lunes, 30 de noviembre de 2015
Lecturas
Si tus labios profesan que Jesús es el Señor, y tu corazón cree que Dios lo resucitó de entre los muertos, te salvarás.
Por la fe del corazón llegamos a la justificación,- y por la profesión de los labios, a la salvación.
Dice la Escritura:
«Nadie que cree en él quedará defraudado.» Porque no hay distinción entre judío y griego; ya que uno mismo es el Señor de todos, generoso con todos los que lo invocan. Pues «todo el que invoca el nombre del Señor se salvará.»
Ahora bien, ¿cómo van a invocarlo, si no creen en él?; ¿cómo van a creer, si no oyen hablar de él?; y ¿cómo van a oír sin alguien que proclame?; y ¿cómo van a proclamar si no los envían? Lo dice la Escritura: « ¡Qué hermosos los pies de los que anuncian el Evangelio! » Pero no todos han prestado oído al Evangelio; como dice Isaías:
«Señor, ¿quién ha dado fe a nuestro mensaje?» Así, pues, la fe nace del mensaje, y el mensaje consiste en hablar de Cristo.
Pero yo pregunto: «¿Es que no lo han oído?» Todo lo contrario:
«A toda la tierra alcanza su pregón, y hasta los limites del orbe su lenguaje. »
En aquel tiempo, pasando Jesús junto al lago de Galilea, vio a dos hermanos, a Simón, al que llaman Pedro, y a Andrés, su hermano, que estaban echando el copo en el lago, pues eran pescadores.
Les dijo:
-«Venid y seguidme, y os haré pescadores de hombres.»
Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron.
Y, pasando adelante, vio a otros dos hermanos, a Santiago, hijo Zebedeo, y a Juan, que estaban en la barca repasando las redes con Zebedeo, su padre. Jesús los llamó también. Inmediatamente dejaron la barca y a su padre y lo siguieron.
Palabra del Señor.
San Andrés Apóstol
Sentada sobre el lago de Genesareth estaba Cafarnaúm, y junto a Cafarnaúm, Corozaím y Bethsaida. Bethsaida y Corozaím, pequeñas aldeas de pescadores y campesinos, miraban con envidia a Cafarnaúm, que poco a poco se había ido convirtiendo en una ciudad populosa y comercial. Situada en el camino de las caravanas que desde Damasco se dirigían al mar, había llegado a ser un punto de cita para artesanos, traficantes, mercaderes, comisionistas, soldados, recaudadores y funcionarios. De los pueblos limítrofes le llegaban sin cesar gentes deseosas de ganarse la vida o de ocupar un puesto en las covachuelas del fisco. Así habían llegado dos pescadores de Bethsaida: Simón, hijo de Jonás, y su hermano Andrés. Pero Simón venía empujado por el amor, pues al llegar a Cafarnaúm se había establecido con su mujer en casa de su suegra.
En la ciudad, lo mismo que en la aldea, los dos hermanos viven de la pesca; pero tanto como las carpas y los boquerones, les interesan las cuestiones religiosas. En las noches serenas, mientras aguardan a que los peces vengan a meterse en la red, hablan en voz baja del último capítulo de los Profetas, leído por el rabino en la sinagoga, y se preguntan si el Mesías no estará a punto de aparecer. Cuando Juan Bautista empieza a bautizar en el Jordán, los dos hermanos se entusiasman con aquel movimiento teocrático, y Andrés, que está más libre, se marcha de casa en busca del Profeta. Es una naturaleza ardiente, un corazón sencillo, un hombre que busca lealmente el reino de Dios. Juan le admite entre sus discípulos. Una tarde estaba Andrés con su maestro cerca del agua, cuando oyeron ruido de pasos. Delante de ellos caminaba un hombre cuya frente aparecía aureolada por una serenidad divina. El Bautista levantó la cabeza, clavó en el transeúnte una mirada de admiración y respeto, y dijo a su discípulo: «He aquí al Cordero de Dios.»
Estas palabras impresionaron tan vivamente al joven pescador, que, dejando a Juan, echó a correr detrás del desconocido.
—¿Qué quieres?—preguntó éste, volviendo la cabeza; y había tal dulzura en su voz, que Andrés se atrevió a decirle, como pidiéndole una entrevista;
—Rabbí, ¿dónde moras? Y el Rabbí le contestó:
—Ven conmigo y lo verás.
Este fue el primer encuentro de Andrés de Bethsaida y Jesús de Nazareth.
Sin duda, el Señor habitaba entonces algunas de las casitas que se alzaban en las riberas del Jordán, tal vez una choza formada de ramas de terebinto y de palmera, sobre la cual el viajero arrojaba su manto de piel de cabra. Eran las cuatro de la tarde cuando Andrés entró en la morada de Jesús, y se quedó con Él todo el día. «¡Oh día dichoso!
—Exclamaba San Agustín—. ¡Quién pudiera decirnos lo que en aquellas horas aprendió el afortunado discípulo.»
Loco de alegría con su descubrimiento, Andrés fue a anunciárselo a su hermano.
—He hallado al Mesías—le dijo.
Y, cogiéndole del brazo, le llevó a donde estaba Jesús. El Señor miró al hombre rudo, tostado por los aires y los soles del lago, y viendo en él la roca inmutable sobre la cual construiría su Iglesia, le dijo: «Tú eres Simón, hijo de Jonás; pero en adelante te llamarás Pedro.»
Después Jesús se volvió a Galilea, y los dos discípulos siguieron echando sus redes en el agua. Pero al poco tiempo el Profeta de Nazareth estaba de vuelta en Cafarnaúm, «su ciudad», como dice San Mateo. Por las tardes solía vérsele a la orilla del lago, viendo llegar las barcas con la vela hinchada por la brisa y saludando a los hombres, que descendían con los pies descalzos, llevando las viejas redes goteando o las cestas donde brillaba la plata de los peces agonizantes. Pero a veces las cestas estaban vacías, y entonces las palabras del Nazareno curaban el mal humor de los corazones, amargados por la brega infructuosa. Y sucedió que un atardecer volvió a ver Jesús a los dos hermanos, que desde su barca arrojaban las redes en el mar; y hablándoles desde la orilla, les dijo: «Venid en pos de Mí, que Yo os haré pescadores de hombres.» Era la vocación definitiva. En el mismo instante, Simón y Andrés dejaron la barca y las redes y siguieron a Jesús.
Durante tres años, Andrés recogió los secretos del corazón del Maestro, asistió a sus milagros, escuchó con avidez su doctrina, y fue testigo de su Pasión y muerte. De todos los Doce fue el primero en seguir a Jesús; y aquel primer entusiasmo no desmaya nunca, ni en los caminos de Galilea, ni en los silencios del desierto, ni ante los muros enemigos de Jerusalén. Oye con los demás Apóstoles el mandato divino: «Id y predicad a todas las gentes»; y cuando llega la hora de lanzarse a través del mundo a predicar la buena nueva, deja para siempre su tierra y el lago inolvidable donde había brillado para él la luz de la verdad, y camina a través del mundo romano, enarbolando intrépidamente la antorcha divina: del Asia Menor al Peloponeso, del Peloponeso a Tracia, de Tracia a las regiones del Ponto Euxino. No le detiene el Cáucaso, ni las fronteras del Imperio. Donde ha renunciado a pasar el soldado de Roma, allá llega él armado de la cruz. La región misteriosa de la Escitia, cuna de hordas salvajes y de conquistadores bárbaros, le mira como su primer Apóstol. Los helenos, acostumbrados a la música poética de Sófocles, escuchan ahora con respeto esta voz que tiene rudezas semitas, pero que trae la luz a los espíritus y el calor a los corazones. En Patras, ciudad de Acaia, la multitud rodea al sabio que predica la filosofía de la cruz.
Andrés es un apasionado de la cruz. La cruz es su bandera, su espada y su armadura. Llevado a presencia del prefecto, le dice: «Oh Egeas; si tú quisieses conocer este misterio de la cruz, y cómo el Creador del mundo quiso morir en el madero para salvar al hombre, seguramente creerías en él y le adorarías.»
Tal vez Egeas era uno de aquellos hombres escépticos que pululaban en el Imperio romano durante el gobierno de los primeros cesares, y que veían en la religión oficial una tradición de belleza, íntimamente unida con la grandeza de Roma. Recibió despectivo la invitación del Apóstol y le ordenó que sacrificase a los dioses. Es bellísima la respuesta de Andrés: «Cada día ofrezco a Dios todopoderoso un sacrificio vivo, no el humo del incienso, ni la sangre de los cabritos, ni la sangre de los toros; mi ofrenda es el Cordero sin mancha, cuya carne es verdadera comida, y cuya sangre es verdadera bebida con que se alimenta el pueblo creyente; y, a pesar de esto, después de la inmolación persevera vivo y entero, como antes de ser sacrificado.»
Estas misteriosas palabras provocaron, como era natural, la cólera del magistrado. Condenado a muerte, Andrés vio levantarse ante sí una cruz en forma de aspa. Era el instrumento del suplicio. Lleno de júbilo, cayó delante de ella, prorrumpiendo en aquellas palabras que la Iglesia ha recogido en su liturgia: « ¡Oh cruz amable, oh cruz ardientemente deseada y al fin tan dichosamente hallada! ¡Oh cruz que serviste de lecho a mi Señor y Maestro, recíbeme en tus brazos y llévame de en medio de los hombres para que por ti me reciba quien me redimió por ti y su amor me posea eternamente!» Así Andrés, «el primogénito de los Apóstoles», como le llama Bossuet, fue elegido para dar al mundo un ejemplo heroico de amor al signo adorable de la cruz.
