jueves, 12 de noviembre de 2015

San Millán de la Cogolla


San Millán de la Cogolla es un estrecho valle riojano, alegrado por el murmullo de un río sin nombre. El del valle se debe a un pastorcillo que hace quince siglos guiaba sus ovejas por aquellos recodos y las abrevaba en aquella clara corriente. Entonces le decían Emiliano; hoy le llamamos Millán. Había nacido en Berceo, una aldea que todavía se recuesta en la colina cercana, oyendo, como entonces, el monótono cantar del arroyuelo. De su vida de pastor sólo sabemos una cosa: que para olvidar el aburrimiento de la soledad, tocaba la guitarra. Pero un día, cuando los sueños de la adolescencia empezaban a despertar en su alma, comprendiendo que la soledad podía ser amada y buscada, tiró la guitarra y dejó las ovejas. Mejor que pastor, quería ser santo. Su maestro en el nuevo oficio fue un ermitaño llamado Félix, que vivía entre las ruinas de un castillo antiguo, cerca de Haro. Él le enseñó a leer, a rezar, a hacer penitencia, a luchar contra el demonio y a ganar el Cielo. Quiso también aprender el Salterio, pero no era empresa fácil meter ciento cincuenta salmos en la cabeza de un pastorcillo.

—Por lo demás—le dijo—, eso no es necesario para salvarse. Con mucho amor de Dios y una gran fuerza de voluntad, puedes ya andarte solo por las vías del espíritu.

Millán volvió a su valle. Cuando iba con las ovejas, había visto por allí cavernas escondidas y parajes muy a propósito para hacer penitencia. Entróse en lo más inaccesible de los montes, buscando las cumbres de la Campiña y del San Lorenzo, huyendo de la soledad. «Rezaba sin interrupción—dice San Braulio, su primer biógrafo—; absteníase de alimento semanas enteras, velaba continuamente, era su prudencia verdadera, su esperanza cierta, grande su frugalidad, benigna su justicia, sólida su paciencia, y, para decirlo en pocas palabras, perseveraba infatigable en su combate, absteniéndose enteramente del mal.» Otro biógrafo, su paisano Gonzalo de Berceo, ha pintado así la austeridad de aquella vida:

«Andaba por los montes, por los fuertes logares, por las cuestas enfiestas e por los espinares; encara hoy en día parecen los altares los que estonz ficieron los sos santos polgares.

El buen siervo de Cristo, tales penas levando, por las montañas yermas las carnes martiriando, iba enna Cogolla todavía puiando, e cuanto más puiaba, más iba meiorando.

Andando por las sierras el ermitán señero, subió enna Cogolla en somo del otero, allí sufrió gran guerra el santo caballero de fuertes temporales e del mortal guerrero.»

