domingo, 1 de noviembre de 2015

Homilía


Llevo, como la inmensa mayoría de los españoles, los apellidos de mis padres.

De esta manera soy reconocido y figuran en mi carnet de identidad.

Es evidente que no tengo ningún mérito por apellidarme así ni he hecho nada por adquirirlos.

Pero son un don gratuito y generoso por parte de mi padre y de mi madre, y me siento muy orgulloso y honrado por llevarlos.

Todos nosotros somos santos, no por propios méritos, sino porque Santo es el apellido de nuestro Padre del Cielo, que nos ama y nunca dejará de amarnos.

Somos sus hijos y de El hemos heredado la santidad y la dignidad de ser hijos del amor.

Este don no es patrimonio de unos pocos, sino de todo hombre y toda mujer que vienen a este mundo.

En el santoral de cada día encontramos a numerosos santos canonizados por la Iglesia, presentados ante el pueblo como modelos de vida a seguir.

Unos han marcado una pauta de popularidad en la historia de la Iglesia como Santa Teresa, San Antonio, San Francisco de Asís, San Francisco Javier; otros han sido recientemente reconocidos por sus virtudes ejemplares para el mundo de hoy, como el Papa Juan XXIII, Teresa de Calcuta, Damián de Beuster...

Hay santos vivientes que destacan por su inquebrantable testimonio cristiano; cada uno de nosotros reconocemos a varios..

Evidentemente, este calendario es muy limitado, puesto que son, como dice el libro del Apocalipsis, incontables en número, provenientes de toda tribu, raza o nación, que viven felices en el corazón de Dios.

Hoy celebramos su fiesta, el triunfo definitivo de nuestros seres queridos que abandonaron este mundo y participan ya de la vida de los bienaventurados.

No sólo permanecen vivos en nuestro recuerdo, sino que son nuestros mejores valedores en el cielo.

Hay una intercomunión entre ellos y nosotros mediante la oración. Es lo que confesamos cuando decimos: “creo en la comunión de los santos”.

Esta es la humanidad nueva que ha llegado a su término y ve a Dios tal cual es.

Es nuestra aspiración suprema, la gran utopía que nos va guiando a lo largo de la vida

Al celebrar esta Fiesta del triunfo de Todos los Santos, estamos proclamando en realidad el amor de Dios que los ha acogido en su seno.

Los que formamos parte de la Iglesia militante esperamos también ver a Dios cara a cara.

Mientras tanto, Jesús nos brinda en esta Carta Magna de las Bienaventuranzas la moral positiva que debemos seguir para llegar a ese encuentro definitivo con Dios.

No se es bueno por evitar el mal; se es bueno por hacer el bien.

En este sentido, los pobres de espíritu, los mansos, los misericordiosos, los pacíficos, los limpios de corazón, los que lloran y se compadecen de las miserias humanas, los perseguidos por causa de la justicia... serán bienaventurados, vivirán perpetuamente con el Supremo Hacedor, las jerarquías del cielo y todos los Santos.

Aquí, en la tierra, disfrutamos de un anticipo cuando vivimos la comunión en la familia, en la amistad, en el matrimonio, en las relaciones sociales, en la convivencia fraterna, en la intimidad sexual, en la comunidad de fe...

Todo esto lo sabemos, es efímero, puesto que la felicidad se nos escapa de las manos y tenemos una fecha de caducidad con la muerte.

También es cierto que gran parte de nuestras frustraciones, angustias y depresiones se producen entre las personas que amamos, al sentirnos infravalorados, utilizados o insuficientemente queridos.

A pesar de todo, no debemos dejarnos arrastrar por la pesadumbre y buscar siempre el lado positivo de los acontecimientos.

El poder, el dinero y la gloria de este mundo quedarán aniquilados por la muerte.

Los sistemas injustos, origen de la grave crisis que estamos viviendo, nos gritan bien a las claras que este desorden es insostenible.

Existe otra manera de organizar la convivencia, si somos capaces de escuchar a los que tienen hambre y sed de justicia para configurar un mundo para todos ( no sólo para ricos y poderosos) , donde cada cual arrima el hombro como puede, con humildad y entrega a los demás..

Volviendo a las Bienaventuranzas, los auténticos santos no hicieron ostentación de su condición de tales.

Se limitaron a cumplir con su deber, llenando de sentido las cosas más sencillas y humildes, sacrificándose calladamente por los demás.

Santos anónimos a quienes Jesús en el evangelio llama bienaventurados.

Gente maltratada, humillada, escarnecida, perseguida, castigada por defender la justicia.

Hombres y mujeres desprendidos, honrados, abiertos al perdón y a la misericordia, prestos para servir y acompañar al solitario, al enfermo, al débil, al parado, al emigrante.

Con ellos, como escoltas de Jesús, se ha ido tejiendo la historia de “los mejores hijos de la Iglesia”, así llamados en el prefacio de la Eucaristía de hoy.

Su sangre, también derramada para el perdón de los pecados, nos acerca cada vez más al misterio redentor de Cristo.

Unidos en comunión con nuestros hermanos, miembros de la Iglesia triunfante y junto a María, madre de todos los Santos, proclamemos juntos nuestra fe en Jesús, el Cordero de Dios degollado que quita el pecado del mundo y a quien alaba sin cesar el coro de todos los Bienaventurados.

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