En la ciudad, lo mismo que en la aldea, los dos hermanos viven de la pesca; pero tanto como las carpas y los boquerones, les interesan las cuestiones religiosas. En las noches serenas, mientras aguardan a que los peces vengan a meterse en la red, hablan en voz baja del último capítulo de los Profetas, leído por el rabino en la sinagoga, y se preguntan si el Mesías no estará a punto de aparecer. Cuando Juan Bautista empieza a bautizar en el Jordán, los dos hermanos se entusiasman con aquel movimiento teocrático, y Andrés, que está más libre, se marcha de casa en busca del Profeta. Es una naturaleza ardiente, un corazón sencillo, un hombre que busca lealmente el reino de Dios. Juan le admite entre sus discípulos. Una tarde estaba Andrés con su maestro cerca del agua, cuando oyeron ruido de pasos. Delante de ellos caminaba un hombre cuya frente aparecía aureolada por una serenidad divina. El Bautista levantó la cabeza, clavó en el transeúnte una mirada de admiración y respeto, y dijo a su discípulo: «He aquí al Cordero de Dios.»
Estas palabras impresionaron tan vivamente al joven pescador, que, dejando a Juan, echó a correr detrás del desconocido.
—¿Qué quieres?—preguntó éste, volviendo la cabeza; y había tal dulzura en su voz, que Andrés se atrevió a decirle, como pidiéndole una entrevista;
—Rabbí, ¿dónde moras? Y el Rabbí le contestó:
—Ven conmigo y lo verás.
Este fue el primer encuentro de Andrés de Bethsaida y Jesús de Nazareth.
Sin duda, el Señor habitaba entonces algunas de las casitas que se alzaban en las riberas del Jordán, tal vez una choza formada de ramas de terebinto y de palmera, sobre la cual el viajero arrojaba su manto de piel de cabra. Eran las cuatro de la tarde cuando Andrés entró en la morada de Jesús, y se quedó con Él todo el día. «¡Oh día dichoso!
—Exclamaba San Agustín—. ¡Quién pudiera decirnos lo que en aquellas horas aprendió el afortunado discípulo.»
Loco de alegría con su descubrimiento, Andrés fue a anunciárselo a su hermano.
—He hallado al Mesías—le dijo.
Y, cogiéndole del brazo, le llevó a donde estaba Jesús. El Señor miró al hombre rudo, tostado por los aires y los soles del lago, y viendo en él la roca inmutable sobre la cual construiría su Iglesia, le dijo: «Tú eres Simón, hijo de Jonás; pero en adelante te llamarás Pedro.»
Después Jesús se volvió a Galilea, y los dos discípulos siguieron echando sus redes en el agua. Pero al poco tiempo el Profeta de Nazareth estaba de vuelta en Cafarnaúm, «su ciudad», como dice San Mateo. Por las tardes solía vérsele a la orilla del lago, viendo llegar las barcas con la vela hinchada por la brisa y saludando a los hombres, que descendían con los pies descalzos, llevando las viejas redes goteando o las cestas donde brillaba la plata de los peces agonizantes. Pero a veces las cestas estaban vacías, y entonces las palabras del Nazareno curaban el mal humor de los corazones, amargados por la brega infructuosa. Y sucedió que un atardecer volvió a ver Jesús a los dos hermanos, que desde su barca arrojaban las redes en el mar; y hablándoles desde la orilla, les dijo: «Venid en pos de Mí, que Yo os haré pescadores de hombres.» Era la vocación definitiva. En el mismo instante, Simón y Andrés dejaron la barca y las redes y siguieron a Jesús.
Durante tres años, Andrés recogió los secretos del corazón del Maestro, asistió a sus milagros, escuchó con avidez su doctrina, y fue testigo de su Pasión y muerte. De todos los Doce fue el primero en seguir a Jesús; y aquel primer entusiasmo no desmaya nunca, ni en los caminos de Galilea, ni en los silencios del desierto, ni ante los muros enemigos de Jerusalén. Oye con los demás Apóstoles el mandato divino: «Id y predicad a todas las gentes»; y cuando llega la hora de lanzarse a través del mundo a predicar la buena nueva, deja para siempre su tierra y el lago inolvidable donde había brillado para él la luz de la verdad, y camina a través del mundo romano, enarbolando intrépidamente la antorcha divina: del Asia Menor al Peloponeso, del Peloponeso a Tracia, de Tracia a las regiones del Ponto Euxino. No le detiene el Cáucaso, ni las fronteras del Imperio. Donde ha renunciado a pasar el soldado de Roma, allá llega él armado de la cruz. La región misteriosa de la Escitia, cuna de hordas salvajes y de conquistadores bárbaros, le mira como su primer Apóstol. Los helenos, acostumbrados a la música poética de Sófocles, escuchan ahora con respeto esta voz que tiene rudezas semitas, pero que trae la luz a los espíritus y el calor a los corazones. En Patras, ciudad de Acaia, la multitud rodea al sabio que predica la filosofía de la cruz.
Andrés es un apasionado de la cruz. La cruz es su bandera, su espada y su armadura. Llevado a presencia del prefecto, le dice: «Oh Egeas; si tú quisieses conocer este misterio de la cruz, y cómo el Creador del mundo quiso morir en el madero para salvar al hombre, seguramente creerías en él y le adorarías.»
Tal vez Egeas era uno de aquellos hombres escépticos que pululaban en el Imperio romano durante el gobierno de los primeros cesares, y que veían en la religión oficial una tradición de belleza, íntimamente unida con la grandeza de Roma. Recibió despectivo la invitación del Apóstol y le ordenó que sacrificase a los dioses. Es bellísima la respuesta de Andrés: «Cada día ofrezco a Dios todopoderoso un sacrificio vivo, no el humo del incienso, ni la sangre de los cabritos, ni la sangre de los toros; mi ofrenda es el Cordero sin mancha, cuya carne es verdadera comida, y cuya sangre es verdadera bebida con que se alimenta el pueblo creyente; y, a pesar de esto, después de la inmolación persevera vivo y entero, como antes de ser sacrificado.»
Estas misteriosas palabras provocaron, como era natural, la cólera del magistrado. Condenado a muerte, Andrés vio levantarse ante sí una cruz en forma de aspa. Era el instrumento del suplicio. Lleno de júbilo, cayó delante de ella, prorrumpiendo en aquellas palabras que la Iglesia ha recogido en su liturgia: « ¡Oh cruz amable, oh cruz ardientemente deseada y al fin tan dichosamente hallada! ¡Oh cruz que serviste de lecho a mi Señor y Maestro, recíbeme en tus brazos y llévame de en medio de los hombres para que por ti me reciba quien me redimió por ti y su amor me posea eternamente!» Así Andrés, «el primogénito de los Apóstoles», como le llama Bossuet, fue elegido para dar al mundo un ejemplo heroico de amor al signo adorable de la cruz.
domingo, 29 de noviembre de 2015
Lecturas
«Mirad que llegan días -oráculo del Señor- en que cumpliré la promesa que hice a la casa de Israel y a la casa de Judá.
En aquellos días y en aquella hora, suscitaré a David un vástago legítimo, que hará justicia y derecho en la tierra.
En aquellos días se salvará Judá, y en Jerusalén vivirán tranquilos, y la llamarán así: “Señor nuestra-justicia”.»
Hermanos:
Que el Señor os colme y os haga rebosar de amor mutuo y de amor a todos, lo mismo que nosotros os amamos.
Y que así os fortalezca internamente, para que, cuando Jesús, nuestro Señor, vuelva acompañado de todos sus santos, os presentéis santos e irreprensibles ante Dios, nuestro Padre.
En fin, hermanos, por Cristo Jesús os rogamos y exhortamos: Habéis aprendido de nosotros cómo proceder para agradar a Dios; pues proceded así y seguid adelante.
Ya conocéis las instrucciones que os dimos, en nombre del Señor Jesús.
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
- «Habrá signos en el sol y la luna y las estrellas, y en la tierra angustia de las gentes, enloquecidas por el estruendo del mar y el oleaje. Los hombres quedarán sin aliento por el miedo y la ansiedad ante lo que se le viene encima al mundo, pues los astros se tambalearán.
Entonces verán al Hijo del hombre venir en una nube, con gran poder y majestad.
Cuando empiece a suceder esto, levantaos, alzad la cabeza: se acerca vuestra liberación.
Tened cuidado: no se os embote la mente con el vicio, la bebida y los agobios de la vida, y se os eche encima de repente aquel día; porque caerá como un lazo sobre todos los habitantes de la tierra.
Estad siempre despiertos, pidiendo fuerza para escapar de todo lo que está por venir y manteneros en pie ante el Hijo del hombre.»
Palabra del Señor.
Más abajo encontrareis la HOMILÍA correspondiente a estas lecturas.
Homilía
Hoy se inicia el año litúrgico, celebrando en la memoria litúrgica la venida del Señor.
La primera venida en la debilidad de nuestra carne ya tuvo lugar en Belén hace más de dos mil años; la segunda y definitiva venida sucederá al final de los tiempos cuando Cristo presente al Padre la consumación de la redención.
Ambas venidas están siempre presentes en la memoria cristiana cuando reiteradamente repetimos en la Eucaristía:
¡”Ven, Señor Jesús”!, al anunciar su muerte y proclamar su resurrección.
Antes de ascender al cielo el Señor nos prometió su misteriosa presencia entre nosotros hasta el fin del mundo. Y es aquí donde se cimienta nuestra esperanza.
La primera venida en la debilidad de nuestra carne ya tuvo lugar en Belén hace más de dos mil años; la segunda y definitiva venida sucederá al final de los tiempos cuando Cristo presente al Padre la consumación de la redención.
Ambas venidas están siempre presentes en la memoria cristiana cuando reiteradamente repetimos en la Eucaristía:
¡”Ven, Señor Jesús”!, al anunciar su muerte y proclamar su resurrección.
Antes de ascender al cielo el Señor nos prometió su misteriosa presencia entre nosotros hasta el fin del mundo. Y es aquí donde se cimienta nuestra esperanza.