Duró esta vida cuarenta años. Como les pasaba siempre a estos anacoretas, las gentes le descubren, le presentan a su obispo, y el obispo, después de ordenarle de sacerdote, le encarga la parroquia de su pueblo. El que antes, al estudiar el Salterio, no había podido pasar del octavo salmo, «adelantóse ahora en ciencia y en ingenio a los antiguos filósofos del mundo». Predicaba lo que practicaba, «escogía en los prados de la inefable divinidad flores de sabiduría», y todas las rentas de la iglesia las repartía entre los necesitados. Este sencillo proceder, que a él le parecía como el abecé de la administración parroquial, no fue del agrado de todos. Sus clérigos le acusaron al obispo, el obispo le quitó la parroquia, y él, dando gracias a Dios de su inutilidad, buscó de nuevo los escondrijos de la montaña. Dominando el estrecho valle, media legua de Berceo, se abre una gruta, no muy profunda, convertida hoy en oratorio. Aquel era el «logar cobdiciadero» del anacoreta; allí pasó el resto de su vida; allí hacía sus milagros y recibía a las multitudes y luchaba con los demonios, y «como leal obrero martirizaba sus carnes por ganar el dinero», y resistía el soplo helado del viento que las gentes de la tierra llaman «el serranillo». Otros cuarenta años de oración y penitencia, en los cuales no hay más que ruido de batallas espirituales y luz de milagros. No hay enfermedad que se resista al santo anacoreta. Los demonios tienen miedo a su cayado; el vino se aumenta con un gesto de su mano, los ciegos recobran la vista por su intercesión, los energúmenos le rodean y él se encierra con ellos en su caverna; van también los pobres, y él les da sus calzas, su túnica y hasta las mangas de la cogulla. Alguna vez deja su retiro para predicar la penitencia. En la Cuaresma del año 574 ha sabido que un castigo terrible se cierne sobre la región de Cantabria. Inmediatamente pasa aviso de que se reúnan todos los notables de la comarca. Le llevan en un carro, pues acaba de cumplir cien años, está hidrópico y apenas puede moverse. Sin embargo, habla con viveza, transmite la divina embajada, reprende los crímenes, y anuncia el castigo si no sigue una penitencia inmediata. Muchos lloran, pero un senador empieza a grifar que el viejo chochea, y Millán monta de nuevo en el carro y vuelve a su tierra. Unos meses después pasaba a mejor vida, y aquel mismo año un ejército de Leovigildo arrasaba la tierra y saqueaba la ciudad de Amaya.

La existencia del humilde pastorcillo de Berceo fue el asombro de la España visigótica. Aún no había pasado medio siglo después de su muerte, cuando uno de sus más insignes doctores, Braulio de Zaragoza, escribía el relato de sus maravillas; su mejor poeta, Eugenio de Toledo, le cantaba en hermosos versos, y la liturgia le consideraba como uno de los santos más admirables, «el primero en la caridad, en la paciencia insigne, sólido en la humildad, siempre compasivo y generoso, asiduo en la oración, fuerte en las vigilias, en los ayunos invencible y excelentísimo en toda clase de virtudes».

El pintoresco valle, testigo de los cantares de su adolescencia y de las penitencias de su vejez, fue pronto asiento de un santuario famosísimo, centro de civilización, foco de arte y de ciencia, cima de virtud y santidad. Todavía se le llama el «Escorial de la Rioja». Junto a la gruta del santo taumaturgo se levanta el convento de Suso, menos suntuoso que el de Yuso, pero más notable por sus recuerdos históricos y por su antigüedad. La iglesia es un ejemplar curioso del siglo X, con sus dos naves no muy anchas, con sus toscas arcadas de herradura, con sus adornos de hojas y rosetones. En una pequeña capilla que hay a mano derecha, estuvo sepultado San Millán, y allí se ve todavía, adornado de toscas esculturas, el sarcófago que guardó antiguamente sus sagrados huesos. Fue Sancho el Mayor quien los bajó al valle, donde nacieron en torno suyo una villa, que lleva el nombre del santo, y un nuevo monasterio, el de Yuso. Aún podemos contemplar aquella iglesia gótica, que parece una catedral; aquellos claustros espaciosos y llenos de luz, aquellos refectorios, capítulos, escaleras y dormitorios grandiosos, que nos recuerdan un espléndido pasado, una página gloriosa de la historia de Castilla y de España. Allí, durante la Edad Media, llegaban los peregrinos con sus ofrendas de queso, cero, miel, trigo, aceite, hierro, gallinas y corderos; allí trabajaban los copistas trazando en los pergaminos los rasgos elegantes de su letra visigótica; allí labraban el marfil hábiles escultores, iluminaban los códices pacientes miniaturistas; alegres arrapiezos cantaban los hexámetros de Virgilio, y don Gonzalo escribía sus poemas graves y dulces, cuyas imágenes piadosas y rimas doradas son el encanto de nuestra edad. Sobre la tumba del pastorcillo, como eco de los acordes de su cítara, se levantaban ritmos de su vida divina y armonías de arte y poesía.

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