fin de su vida se hicieron en él casi diarios. Es famoso aquel en que oyó una voz que le decía:

—Bien has escrito de Mí, Tomás; ¿qué recompensa quieres recibir?

—Sólo Vos mismo, Señor—respondió el santo.

Un reflejo de esta vida ascética lo encontramos en la liturgia incomparable del Santísimo Sacramento, y muy particularmente en los sermones del santo. Predicó entre la concurrencia estudiantil de la Sorbona, en la corte pontificia y en los grandes concursos del vulgo. En Nápoles habló diariamente durante una cuaresma, y su emoción al exponer la Pasión de Cristo era tan comunicativa, que se veía precisado a interrumpir el discurso para dejar llorar a los fieles. Estos sermones populares son modelos de claridad, de espontaneidad, de unción y, a veces, de lirismo.

Decíamos que en Tomás el místico eclipsó al teólogo. Veamos por qué. El 6 de diciembre de 1273 decía fray Tomás la misa en la capilla de San Nicolás, de Nápoles. Arrebatado en éxtasis, tuvo una visión extraordinaria, y tan tenaz, que fue preciso volverle en sí violentamente. Desde entonces quedó extrañamente transformado. Había llegado en la Summa al tratado de los Sacramentos, y no escribió más. Muy triste de que aquella grande obra quedase incompleta, fray Reginaldo le importunaba, diciendo:

—Padre, ¿cómo podéis dejar así ese libro, que habéis empezado para la gloria de Dios y la iluminación del mundo?

Tomás respondía:

—No puedo más.

Pero de tal modo insistió aquel buen amigo, consejero, amanuense y confesor del santo, que Tomás se vio obligado a revelar su secreto:

—No puedo más—le dijo—; lo que he escrito, comparado con lo que he visto, me parece ahora como el heno.

Algún tiempo después fue fray Tomás a pasar unos días en casa de su hermana la condesa de San Severino, a quien amaba tiernamente. Le agasajaron con esplendidez y con cariño; pero apenas pudieron sacar de él algunas palabras.

—¿Qué le pasa a mi hermano?—preguntó la condesa—; le hablo y no responde; está como estupefacto.

Fray Reginaldo respondió:

—Desde el día de San Nicolás se encuentra en este estado, y no ha vuelto a escribir más.

No obstante, era preciso dirigirse al concilio de Lyon, para el cual había recibido Tomás una invitación personal del Papa Gregorio X. En el camino hizo un rodeo para visitar a su sobrina Francisca, en el castillo de Paenza. Apenas había llegado, cuando se sintió gravemente enfermo, de una enfermedad extraña, que el médico no acertaba a comprender. Había perdido completamente el apetito. Como le insistiesen que debía tomar alguna cosa, pidió sardinas frescas; pero no las probó. Era un capricho de enfermo. Deseando morir en una casa religiosa, mandó que le transportasen al monasterio vecino de Fossanova. Al llegar, pronunció estas palabras: «Aquí está mi descanso.» La hospitalidad de los hijos de San Benito se unía aquí a la gratitud más profunda por el hombre que había construido el gran edificio de la sistematización teológica del cristianismo. Los monjes se deshacían para alegrar y consolar sus últimos días. Veíaseles trayendo sobre sus hombros la leña que había de calentar su cuarto en aquellas duras mañanas del invierno. El maestro, emocionado, les preguntó cómo podía pagarles tanta solicitud, y ellos le pidieron que les comentase el Cantar de los Cantares. Fue el supremo esfuerzo; poco después, el 7 de marzo de 1274, fray Tomás moría, sometiendo todos sus escritos «a la corrección de la Santa Iglesia Romana». Moría de haber visto a Dios; aquella enfermedad misteriosa había empezado aquel día 6 de diciembre, en que su espíritu ávido se paseó por lo más alto de los Cielos. «Nadie que vea a Dios puede vivir.»

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