Con estas palabras el profeta Jeremías se dirige al rey de Judá que no hace caso a sus requerimientos y Jerusalén es arrasada por tropas extranjeras.
El auténtico profeta ilumina y mantiene viva la esperanza del futuro, mirando con los ojos de Dios.
Podemos interiorizar estas palabras aplicándolas a los difíciles tiempos de incertidumbre que nos toca vivir a causa de la crisis económica, los devaneos políticos de ciertos mandatarios y los atentados terroristas del EI contra la civilización occidental y las sociedades democráticas, cuya vulnerabilidad ha sido visiblemente manifiesta en los locales de ocio de París.
¿Cómo defenderse ante personas que utilizan la libertad para dinamitarla en nombre de Alá con un fanatismo que no teme la muerte?
Debemos aprender de la historia y comprender que cuando se destruyen los ideales y se promocionan formas de vida lejos del plan de Dios sin la oposición activa de la gente sensata, la sociedad queda a merced de grupos o naciones que sí saben lo que quieren y cómo conseguirlo, sea mediante el aumento de la demografía en los países donde emigran o por la fuerza de las armas.
Europa es el trampolín del Islam para implantar poco a poco la sharia o ley islámica, que margina o persigue a quienes no se avengan a cumplir sus imposiciones religiosas.
Millones de cristianos han sido masacrados o han tenido que emigrar ante la pasividad de los más poderosos de la tierra, más ocupados en salvaguardar sus intereses económicos que en hacer frente a esta barbarie.
La hipocresía de Occidente o el “buenismo” con el que se justifica a los asesinos ha favorecido todo tipo de radicalismos, que nos abocan a un escenario de difícil solución.
La guerra sigue en Siria e Irak. ¿Cuá será el desenlace?
Necesitamos, como el pueblo de Judá deportado a Babilonia, levantar los ánimos y alimentar la esperanza cristiana que se alimenta de la fe y asienta sus raíces en Cristo, vencedor de la muerte y libertador del mal, que nos guía y nos salva.
La fuerza de esta esperanza es capaz de superar los desalientos ocasionales de nuestra espera, porque nuestra meta no se basa en necesidades temporales.
Este tiempo de Adviento nos invita a profundizar nuestra fe como el árbol que baja la savia a sus raíces aguardando la siguiente primavera.
El auténtico profeta ilumina y mantiene viva la esperanza del futuro, mirando con los ojos de Dios.
Podemos interiorizar estas palabras aplicándolas a los difíciles tiempos de incertidumbre que nos toca vivir a causa de la crisis económica, los devaneos políticos de ciertos mandatarios y los atentados terroristas del EI contra la civilización occidental y las sociedades democráticas, cuya vulnerabilidad ha sido visiblemente manifiesta en los locales de ocio de París.
¿Cómo defenderse ante personas que utilizan la libertad para dinamitarla en nombre de Alá con un fanatismo que no teme la muerte?
Debemos aprender de la historia y comprender que cuando se destruyen los ideales y se promocionan formas de vida lejos del plan de Dios sin la oposición activa de la gente sensata, la sociedad queda a merced de grupos o naciones que sí saben lo que quieren y cómo conseguirlo, sea mediante el aumento de la demografía en los países donde emigran o por la fuerza de las armas.
Europa es el trampolín del Islam para implantar poco a poco la sharia o ley islámica, que margina o persigue a quienes no se avengan a cumplir sus imposiciones religiosas.
Millones de cristianos han sido masacrados o han tenido que emigrar ante la pasividad de los más poderosos de la tierra, más ocupados en salvaguardar sus intereses económicos que en hacer frente a esta barbarie.
La hipocresía de Occidente o el “buenismo” con el que se justifica a los asesinos ha favorecido todo tipo de radicalismos, que nos abocan a un escenario de difícil solución.
La guerra sigue en Siria e Irak. ¿Cuá será el desenlace?
Necesitamos, como el pueblo de Judá deportado a Babilonia, levantar los ánimos y alimentar la esperanza cristiana que se alimenta de la fe y asienta sus raíces en Cristo, vencedor de la muerte y libertador del mal, que nos guía y nos salva.
La fuerza de esta esperanza es capaz de superar los desalientos ocasionales de nuestra espera, porque nuestra meta no se basa en necesidades temporales.
Este tiempo de Adviento nos invita a profundizar nuestra fe como el árbol que baja la savia a sus raíces aguardando la siguiente primavera.
San Lucas incide en la misma idea del profeta Jeremías al describir la crisis del fin del mundo y alentar la esperanza.
Utiliza, como los escritores de su tiempo, el género apocalíptico para plasmar una vedad religiosa. En medio de los cataclismos y devastaciones, el Señor nos protege y ampara ante los sufrimientos y persecuciones de la era presente.
Es cierto que algunos autores cinematográficos inciden en escena de destrucción del mundo, y propagan el “morbo” para aumentar el número de espectadores, pero también lo es la herida que está sufriendo la tierra a causa de la polución atmosférica y los vertidos contaminantes denunciados por el papa Francisco en su encíclica “Laudato si”.
Muchos piensan que, siguiendo a este ritmo, el deterioro futuro será tal que se convertirá en una superficie inhabitable.
Utiliza, como los escritores de su tiempo, el género apocalíptico para plasmar una vedad religiosa. En medio de los cataclismos y devastaciones, el Señor nos protege y ampara ante los sufrimientos y persecuciones de la era presente.
Es cierto que algunos autores cinematográficos inciden en escena de destrucción del mundo, y propagan el “morbo” para aumentar el número de espectadores, pero también lo es la herida que está sufriendo la tierra a causa de la polución atmosférica y los vertidos contaminantes denunciados por el papa Francisco en su encíclica “Laudato si”.
Muchos piensan que, siguiendo a este ritmo, el deterioro futuro será tal que se convertirá en una superficie inhabitable.
Los países de la llamada Europa Occidental estamos desde hace tiempo sufriendo las consecuencia del materialismo, el relativismo moral y el nihilismo; todas ellas doctrinas destructivas.
Mientras se van perdiendo ancestrales y positivas tradiciones cristianas, se introducen formas de vida que fomentan el individualismo egoísta, la insolidaridad y el esfuerzo productivo en aras del hedonismo y el placer inmediato.
De esta manera, la persona, desprotegida de los valores morales, se siente sola, impotente y vacía, esclava de las ideologías dominantes, que son las que dictan las consignas a seguir.
Decía Einstein:
“la ciencia y la técnica llevan al hombre a su podredumbre, si las energías morales están paralizadas”
En este mismo sentido, nos recuerda el evangelio de hoy que podemos caer en la tentación del “vicio, la bebida y la preocupación del dinero”
¿Qué hacemos con nuestra libertad?
Corremos el peligro de pensar que otros van a resolver nuestros problemas mientras permanecemos pasivos ante situaciones que nos desbordan, porque no estamos habituados a una entrega generosa
Saint-Exupery afirmaba que:
“la comunidad -hoy añadiríamos globalización-no es la suma de intereses, sino la suma de entregas”
Mientras se van perdiendo ancestrales y positivas tradiciones cristianas, se introducen formas de vida que fomentan el individualismo egoísta, la insolidaridad y el esfuerzo productivo en aras del hedonismo y el placer inmediato.
De esta manera, la persona, desprotegida de los valores morales, se siente sola, impotente y vacía, esclava de las ideologías dominantes, que son las que dictan las consignas a seguir.
Decía Einstein:
“la ciencia y la técnica llevan al hombre a su podredumbre, si las energías morales están paralizadas”
En este mismo sentido, nos recuerda el evangelio de hoy que podemos caer en la tentación del “vicio, la bebida y la preocupación del dinero”
¿Qué hacemos con nuestra libertad?
Corremos el peligro de pensar que otros van a resolver nuestros problemas mientras permanecemos pasivos ante situaciones que nos desbordan, porque no estamos habituados a una entrega generosa
Saint-Exupery afirmaba que:
“la comunidad -hoy añadiríamos globalización-no es la suma de intereses, sino la suma de entregas”
Somos llamados a ser ciudadanos del cielo, pero debemos ser concientes de ser ciudadanos de la tierra, sensibles a los problemas que nos afectan a todos.
Esto significa arrimar el hombro y no evadir responsabilidades, porque el Señor viene a nosotros y quiere que permanezcamos en vela activa.
Ya sabemos que el mundo no va como nosotros quisiéramos- nunca ha ido- pero no deja de estar en las manos de Dios, que conoce nuestras limitaciones.
El Adviento nos arrastra, como vendaval de otoño, al optimismo evocando una vez más las exhortaciones esperanzadas de Jesús:
“Levantaos, alzad la cabeza; se acerca vuestra liberación”
Esto significa arrimar el hombro y no evadir responsabilidades, porque el Señor viene a nosotros y quiere que permanezcamos en vela activa.
Ya sabemos que el mundo no va como nosotros quisiéramos- nunca ha ido- pero no deja de estar en las manos de Dios, que conoce nuestras limitaciones.
El Adviento nos arrastra, como vendaval de otoño, al optimismo evocando una vez más las exhortaciones esperanzadas de Jesús:
“Levantaos, alzad la cabeza; se acerca vuestra liberación”
Beato Bernardo Francisco Hoyos
«Joven jesuita español. Su breve existencia se caracterizó por una intensa vida mística. Fue agraciado con numerosos favores sobrenaturales. Es el impulsor del culto al Sagrado Corazón de Jesús que extendió en España y América»
Este místico nació el 20 de agosto de 1711 en Torrelobatón, Valladolid. Y en esta región española situada en el corazón de Castilla discurrió su breve existencia. Cuando el jesuita Juan de Loyola publicó su biografía en 1735, emergió con luz propia la intensísima experiencia de amor al Sagrado Corazón de Jesús que había jalonado su vida. No obstante, en esa fecha ya era sobradamente conocido por haber extendido esta devoción en España y en América, secundando en esta acción a la que venían realizando en Francia los santos Margarita María de Alacoque, y su director espiritual, Claudio de la Colombière.
