miércoles, 25 de noviembre de 2015

Santa Catalina de Alejandría

Brilla, entre el coro de los sabios alejandrinos, una mujer en quien el fuego de la rosa se junta a la blancura de la nieve. Tiene sangre leal como Cleopatra, y con la alcurnia, que invita al poder, la belleza, que deslumbra los corazones. Pero no piensa en brillantes gasas tejidas de perlas, ni en serviles reverencias de eunucos, ni en requiebros de emperadores. Su pasión es buscar la verdad. Alejandría es la ciudad de las escuelas y de los pensadores. Tiene el Didascáleo, donde enseñó Orígenes; el Museo, donde aún queda el eco de la voz cálida de Plotino, y la iglesia de los cristianos, ennoblecida ahora por la palabra apostólica de Pedro el Patriarca. La hija de antiguos reyes, Catalina, la pura, la blanca, recorre todas las escuelas, pregunta a todos los sabios y lee todos los libros; alimenta su espÌritu en las fuentes del idealismo platónico, recoge la savia panteísta de la Encéadas, de Plotino, y escucha con avidez a los catequistas evangélicos. Discute, analiza, rechaza. La mitología pagana repugna a su espíritu, más aristocrático que su sangre; el misticismo neoplatónico parece hacer vibrar a ratos las delicadas fibras de su sentimiento; pero más que nada le cautiva le enseñanza del obispo Pedro; aquella moral tan pura, aquel profeta tan sublime, aquel sermón de la Montaña y aquella Virgen Madre, de tan divina grandeza. Es cristiana de corazón, aunque no ha recibido la gracia bautismal. Pero hela aquí inquieta por un sueño nocturno: ha visto a la Virgen de que le hablaban en la asamblea de los cristianos, teniendo en los brazos a su Hijo. La Madre le sonríe dulcemente; pero el Niño parecía retirar su dulce mirada, como si hubiese en ella algo que le disgustase: «Sí -debió decirse la joven-, es la mancha del pecado original. » E inmediatamente fue a lavarse en las aguas bautismales.

El emperador Diocleciano acababa de retirarse a cultivar filosóficamente sus jardines de Salona; Maximiano Hércules, su colega, se entregaba a los más innobles placeres en sus palacios de Lucania; pero al frente del Imperio habían dejado unos dignos continuadores de su política anticristiana. Maximino Daia gobernaba en Siria y Egipto. Era un hombre semibárbaro, una fiera salvaje del Danubio, que habían soltado en las cultas ciudades del Oriente. El mundo -dice Lactancia- era para este cesar un juguete. El carácter de su persecución se distingue por los ultrajes hechos a las mujeres. Cuantas habían tenido la desgracia de agradarle, eran arrancadas a sus maridos y a sus padres para aumentar su serrallo. Por dondequiera que pasaba iba sembrando la vergüenza y la desolación. En Alejandría sus atentados fueron horribles e innumerables; las más nobles matronas, deshonradas por Èl. Tal vez Catalina pudo pasar inadvertida entre la multitud de los letrados, de la ciudad; pero su corazón ardiente e incapaz de dominar una generosa indignación y de soportar aquellas infamias, la llevó a traicionarse, presentándose al emperador para echarle en cara sus crímenes y demostrarle la vanidad de la religión pagana. Dado el carácter de Maximino, a la provocación parece que debiera haber respondido con la violencia; pero el ardor de la joven, su hermosura, su distinción, su elocuencia, le inspiraron el medio de conseguir una victoria más completa. «En estos enemigos de Cristo-escribe Lactancio-la vanagloria se juntaba a la envidia. No podían sufrir que los mártires tuviesen el honor de haberlos vencido, ni por el espíritu ni por los tormentos. » Este sentimiento es el que movió a que los perseguidores se fijaran, sobre todo, en los hombres de letras. En España. Osio daba testimonio de fe; el doctor Pánfilo gemía en las cárceles de Cesarea, y en la misma Alejandría el noble Edesio, que vestía el manto de los filósofos, acababa de ser arrojado al mar.

Ahora se necesitaba ganar para el paganismo a aquella joven intrépida, y si no era fácil convencerla, al menos se la podría confundir. Organizóse una disputa pública. Atraídos tanto por la gracia de la doncella como por la vanidad científica, aparecieron los más famosos maestros de las escuelas alejandrinas: secuaces de Pitágoras, comentaristas de Platón, continuadores de Jámblico y Plotino, librepensadores a estilo de Porfirio. Catalina desenmascaró los absurdos de la mitología pagana, escuela de corrupción y origen de confusión en el terreno de la filosofía. La tarea fue fácil, porque nadie creía ya en Zeus, ni en Juno, ni en Venus, ni en el cojo Vulcano. La verdadera dificultad estaba en rebatir aquel deísmo ondulante y seudomístico que dominaba entonces en la escuela de Alejandría; aquella filosofía de Porfirio, que analizaba los libros santos con la sutil ironía de Renán, y citaba las palabras de Jesús como oráculos de un hombre bueno, de un sabio, de un inmortal; y recogía su moral austera, declarando al mismo tiempo guerra de exterminio a los cristianos. Aquí estaba el campo de la lucha ideológica entre el paganismo y el cristianismo, y aquí es donde brilló con toda su agudeza el genio filosófico de Catalina. Contestaba con rapidez, desentrañaba los argumentos, deshacía los sofismas, y los versos de Homero se juntaban en sus labios con las sentencias de Platón y los textos de los profetas. Fue una victoria completa coronada por los aplausos de la multitud y por la conversión de casi todos sus enemigos.

Y vino después la victoria de la sangre: promesas halagadoras, azotes sangrientos, y aquella rueda armada de cuchillos, aquel complicado artilugio que debía desgarrar su cuerpo, y que se hace pedazos al contacto de su carne virginal, y, finalmente, la muerte por la espada, que hace brotar la sangre inocente, más elocuente aún que su palabra.

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