domingo, 8 de noviembre de 2015

Homilía


Las lecturas de hoy nos presentan dos maneras muy distintas de vivir la fe: la de los escribas que acuden al templo con todo su fausto y prepotencia y la de dos viudas; una representa al Antiguo Testamento y la otra al Nuevo Testamento.

Ambas son marginadas e ignoradas por el pueblo por su indigencia y desvalimiento, pero tienen dos virtudes poco frecuente en los “poderosos”: la generosidad del que, aún siendo pobre, da todo lo que tiene y el abandono confiado a la voluntad de Dios.

Jesús observa lo que cada uno va depositando en la ofrenda de limosnas del templo de Jerusalén.

Los escribas dan de lo que les sobra; la viuda, en cambio, da lo que necesita para vivir.

El juicio peyorativo de Jesús se lo llevan los escribas, el grupo social más relevante por sus estudios y conocimiento de la Ley, que además gozan del respeto y la consideración del pueblo.

Han adquirido un prestigio y desean por ello ser reconocidos y valorados tanto por sus títulos como por su forma de vestir, que destaca sobre la de los demás.

La crítica de Jesús no apunta al cargo que ostentan como buenos conocedores de la Ley, sino a la falsa religiosidad, alimentada por la hipocresía y las apariencias engañosas.

En esto se centra la primera parte del evangelio, que nos coloca ante la realidad de nuestra vida.

¿Buscamos como los escribas privilegios y prebendas?

Han pasado muchos siglos, pero el corazón humano no ha cambiado.

Fijémonos en nuestras parroquias donde muchos de nosotros anteponemos el protagonismo dentro de nuestra comunidad reclamando cuotas de poder y exigiendo que se reconozcan nuestras prestaciones voluntarias.

De lo contrario, nos enfadamos o torpedeamos de palabra y obra la pastoral que se realiza.

Actuamos así según los criterios del mundo y estamos muy lejos de lo que debe ser un cristiano comprometido.

La carta de Santiago, escuchada en domingos anteriores, denuncia la mala costumbre de colocar a los ricos en los primeros lugares (Santiago 2, 2-3).

Casi sin darnos cuenta, nos adentramos en esta dinámica de la desigualdad y del mercado de la imagen que preconiza la sociedad de consumo.

De esta manera, a la hora de escoger preferimos al bien vestido que al andrajoso, al de porte sonriente que al serio, al rico que al pobre, al culto que al inculto.

Nuestros ojos están viciados por una cultura que sólo ve a los triunfadores y margina a los fracasados al olvido y al desamor.

La Madre Teresa de Calcuta supo ver con ojos limpios a los pobres moribundos desperdigados por las calles de la ciudad y recogerlos con amor para que se recuperaran y murieran dignamente.

Hay testimonios conmovedores que despiertan esa sensibilidad dormida que todos llevamos dentro y no dejamos aflorar, porque es más fácil mirar a otro lado y evitar cualquier evento que altere nuestra forma cómoda de vivir.

El juicio positivo de Jesús sobre la actitud generosa de esta pobre viuda da qué pensar.

De todos los protagonistas que se acercan ataviados al templo es la única rica a los ojos de Dios, que responde con creces al óbolo del pobre para que no le falte lo necesario para sobrevivir.

A diferencia del escriba, que procura ser visto por la gente y necesita ser alabado y vitoreado, la viuda obra en silencio, a hurtadillas, consciente de su pobreza y de su poca valía, pero es la única rica a los ojos de Dios.

Esto último es lo que más importa en el caminar religioso del creyente.

Desde siempre son los pobres quienes se compadecen de los más pobres, porque saben lo que significa el dolor, el hambre y la desesperación.

La operación kilo, que muchas instituciones benéficas realizan a lo largo del año y especialmente en la época de Navidad, demuestra cuán grande es la solidaridad del ser humano cuando se olvida de sí mismo y se entrega de modo altruista y callado a los demás, trabajando y donde haga falta.

Este tipo de personas nunca sale en los diarios, en la televisión, en la radio y en las revistas.

Tampoco recibe condecoraciones o reconocimiento público por sus buenas acciones, ni participan en manifestaciones para reivindicar sus presuntos derechos.

Se creen los últimos en la escala social de valores e indignos de ser honrados. Por ello no se dan importancia, ni piensan que merezcan recompensa por el deber bien cumplido.

Pero, según Jesús, serán las primeras en el Reino de los Cielos.

Todo es gracia y todo es don.

Nada es mérito nuestro, sino fruto de la benevolencia y suprema generosidad de Dios, que “nos entregó a su Hijo -segunda lectura- una sola vez, para abolir con su sacrificio el pecado” (Hebreos 9, 28).

Por tanto, mientras vivamos hemos se sentirnos agradecidos y reconocer con amor filial el Gran Regalo recibido.

La fe nos invita a evitar el orgullo y el espíritu de superioridad, a fin de no caer en la tentación de pensar y creer que el Cielo es una conquista y la salvación un mérito nuestro.

La limosna dada con amor y con deferencia hacia el que la recibe nos muestra la sensibilidad real del donante y no humilla al pobre, sino que reconoce su dignidad.

Hace varias décadas se besaba el pan antes de dárselo al mendigo que pedía de comer.

Hoy hay quienes se jactan de defender posturas que impiden cualquier tipo de mendicidad, pero practican políticas que engrosan el número de los parados e indigentes.

Al final, es la Iglesia quien los acoge y las almas generosas quienes los ayudan a sobrevivir.

Los promotores de estas ideas igualitarias viven en lujosos pisos, no les falta de nada y desconocen el mundo de la marginación

“A los pobres -dice Jesús- los tendréis siempre con vosotros”.

En todas las ciudades del mundo existe este mismo problema, gobierne quien gobierne, y persistirá mientras los ricos no se desprendan de todo lo que les sobra, pues “la avaricia rompe el caso”.

“Un barco de la época romana zarpó del puerto de Sidón, en Fenicia, con destino a Roma navegando por el Mar Mediterráneo.

Todo iba en calma hasta que una tarde se desató una fuerte tempestad. A pesar de los esfuerzos del capitán y la tripulación, no pudieron enderezar el rumbo y el barco quedó a la deriva, a merced de las olas.

Cerca había una playa y el capitán dio órdenes de que todo el mundo se desprendiera de todos sus enseres y se lanzara al mar para llegar a nado y desnudos a la orilla.

Pero un pasajero rico y muy avaro, desatendiendo el mandato, se ató a la cintura sus alforjas llenas de dinero, se ajustó los zapatos y se lanzó al agua.

En pocos segundos el pesado lastre que portaba lo hundió hasta el fondo y se ahogó.


El resto sobrevivieron”


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