Tuvo la fortuna de contar con unos padres piadosos que le legaron el preciado patrimonio de su fe, le pusieron bajo el amparo de san Francisco Javier y le alentaron en su vocación religiosa. Desde los 9 años y hasta su temprana muerte siempre estuvo con los jesuitas. Con ellos estudió en varias localidades vallisoletanas y se integró en la Compañía a los 14 años, época en la que ya experimentaba favores celestiales. Éste fue uno de los rasgos preponderantes de su existencia, agraciada con una profunda y singular vida interior que recuerda a la de los grandes místicos como Teresa de Jesús y Juan de la Cruz. Una de esas personas cuyo acontecer no parece encerrar grandes misterios, sencilla, inocente, devota de la Virgen María, diligente en la obediencia, dócil a las indicaciones recibidas, con los brazos tendidos siempre a Dios en espíritu de ofrenda, guiado por el santo temor que le precavía de cualquier falta que pudiera ofenderle. Un apóstol que se afligía por las almas que vivían alejadas del amor divino y por las que estaba dispuesto a entregarse: «Se me parte el corazón de dolor, cuando considero hay quien ofenda a mi Dios; y diera mil vidas para sacar una alma de pecado».
El maligno intentó por distintas vías socavar su bondad, y al joven no le faltaron sus zarpazos externos e internos. Atentados contra su vida espiritual a mansalva y agresiones físicas. Quería sembrar en su ánimo la duda haciéndole creer en su impiedad: «¿Dónde va el deshonesto, el soberbio, el blasfemo? Apártese, que, si llega, será luego confundido en el profundo del infierno». Confiaba a su director espiritual el inmenso sufrimiento en el que vivía: «Esta carta va regada con lágrimas que brotan de mis ojos; y me parece que soy la criatura más infeliz que de mujeres ha nacido». Pero era un elegido de Dios y, con su gracia, lo superó todo. Tenía muy presente esta máxima de Santa Teresa: «Sólo se puede seguir o que Dios sea alabado o yo despreciado: de todo me consuelo».
En su biografía hallamos claramente expresado el instante concreto que marcó lo que iba a ser su misión en honor del Sagrado Corazón de Jesús. No cabe tomar como coincidencia, sino como algo providencial lo que le sucedió a los 21 años mientras cursaba teología en Valladolid. Y así lo reconoció él mismo más tarde. Un amigo sacerdote y profesor, algo mayor que él, le pidió el favor de que tomase de la biblioteca el texto «De cultu Sacratissimi Cordis Iesu», escrito por el padre José de Gallifet, y copiase algunos fragmentos que precisaba para preparar un sermón que tenía encomendado. La lectura de esta obra dedicada a la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, y de la que Bernardo no tenía noción alguna, le produjo una conmoción interior inenarrable. En ese mismo momento hizo ofrenda de su vida ante el Sagrario prometiendo que se dedicaría por entero a extender este culto. Al día siguiente a través de una locución divina supo que era elegido para esta misión: «Yo, envuelto en confusión renové la oferta del día antes, aunque quedé algo turbado, viendo la improporción del instrumento y no ver medio para ello». Esa misma jornada durante la oración vivió otro hecho singular. Se le mostró el Sagrado Corazón «todo abrasado en amor, y condolido de lo poco que se le ama. Repitióme la elección que había hecho de este su indigno siervo para adelantar su culto, y sosegó aquel generillo de turbación que dije, dándome a entender que yo dejase obrar a su providencia, que ella me guiaría...». En otra visión el arcángel san Miguel le aseguró su asistencia para llevar a cabo esta misión.
Hacia los 19 años su ascenso espiritual había sido coronado con el «desposorio místico». Los favores sobrenaturales se sucedían unidos a la experiencia de la purificación. En ella se incluía la aludida insidia del maligno, y sus mezquinos intentos de engañarle mediante falsas locuciones y apariciones. Entre tanto, promovía una intensa cruzada a favor del Sagrado Corazón de Jesús en la que implicó a religiosos, comenzando por su propia comunidad. Dirigió cartas a prelados y miembros de la realeza, imprimió estampas, y logró que el pontífice señalara esta fiesta para España. En una de las locuciones Cristo le había asegurado que reinaría en «España, y con más veneración que en otras muchas partes». Hay que decir que el arzobispo de Burgos le apoyó en esta misión desde un primer momento, y ello propició el florecimiento de congregaciones del Corazón de Jesús y la realización de numerosas novenas que acrecentaban la veneración de las gentes.
A través de los jesuitas que se hallaban en América también allí llegaron los ecos de esta cruzada emprendida por Bernardo y de la que únicamente pudo apartarle su muerte. Ésta se produjo en Valladolid el 29 de noviembre de 1735 como consecuencia del tifus. Tenía 24 años y había sido ordenado sacerdote en enero de ese mismo año. Fue beatificado en Valladolid el 18 de abril de 2010.
Este místico nació el 20 de agosto de 1711 en Torrelobatón, Valladolid. Y en esta región española situada en el corazón de Castilla discurrió su breve existencia. Cuando el jesuita Juan de Loyola publicó su biografía en 1735, emergió con luz propia la intensísima experiencia de amor al Sagrado Corazón de Jesús que había jalonado su vida. No obstante, en esa fecha ya era sobradamente conocido por haber extendido esta devoción en España y en América, secundando en esta acción a la que venían realizando en Francia los santos Margarita María de Alacoque, y su director espiritual, Claudio de la Colombière.
Tuvo la fortuna de contar con unos padres piadosos que le legaron el preciado patrimonio de su fe, le pusieron bajo el amparo de san Francisco Javier y le alentaron en su vocación religiosa. Desde los 9 años y hasta su temprana muerte siempre estuvo con los jesuitas. Con ellos estudió en varias localidades vallisoletanas y se integró en la Compañía a los 14 años, época en la que ya experimentaba favores celestiales. Éste fue uno de los rasgos preponderantes de su existencia, agraciada con una profunda y singular vida interior que recuerda a la de los grandes místicos como Teresa de Jesús y Juan de la Cruz. Una de esas personas cuyo acontecer no parece encerrar grandes misterios, sencilla, inocente, devota de la Virgen María, diligente en la obediencia, dócil a las indicaciones recibidas, con los brazos tendidos siempre a Dios en espíritu de ofrenda, guiado por el santo temor que le precavía de cualquier falta que pudiera ofenderle. Un apóstol que se afligía por las almas que vivían alejadas del amor divino y por las que estaba dispuesto a entregarse: «Se me parte el corazón de dolor, cuando considero hay quien ofenda a mi Dios; y diera mil vidas para sacar una alma de pecado».
El maligno intentó por distintas vías socavar su bondad, y al joven no le faltaron sus zarpazos externos e internos. Atentados contra su vida espiritual a mansalva y agresiones físicas. Quería sembrar en su ánimo la duda haciéndole creer en su impiedad: «¿Dónde va el deshonesto, el soberbio, el blasfemo? Apártese, que, si llega, será luego confundido en el profundo del infierno». Confiaba a su director espiritual el inmenso sufrimiento en el que vivía: «Esta carta va regada con lágrimas que brotan de mis ojos; y me parece que soy la criatura más infeliz que de mujeres ha nacido». Pero era un elegido de Dios y, con su gracia, lo superó todo. Tenía muy presente esta máxima de Santa Teresa: «Sólo se puede seguir o que Dios sea alabado o yo despreciado: de todo me consuelo».
En su biografía hallamos claramente expresado el instante concreto que marcó lo que iba a ser su misión en honor del Sagrado Corazón de Jesús. No cabe tomar como coincidencia, sino como algo providencial lo que le sucedió a los 21 años mientras cursaba teología en Valladolid. Y así lo reconoció él mismo más tarde. Un amigo sacerdote y profesor, algo mayor que él, le pidió el favor de que tomase de la biblioteca el texto «De cultu Sacratissimi Cordis Iesu», escrito por el padre José de Gallifet, y copiase algunos fragmentos que precisaba para preparar un sermón que tenía encomendado. La lectura de esta obra dedicada a la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, y de la que Bernardo no tenía noción alguna, le produjo una conmoción interior inenarrable. En ese mismo momento hizo ofrenda de su vida ante el Sagrario prometiendo que se dedicaría por entero a extender este culto. Al día siguiente a través de una locución divina supo que era elegido para esta misión: «Yo, envuelto en confusión renové la oferta del día antes, aunque quedé algo turbado, viendo la improporción del instrumento y no ver medio para ello». Esa misma jornada durante la oración vivió otro hecho singular. Se le mostró el Sagrado Corazón «todo abrasado en amor, y condolido de lo poco que se le ama. Repitióme la elección que había hecho de este su indigno siervo para adelantar su culto, y sosegó aquel generillo de turbación que dije, dándome a entender que yo dejase obrar a su providencia, que ella me guiaría...». En otra visión el arcángel san Miguel le aseguró su asistencia para llevar a cabo esta misión.
Hacia los 19 años su ascenso espiritual había sido coronado con el «desposorio místico». Los favores sobrenaturales se sucedían unidos a la experiencia de la purificación. En ella se incluía la aludida insidia del maligno, y sus mezquinos intentos de engañarle mediante falsas locuciones y apariciones. Entre tanto, promovía una intensa cruzada a favor del Sagrado Corazón de Jesús en la que implicó a religiosos, comenzando por su propia comunidad. Dirigió cartas a prelados y miembros de la realeza, imprimió estampas, y logró que el pontífice señalara esta fiesta para España. En una de las locuciones Cristo le había asegurado que reinaría en «España, y con más veneración que en otras muchas partes». Hay que decir que el arzobispo de Burgos le apoyó en esta misión desde un primer momento, y ello propició el florecimiento de congregaciones del Corazón de Jesús y la realización de numerosas novenas que acrecentaban la veneración de las gentes.
A través de los jesuitas que se hallaban en América también allí llegaron los ecos de esta cruzada emprendida por Bernardo y de la que únicamente pudo apartarle su muerte. Ésta se produjo en Valladolid el 29 de noviembre de 1735 como consecuencia del tifus. Tenía 24 años y había sido ordenado sacerdote en enero de ese mismo año. Fue beatificado en Valladolid el 18 de abril de 2010.
sábado, 28 de noviembre de 2015
Lecturas
Yo, Daniel, me sentía agitado por dentro, y me turbaban las visiones de mi fantasía. Me acerqué a uno de los que estaban allí en pie y le pedí que me explicase todo aquello.
Él me contestó, explicándome el sentido de la visión:
-«Esas cuatro fieras gigantescas representan cuatro reinos que surgirán en el mundo. Pero los santos del Altísimo recibirán el Reino y lo poseerán por los siglos de los siglos.»
Yo quise saber lo que significaba la cuarta fiera, diversa de las demás; la fiera terrible, con dientes de hierro y garras de bronce, que devoraba y trituraba y pateaba las sobras con las pezuñas; lo que significaban los diez cuernos de su cabeza, y el otro cuerno que le salía y eliminaba a otros tres, que tenía ojos y una boca que profería insolencias, y era más grande que los otros.
Mientras yo seguía mirando, aquel cuerno luchó contra los santos y los derrotó.
Hasta que llegó el anciano para hacer justicia a los santos del Altísimo, y empezó el imperio de los santos.
Después me dijo:
-«La cuarta bestia es un cuarto reino que habrá en la tierra, diverso de todos los demás; devorará toda la tierra, la trillará y triturará. Sus diez cuernos son diez reyes que habrá en aquel reino; después vendrá otro, diverso de los precedentes, que destronará a tres reyes; blasfemará contra el Altísimo e intentará aniquilar a los santos y cambiar el calendario y la ley. Dejarán en su poder a los santos durante un año y otro año y otro año y medio.
Pero, cuando se siente el tribunal para juzgar, le quitará el poder, y será destruido y aniquilado totalmente.
El poder real y el dominio sobre todos los reinos bajo el cielo serán entregados al pueblo de los santos del Altísimo.
Será un reino eterno, al que temerán y se someterán todos los soberanos.
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
-«Tened cuidado: no se os embote la mente con el vicio, la bebida y los agobios de la vida, y se os eche encima de repente aquel día; porque caerá como un lazo sobre todos los habitantes de la tierra. Estad siempre despiertos, pidiendo fuerza para escapar de todo lo que está por venir y manteneros en pie ante el Hijo del hombre.»
Palabra del Señor.
Beato Luis Campos Gorriz
«Laico, integrante de la Asociación Católica de Propagandistas, de la que era una de sus columnas cuando fue fusilado en el fragor de la Guerra Civil española, en 1936, por el hecho de profesar la fe católica, como otros mártires»
Muy arraigada tenía Luís su fe, y, por tanto, claridad en lo que ella conlleva, cuando afirmó: «Mi misión es realizar la unidad de los católicos. Antes de sembrar es necesario arar». Ignoraba que sería su sangre la que esparciría esa semilla que nunca muere porque la memoria de su martirio mantendría viva su voz prolongando sus afanes apostólicos. Si a cualquier persona le preguntaran qué haría si le dijeran que iba a morir en plazo fijo, seguramente le vendrían a la mente unas cuantas cosas, entre otras, ponerse a bien con quien no lo estuviera, porque la reconciliación es sentimiento que suele acompañar a los postreros instantes. Los genuinos seguidores de Cristo responderían confirmando la bondad de su acontecer que ya discurría guiado por el afán de dar a Dios lo máximo en el día a día. Porque los santos están espiritualmente preparados de antemano, listos para presentarse ante el Padre cuando así lo dispone.
Ante este dramático trance, en 1936 integrantes de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas, como tantos otros católicos de pro, compartían en checas de diversas ciudades españolas sus más altos ideales con el espíritu de las primeras comunidades de cristianos, aguardando juntos la palma del martirio. Mientras en el exterior de la prisión se respiraban aires de revancha, ellos apuraban los últimos días orando y compartiendo la fe, aunque fuera en penosas condiciones. Sabían que las súplicas que se elevan a Dios nunca caen en saco roto, y entre sus peticiones incluían la unidad y reconciliación de todos los católicos.
Uno de los insignes Propagandistas que ni siquiera tuvo tiempo de permanecer en una checa fue Luís, un valenciano nacido el 30 de junio de 1905, que había sido alumno de los jesuitas y cursado estudios de filosofía y derecho, materia en la que se había doctorado en la Universidad Central de Madrid. Una persona valiosa, comprometida, cercana al cardenal Ángel Herrera Oria, que tuvo en él un insigne discípulo. Luís le acompañó en muchos de sus viajes y acciones evangelizadoras. Era un apóstol incansable, ciertamente ejemplar en su vida, que había dejado huella entre los estudiantes católicos de Valencia. En esos precisos momentos era el secretario general de la Asociación Católica de Propagandistas y secretario del CEU (Centro de Estudios Universitarios).
Su esposa, Carmen Arteche Echezuría, con la que se había casado en 1933, apenas había podido compartir los sueños que sin duda forjarían en común, porque murió antes de estallar la Guerra Civil en 1936 en el transcurso de una enfermedad imprevista y fulminante; Dios le ahorró el sufrimiento de ver asesinado a su esposo. Hasta Torrente –la localidad valenciana en la que residía el padre de Luís, delicado de salud entonces, y junto al que se encontraba– llegaron los funestos aires de guerra. Él ejercía como abogado desde 1930 y en el primer momento pudo continuar su vida sin excesivos sobresaltos, completamente entregado a consolar y procurar aliento a los componentes de la Asociación, con celo y brío ejemplares, lleno de fe, sin ceder un ápice al desaliento. Buscando para su esposa e hija un remanso de paz en medio de tanta tragedia, en 1936 las había conducido a su tierra, y allí quedó la pequeña huérfana de madre, tutelada por su abuelo, sin saber que su querido padre estaba a punto de dejar este mundo tras haber apurado la palma del martirio.
Luís era un hombre lleno de fortaleza que brillaba con singular fulgor en medio de la adversidad. Es memorable la carta que en abril de 1936 dirigió a su hermano relatando la enfermedad y posterior deceso de su esposa; un testimonio emocionante de amor y ternura, que rezuma esperanza y gozo espiritual. En ella se aprecia su urgencia apostólica y su preocupación por asistir a todos, especialmente a los más frágiles en esa situación de gravísima convulsión política que se vivía. Oraba y sufría viendo el despropósito de tanto odio, como siempre estéril y sinsentido, y lo combatió aferrado a la oración. De tantas súplicas a María, horas santas, Ejercicios, velas nocturnas, generosa acogida en su propio hogar de los perseguidos, etc., brotarían frutos abundantes para la mayor gloria de Cristo y de su Iglesia, a los que tanto amó.
Como ha sucedido siempre en estos casos de martirio, la condena se produjo el 28 de noviembre en un seudo-juicio sumarísimo, a cargo de un grupo de milicianos armados. Una vez confirmaron lo que ya sabían de antemano: que Luís era fidelísimo a Cristo y a la Iglesia, y que no había escatimado esfuerzos en hacer todo el bien posible, una de cuyas acciones había sido la organización del Congreso Católico de Madrid, no precisaban saber más. Sin dilación alguna, ese mismo día le condujeron al Picadero de Paterna. Valiente, heroico en su caridad como todos los mártires, dedicó los últimos instantes a uno de los verdugos que, ante el nuevo gesto de violencia que iba a protagonizar, temblaba de tal forma que era incapaz de liar un cigarrillo. Luís, que era un hombre de una vez, repartió entre el grupo de milicianos los que tenía, rogó que le dejaran abrazarles y pidió expresamente que no le dispararan por la espalda. ¡Qué gestos tan elegantes, tan gallardos y conmovedores! Pero no los supieron ver los que se disponían a segar su vida, cercenándola a sus 31 años.
Lo fusilaron mientras mantenía los brazos en cruz y portaba un rosario entre sus manos, perdonando de corazón a los autores de su muerte, como todos los que sucumbieron de este modo por causa de su fe, signo inequívoco de su autenticidad. Juan Pablo II lo beatificó el 11 de marzo de 2001 junto a 233 mártires de la Guerra Civil española. Un enjambre de virtud atravesando España, sembrada en sus cuatro puntos cardinales con la sangre de numerosos seguidores de Cristo: religiosos, sacerdotes, laicos, y componentes de diversas realidades eclesiales.
Muy arraigada tenía Luís su fe, y, por tanto, claridad en lo que ella conlleva, cuando afirmó: «Mi misión es realizar la unidad de los católicos. Antes de sembrar es necesario arar». Ignoraba que sería su sangre la que esparciría esa semilla que nunca muere porque la memoria de su martirio mantendría viva su voz prolongando sus afanes apostólicos. Si a cualquier persona le preguntaran qué haría si le dijeran que iba a morir en plazo fijo, seguramente le vendrían a la mente unas cuantas cosas, entre otras, ponerse a bien con quien no lo estuviera, porque la reconciliación es sentimiento que suele acompañar a los postreros instantes. Los genuinos seguidores de Cristo responderían confirmando la bondad de su acontecer que ya discurría guiado por el afán de dar a Dios lo máximo en el día a día. Porque los santos están espiritualmente preparados de antemano, listos para presentarse ante el Padre cuando así lo dispone.
Ante este dramático trance, en 1936 integrantes de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas, como tantos otros católicos de pro, compartían en checas de diversas ciudades españolas sus más altos ideales con el espíritu de las primeras comunidades de cristianos, aguardando juntos la palma del martirio. Mientras en el exterior de la prisión se respiraban aires de revancha, ellos apuraban los últimos días orando y compartiendo la fe, aunque fuera en penosas condiciones. Sabían que las súplicas que se elevan a Dios nunca caen en saco roto, y entre sus peticiones incluían la unidad y reconciliación de todos los católicos.
Uno de los insignes Propagandistas que ni siquiera tuvo tiempo de permanecer en una checa fue Luís, un valenciano nacido el 30 de junio de 1905, que había sido alumno de los jesuitas y cursado estudios de filosofía y derecho, materia en la que se había doctorado en la Universidad Central de Madrid. Una persona valiosa, comprometida, cercana al cardenal Ángel Herrera Oria, que tuvo en él un insigne discípulo. Luís le acompañó en muchos de sus viajes y acciones evangelizadoras. Era un apóstol incansable, ciertamente ejemplar en su vida, que había dejado huella entre los estudiantes católicos de Valencia. En esos precisos momentos era el secretario general de la Asociación Católica de Propagandistas y secretario del CEU (Centro de Estudios Universitarios).
Su esposa, Carmen Arteche Echezuría, con la que se había casado en 1933, apenas había podido compartir los sueños que sin duda forjarían en común, porque murió antes de estallar la Guerra Civil en 1936 en el transcurso de una enfermedad imprevista y fulminante; Dios le ahorró el sufrimiento de ver asesinado a su esposo. Hasta Torrente –la localidad valenciana en la que residía el padre de Luís, delicado de salud entonces, y junto al que se encontraba– llegaron los funestos aires de guerra. Él ejercía como abogado desde 1930 y en el primer momento pudo continuar su vida sin excesivos sobresaltos, completamente entregado a consolar y procurar aliento a los componentes de la Asociación, con celo y brío ejemplares, lleno de fe, sin ceder un ápice al desaliento. Buscando para su esposa e hija un remanso de paz en medio de tanta tragedia, en 1936 las había conducido a su tierra, y allí quedó la pequeña huérfana de madre, tutelada por su abuelo, sin saber que su querido padre estaba a punto de dejar este mundo tras haber apurado la palma del martirio.
Luís era un hombre lleno de fortaleza que brillaba con singular fulgor en medio de la adversidad. Es memorable la carta que en abril de 1936 dirigió a su hermano relatando la enfermedad y posterior deceso de su esposa; un testimonio emocionante de amor y ternura, que rezuma esperanza y gozo espiritual. En ella se aprecia su urgencia apostólica y su preocupación por asistir a todos, especialmente a los más frágiles en esa situación de gravísima convulsión política que se vivía. Oraba y sufría viendo el despropósito de tanto odio, como siempre estéril y sinsentido, y lo combatió aferrado a la oración. De tantas súplicas a María, horas santas, Ejercicios, velas nocturnas, generosa acogida en su propio hogar de los perseguidos, etc., brotarían frutos abundantes para la mayor gloria de Cristo y de su Iglesia, a los que tanto amó.
Como ha sucedido siempre en estos casos de martirio, la condena se produjo el 28 de noviembre en un seudo-juicio sumarísimo, a cargo de un grupo de milicianos armados. Una vez confirmaron lo que ya sabían de antemano: que Luís era fidelísimo a Cristo y a la Iglesia, y que no había escatimado esfuerzos en hacer todo el bien posible, una de cuyas acciones había sido la organización del Congreso Católico de Madrid, no precisaban saber más. Sin dilación alguna, ese mismo día le condujeron al Picadero de Paterna. Valiente, heroico en su caridad como todos los mártires, dedicó los últimos instantes a uno de los verdugos que, ante el nuevo gesto de violencia que iba a protagonizar, temblaba de tal forma que era incapaz de liar un cigarrillo. Luís, que era un hombre de una vez, repartió entre el grupo de milicianos los que tenía, rogó que le dejaran abrazarles y pidió expresamente que no le dispararan por la espalda. ¡Qué gestos tan elegantes, tan gallardos y conmovedores! Pero no los supieron ver los que se disponían a segar su vida, cercenándola a sus 31 años.
Lo fusilaron mientras mantenía los brazos en cruz y portaba un rosario entre sus manos, perdonando de corazón a los autores de su muerte, como todos los que sucumbieron de este modo por causa de su fe, signo inequívoco de su autenticidad. Juan Pablo II lo beatificó el 11 de marzo de 2001 junto a 233 mártires de la Guerra Civil española. Un enjambre de virtud atravesando España, sembrada en sus cuatro puntos cardinales con la sangre de numerosos seguidores de Cristo: religiosos, sacerdotes, laicos, y componentes de diversas realidades eclesiales.
viernes, 27 de noviembre de 2015
Lecturas
Yo, Daniel, tuve una visión nocturna: los cuatro vientos del cielo agitaban el océano. Cuatro fieras gigantescas salieron del mar, las cuatro distintas.
La primera era como un león con alas de águila; mientras yo miraba, le arrancaron las alas, la alzaron del suelo, la pusieron de pie como un hombre y le dieron mente humana.
La segunda era como un oso medio erguido, con tres costillas en la boca, entre los dientes. Le dijeron: -«¡Arriba! Come carne en abundancia.»
Después vi otra fiera como un leopardo, con cuatro alas de ave en el lomo y cuatro cabezas. Y le dieron el poder.
Después tuve otra visión nocturna: una cuarta fiera, terrible, espantosa, fortísima; tenía grandes dientes de hierro, con los que comía y descuartizaba, y las sobras las pateaba con las pezuñas. Era diversa de las fieras anteriores, porque tenía diez cuernos. Miré atentamente los cuernos y vi que entre ellos salía otro cuerno pequeño; para hacerle sitio, arrancaron tres de los cuernos precedentes.
Aquel cuerno tenía ojos humanos y una boca que profería insolencias.
Durante la visión, vi que colocaban unos tronos, y un anciano se sentó; su vestido era blanco como nieve, su cabellera como lana limpísima; su trono, llamas de fuego; sus ruedas, llamaradas.
Un río impetuoso de fuego brotaba delante de él. Miles y miles le servían, millones estaban a sus órdenes. Comenzó la sesión y se abrieron los libros.
Yo seguía mirando, atraído por las insolencias que profería aquel cuerno; hasta que mataron a la fiera, la descuartizaron y la echaron al fuego.
A las otras fieras les quitaron el poder, dejándolas vivas una temporada.
Mientras miraba, en la visión nocturna vi venir en las nubes del cielo como un hijo de hombre, que se acercó al anciano y se presentó ante él.
Le dieron poder real y dominio; todos los pueblos, naciones y lenguas lo respetarán. Su dominio es eterno y no pasa, su reino no tendrá fin.
En aquel tiempo, expuso Jesús una parábola a sus discípulos:
-«Fijaos en la higuera o en cualquier árbol: cuando echan brotes, os basta verlos para saber que el verano está cerca. Pues, cuando veáis que suceden estas cosas, sabed que está cerca el reino de Dios.
Os aseguro que antes que pase esta generación todo eso se cumplirá.
El cielo y la tierra pasarán, mis palabras no pasarán.»
Palabra del Señor.
San Francisco Antonio Fasani
Franciscano conventual, sacerdote, que nació y murió en Lucera (Italia). Siendo todavía muy joven tomó el hábito de S. Francisco. Terminados brillantemente los estudios, lo dedicaron los superiores a la enseñanza, la predicación y el ministerio del confesonario. Ejerció con gran provecho las más diversas formas de apostolado sacerdotal; fue para todos hermano y padre, eminente maestro de vida, consejero iluminado y prudente, guía sabia y segura en los caminos del Espíritu, defensor y sostenedor valiente de los humildes y de los pobres.
San Francisco Antonio Fasani nació en Lucera (Foggia, Italia), el 16 de agosto de 1681 en una familia humilde y piadosa, y en el bautismo recibió el nombre de Juan.
Huérfano de padre ya desde su infancia, fue educado santamente por su piadosa madre. A los 15 años ingreso en la Orden de los Frailes Menores Conventuales. Emitió sus votos religiosos en Monte S. Angelo, donde transcurrió su año de noviciado. Frecuentó los estudios de filosofía y teología en los colegios de Venafro, Agnone, Montella, Aversa y Asís, junto a la tumba del Seráfico Padre San Francisco, donde fue ordenado sacerdote el 19 de septiembre de 1705. Doctorado con las máximas calificaciones, fue destinado como profesor de filosofía al convento de San Francisco en Lucera, su ciudad natal.
Ocupó sucesivamente los cargos y los oficios de superior, maestro de novicios, maestro de estudiantes profesos y de ministro provincial de la provincia religiosa de San Miguel Arcángel en Pulla.
Religioso de inocente y transparente vida, recorrió rápidamente el camino de la santidad distinguiéndose por la humildad, la penitencia, la caridad, el espíritu de oración y las fervientes devociones al Sagrado Corazón y a la Virgen Inmaculada.
Su venerable cohermano Mons. Antonio Lucci, obispo de Bovino, lo definió santo, docto, profundo conocedor de las ciencias sagradas, cuyos tesoros dispensó abundantemente, ya sea desde la cátedra a las jóvenes mentes, ya sea desde el púlpito al pueblo cristiano.
Infatigable apóstol en medio de su pueblo, recorrió, durante 35 años, las ciudades y los poblados de Pulla Septentrional y de Molisa, predicando en todas partes la Palabra de Dios y difundiendo la luz de su ejemplo y el consuelo de la caridad. Su apostolado fue eminentemente franciscano, siendo siempre los más beneficiados los pobres, los enfermos y los encarcelados.
Fiel imitador del Patriarca de Asís, llegó a un elevado grado de contemplación, siendo enriquecido por Dios con carismas y dones especiales.
Célebre por sus virtudes y milagros, murió en Lucera el 29 de noviembre de 1742. Enseguida se inició el proceso canónico y, durante el pontificado de León XIII, con un decreto del 21 de junio de 1891, se proclamó la heroicidad de sus virtudes. El Papa Pío XII, el 15 de abril de 1951, lo elevó al honor de los altares declarándolo Beato. Y el Romano Pontífice Juan Pablo II lo canonizó el 13 de abril de 1986.
San Francisco Antonio Fasani nació en Lucera (Foggia, Italia), el 16 de agosto de 1681 en una familia humilde y piadosa, y en el bautismo recibió el nombre de Juan.
Huérfano de padre ya desde su infancia, fue educado santamente por su piadosa madre. A los 15 años ingreso en la Orden de los Frailes Menores Conventuales. Emitió sus votos religiosos en Monte S. Angelo, donde transcurrió su año de noviciado. Frecuentó los estudios de filosofía y teología en los colegios de Venafro, Agnone, Montella, Aversa y Asís, junto a la tumba del Seráfico Padre San Francisco, donde fue ordenado sacerdote el 19 de septiembre de 1705. Doctorado con las máximas calificaciones, fue destinado como profesor de filosofía al convento de San Francisco en Lucera, su ciudad natal.
Ocupó sucesivamente los cargos y los oficios de superior, maestro de novicios, maestro de estudiantes profesos y de ministro provincial de la provincia religiosa de San Miguel Arcángel en Pulla.
Religioso de inocente y transparente vida, recorrió rápidamente el camino de la santidad distinguiéndose por la humildad, la penitencia, la caridad, el espíritu de oración y las fervientes devociones al Sagrado Corazón y a la Virgen Inmaculada.
Su venerable cohermano Mons. Antonio Lucci, obispo de Bovino, lo definió santo, docto, profundo conocedor de las ciencias sagradas, cuyos tesoros dispensó abundantemente, ya sea desde la cátedra a las jóvenes mentes, ya sea desde el púlpito al pueblo cristiano.
Infatigable apóstol en medio de su pueblo, recorrió, durante 35 años, las ciudades y los poblados de Pulla Septentrional y de Molisa, predicando en todas partes la Palabra de Dios y difundiendo la luz de su ejemplo y el consuelo de la caridad. Su apostolado fue eminentemente franciscano, siendo siempre los más beneficiados los pobres, los enfermos y los encarcelados.
Fiel imitador del Patriarca de Asís, llegó a un elevado grado de contemplación, siendo enriquecido por Dios con carismas y dones especiales.
Célebre por sus virtudes y milagros, murió en Lucera el 29 de noviembre de 1742. Enseguida se inició el proceso canónico y, durante el pontificado de León XIII, con un decreto del 21 de junio de 1891, se proclamó la heroicidad de sus virtudes. El Papa Pío XII, el 15 de abril de 1951, lo elevó al honor de los altares declarándolo Beato. Y el Romano Pontífice Juan Pablo II lo canonizó el 13 de abril de 1986.
jueves, 26 de noviembre de 2015
Lecturas
En aquellos días, unos hombres espiaron a Daniel y lo sorprendieron orando y suplicando a su
Dios. Entonces fueron a decirle al rey:
-«Majestad, ¿no has firmado tú un decreto que prohíbe hacer oración, durante treinta días, a cualquier dios o cualquier hombre fuera de ti, bajo pena de ser arrojado al foso de los leones?»
El rey contestó:
-«El decreto está en vigor, como ley irrevocable de medos y persas.»
Ellos le replicaron:
-«Pues Daniel, uno de los deportados de Judea, no te obedece a ti, majestad, ni al decreto que has firmado, sino que tres veces al día hace oración a su Dios. »
Al oírlo, el rey, todo sofocado, se puso a pensar la manera de salvar a Daniel, y hasta la puesta del sol hizo lo imposible por librarlo.
Pero aquellos hombres le urgían, diciéndole:
-«Majestad, sabes que, según la ley de medos y persas, un decreto o edicto real es válido e irrevocable.»
Entonces el rey mandó traer a Daniel y echarlo al foso de los leones.
El rey dijo a Daniel:
-«¡Que te salve ese Dios a quien tú veneras tan fielmente!»
Trajeron una piedra, taparon con ella la boca del foso, y el rey la selló con su sello y con el de sus nobles, para que nadie pudiese modificar la sentencia dada contra Daniel.
Luego el rey volvió a palacio, pasó la noche en ayunas, sin mujeres y sin poder dormir.
Madrugó y fue corriendo al foso de los leones. Se acercó al foso y gritó afligido:
-« ¡Daniel, siervo del Dios vivo! ¿Ha podido salvarte de los leones ese Dios a quien veneras tan fielmente?»
Daniel le contestó:
-« ¡Viva siempre el rey! Mi Dios envió su ángel a cerrar las fauces de los leones, y no me han hecho nada, porque ante él soy inocente, como tampoco he hecho nada contra ti.»
El rey se alegró mucho y mandó que sacaran a Daniel del foso. Al sacarlo, no tenía ni un rasguño, porque había confiado en su Dios.
Luego mandó el rey traer a los que habían calumniado a Daniel y arrojarlos al foso de los leones con sus hijos y esposas. No habían llegado al suelo, y ya los leones los habían atrapado y despedazado.
Entonces el rey Darío escribió a todos los pueblos, naciones y lenguas de la tierra:
-« ¡ Paz y bienestar! Ordeno y mando que en mi imperio todos respeten y teman al Dios de Daniel.
Él es el Dios vivo que permanece siempre. Su reino no será destruido, su imperio dura hasta el fin.
Él salva y libra, hace signos y prodigios en el cielo y en la tierra. Él salvó a Daniel de los leones.»
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
-«Cuando veáis a Jerusalén sitiada por ejércitos, sabed que está cerca su destrucción. Entonces, los que estén en Judea, que huyan a la sierra; los que estén en la ciudad, que se alejen; los que estén en el campo, que no entren en la ciudad; porque serán días de venganza en que se cumplirá todo lo que está escrito.
¡Ay de las que estén encinta o criando en aquellos días! Porque habrá angustia tremenda en esta tierra y un castigo para este pueblo.
Caerán a filo de espada, los llevarán cautivos a todas las naciones, Jerusalén será pisoteada por los gentiles, hasta que a los gentiles les llegue su hora.
Habrá signos en el sol y la luna y las estrellas, y en la tierra angustia de las gentes, enloquecidas por el estruendo del mar y el oleaje. Los hombres quedarán sin aliento por el miedo y la ansiedad ante lo que se le viene encima al mundo, pues los astros se tambalearán.
Entonces verán al Hijo del hombre venir en una nube, con gran poder y majestad.
Cuando empiece a suceder esto, levantaos, alzad la cabeza: se acerca vuestra liberación.»
Palabra del Señor.
Beato Santiago Alberione
El P. Santiago Alberione, Fundador de la Familia Paulina, fue uno de los apóstoles más creativos del siglo XX. Nacido en San Lorenzo di Fossano (Cúneo, Italia) el 4 de abril de 1884, recibió el bautismo al día siguiente. La familia Alberione, compuesta por Michele y Teresa Allocco más seis hijos, pertenecía a la clase campesina, era profundamente cristiana y trabajadora.
El pequeño Santiago, cuarto de los hijos, experimenta pronto la llamada de Dios: el primer año de la escuela elemental, al preguntarle la maestra qué hará cuando sea mayor, respondió: “Quiero ser cura”. Los años de la niñez se orientan en esa dirección.
Trasladada la familia al pueblecito de Cherasco, parroquia de San Martín, diócesis de Alba, el párroco don Montersino ayuda al adolescente a tomar conciencia y a responder a la llamada. A los 16 años, Santiago es admitido en el seminario de Alba y enseguida se encuentra con quien le será padre, guía, amigo y consejero durante 46 años: el canónigo Francisco Chiesa.
Al término del Año Santo 1900, habiéndose sentido interpelado por la encíclica de León XIII “Tametsi futura”, Santiago vive la experiencia determinante de su vida. La noche del 31 de diciembre de 1900, puente entre los dos siglos, el joven seminarista reza cuatro horas seguidas ante el Smo. Sacramento y proyecta en la luz de Dios su futuro. Una “luz especial ” le vino de la Hostia, y desde aquel momento se siente “profundamente obligado a prepararse para hacer algo por el Señor y por los hombres del nuevo siglo”: “obligado a servir a la Iglesia” con los nuevos medios que el ingenio humano presentaba.
El itinerario del joven Alberione prosigue intensamente durante los años del estudio de la filosofía y la teología. El 29 de junio de 1907 es ordenado sacerdote. Sigue una breve pero decisiva experiencia pastoral en Narzole (Cúneo), como vicepárroco. Allí encuentra al jovencito José Giaccardo, que para él será lo que fue Timoteo para el apóstol Pablo. Y también allí, el P. Alberione madura la comprensión de lo que puede hacer la mujer implicada en el apostolado.
En el seminario de Alba desempeña el cargo de Padre espiritual de los seminaristas mayores y menores, y da clases de varias asignaturas. Se presta para la predicación, catequesis y conferencias en diversas parroquias de la diócesis. Dedica asimismo mucho tiempo al estudio sobre la situación de la sociedad civil y eclesial de su tiempo y sobre las nuevas necesidades que se entrevén.
Comprende que el Señor le guía a una misión nueva: predicar el Evangelio a todos los pueblos, en el espíritu del apóstol Pablo, utilizando los medios modernos de comunicación. Atestiguan tal orientación dos libros suyos: Apuntes de teología pastoral (1912) y La mujer asociada al celo sacerdotal (1911-1915).
Dicha misión, para tener carisma y continuidad, debe ser asumida por personas consagradas, pues “las obras de Dios se hacen con los hombres de Dios”. Y así, el 20 de agosto de 1914, mientras en Roma muere el papa Pío X, en Alba el P. Alberione da inicio a la “Familia Paulina” con la fundación de la Pía Sociedad de San Pablo. El comienzo es pobrísimo, de acuerdo con la pedagogía divina: “empezar siempre desde un pesebre”.
La familia humana —en la que el P. Alberione se inspira— está compuesta de hermanos y hermanas. La primera mujer que sigue al P. Alberione es una muchacha veinteañera de Castagnito (Cúneo): Teresa Merlo. Con su aporte, Alberione da comienzo a la congregación de las Hijas de San Pablo (1915). Lentamente la “Familia” se desarrolla, las vocaciones masculinas y femeninas aumentan, el apostolado se delinea y toma forma.
En diciembre de 1918 se produce una primera partida de “hijas” hacia Susa (Turín): empieza una intrépida historia de fe y de iniciativas, que engendra incluso un estilo característico, denominado “a la paulina”. Este camino parece interrumpirse en 1923, cuando el P. Alberione enferma gravemente y el diagnóstico de los médicos no deja esperanzas. Pero el Fundador reemprende milagrosamente el camino: “San Pablo me curó”, comentará después. Por entonces aparece en las capillas paulinas la frase que, en sueño o en revelación, el divino Maestro dirige al Fundador: “No temáis - Yo estoy con vosotros - Desde aquí quiero iluminar - Caminad en continua conversión”.
Al año siguiente viene a la vida la segunda congregación femenina: las Pías Discípulas del Divino Maestro, para el apostolado eucarístico, sacerdotal, litúrgico. A guiarlas en la nueva vocación, el P. Alberione llama a la joven Hna. Ma. Escolástica Rivata, que morirá a los noventa años en olor de santidad.
En el campo apostólico, el P. Alberione promueve la impresión de ediciones populares de los Libros Sagrados, y con las publicaciones periódicas se lanza a las formas más rápidas para hacer llegar el mensaje de Cristo a los lejanos. En 1912 ya había aparecido la revista Vida Pastoral destinada a los párrocos; El Domingo, hojita semanal para la animación de la liturgia dominical, sale en 1921; en 1931 nace Familia Cristiana, revista semanal con la finalidad de alimentar la vida cristiana de las familias. Seguirán: La Madre de Dios (1933), “para desvelar a las almas las bellezas y las grandezas de María”; Pastor bonus (1937), revista mensual en latín; Camino, Verdad y Vida (1952), revista mensual para dar a conocer y enseñar la doctrina cristiana; La Vida en Cristo y en la Iglesia (1952), con el fin de hacer “conocer los tesoros de la Liturgia, difundir cuanto sirve a la Liturgia, vivir la Liturgia según la Iglesia”. El P. Alberione piensa también en los muchachitos: para ellos empieza a publicar en 1924 Il Giornalino 1.
Se pone mano asimismo a la construcción del gran templo dedicado a san Pablo en Alba. Seguirán los otros dos a Jesús Maestro (en Alba y Roma) y el santuario a la Reina de los Apóstoles (Roma). Sobre todo se mira a salir de los confines locales y nacionales. En 1926 nace la primera Casa filial en Roma, seguida en los años sucesivos por muchas fundaciones en Italia y en otras naciones.
Entretanto crece el edificio espiritual: el Fundador inculca el espíritu de entrega mediante “devociones” de fuerte dinamismo apostólico: a Jesús Maestro y Pastor “Camino y Verdad y Vida”, a María Madre, Maestra y Reina de los Apóstoles; a san Pablo apóstol. Es precisamente la referencia al Apóstol lo que califica en la Iglesia a las nuevas instituciones como “Familia Paulina”. La meta ansiada por el Fundador como primer empeño, es la conformación plena con Cristo: acoger todo el Cristo Camino y Verdad y Vida en toda la persona, mente, voluntad, corazón, fuerzas físicas. Orientación codificada en el librito Donec formetur Christus in vobis (1932).
En octubre de 1938 el P. Alberione funda la tercera congregación femenina: las Hermanas de Jesús Buen Pastor o “Pastorcitas”, destinadas al apostolado pastoral directo en auxilio de los Pastores.
Durante el obligado paréntesis de la segunda guerra mundial (1940-1945), el Fundador no se detiene en su itinerario espiritual. Va acogiendo en medida creciente la luz de Dios en un clima de adoración y contemplación. De ello son testimonio los Cuadernillos espirituales, en los que anota las inspiraciones y los medios que adoptar para responder al proyecto de Dios. En esta atmósfera espiritual nacen las meditaciones que cada día dicta a los hijos e hijas, las directrices para el apostolado, la predicación de incontables retiros y cursos de ejercicios (recogidos en sendos opúsculos). El empeño del Fundador es siempre el mismo: hacer comprender a todos que “la primera preocupación en la Familia Paulina será la santidad de la vida, la segunda la santidad de la doctrina”. A la luz de esto hay que entender su Proyecto de una enciclopedia sobre Jesús Maestro (1959).
En 1954, recordando el 40 aniversario de fundación, el P. Alberione aceptó por primera vez que se escribiera de él en el volumen Mi protendo in avanti 2, y consintió en facilitar algunos apuntes suyos acerca de los orígenes de la fundación. Surgió así el librito Abundantes divitiæ gratiæ suæ, que se considera como la “historia carismática de la Familia Paulina”. Familia que fue completándose entre 1957 y 1960, con la fundación de la cuarta congregación femenina, el Instituto Regina Apostolorum para las vocaciones (Hermanas “Apostolinas”), y de los Institutos de vida secular consagrada: San Gabriel Arcángel, Virgen de la Anunciación, Jesús Sacerdote y Santa Familia. Diez instituciones (incluidos los Cooperadores Paulinos), unidos todos ellos por el mismo ideal de santidad y de apostolado: la reafirmación de Cristo “Camino, Verdad y Vida” en el mundo, mediante los instrumentos de la comunicación social.
A lo largo de los años 1962-1965, el P. Alberione es protagonista silencioso pero atento del Concilio Vaticano II, a cuyas sesiones participa diariamente. Entre tanto, no faltan tribulaciones y sufrimientos: la muerte prematura de sus primeros colaboradores, Timoteo Giaccardo y Tecla Merlo; la preocupación por las comunidades en países con dificultades y, personalmente, una martirizadora escoliosis, que le atormentaba noche y día.
Vivió 87 años. Cumplida la obra que Dios le había encargado, el 26 de noviembre de 1971 dejó la tierra para ocupar su sitio en la Casa del Padre. Sus últimas horas se vieron confortadas con la visita y la bendición del papa Pablo VI, que nunca ocultó su admiración y veneración por el P. Alberione. Es conmovedor el testimonio que dio de él en la audiencia concedida a la Familia Paulina el 28 de junio de 1969 (el Fundador tenía 85 años):
“Miradlo: humilde, silencioso, incansable, siempre alerta, siempre ensimismado en sus pensamientos, que van de la oración a la acción, siempre atento a escrutar los “signos de los tiempos”, es decir, las formas más geniales de llegar a las almas... Nuestro P. Alberione ha dado a la Iglesia nuevos instrumentos para expresarse, nuevos medios para vigorizar y ampliar su apostolado, nueva capacidad y nueva conciencia de la validez y de la posibilidad de su misión en el mundo moderno y con los medios modernos. Deje, querido P. Alberione, que el Papa goce de esta prolongada, fiel e incansable fatiga y de los frutos por ella producidos para gloria de Dios y bien de la Iglesia”.
El 25 de junio de 1996, el papa Juan Pablo II firmó el Decreto con el que se reconocen las virtudes heroicas del futuro Beato.
El pequeño Santiago, cuarto de los hijos, experimenta pronto la llamada de Dios: el primer año de la escuela elemental, al preguntarle la maestra qué hará cuando sea mayor, respondió: “Quiero ser cura”. Los años de la niñez se orientan en esa dirección.
Trasladada la familia al pueblecito de Cherasco, parroquia de San Martín, diócesis de Alba, el párroco don Montersino ayuda al adolescente a tomar conciencia y a responder a la llamada. A los 16 años, Santiago es admitido en el seminario de Alba y enseguida se encuentra con quien le será padre, guía, amigo y consejero durante 46 años: el canónigo Francisco Chiesa.
Al término del Año Santo 1900, habiéndose sentido interpelado por la encíclica de León XIII “Tametsi futura”, Santiago vive la experiencia determinante de su vida. La noche del 31 de diciembre de 1900, puente entre los dos siglos, el joven seminarista reza cuatro horas seguidas ante el Smo. Sacramento y proyecta en la luz de Dios su futuro. Una “luz especial ” le vino de la Hostia, y desde aquel momento se siente “profundamente obligado a prepararse para hacer algo por el Señor y por los hombres del nuevo siglo”: “obligado a servir a la Iglesia” con los nuevos medios que el ingenio humano presentaba.
El itinerario del joven Alberione prosigue intensamente durante los años del estudio de la filosofía y la teología. El 29 de junio de 1907 es ordenado sacerdote. Sigue una breve pero decisiva experiencia pastoral en Narzole (Cúneo), como vicepárroco. Allí encuentra al jovencito José Giaccardo, que para él será lo que fue Timoteo para el apóstol Pablo. Y también allí, el P. Alberione madura la comprensión de lo que puede hacer la mujer implicada en el apostolado.
En el seminario de Alba desempeña el cargo de Padre espiritual de los seminaristas mayores y menores, y da clases de varias asignaturas. Se presta para la predicación, catequesis y conferencias en diversas parroquias de la diócesis. Dedica asimismo mucho tiempo al estudio sobre la situación de la sociedad civil y eclesial de su tiempo y sobre las nuevas necesidades que se entrevén.
Comprende que el Señor le guía a una misión nueva: predicar el Evangelio a todos los pueblos, en el espíritu del apóstol Pablo, utilizando los medios modernos de comunicación. Atestiguan tal orientación dos libros suyos: Apuntes de teología pastoral (1912) y La mujer asociada al celo sacerdotal (1911-1915).
Dicha misión, para tener carisma y continuidad, debe ser asumida por personas consagradas, pues “las obras de Dios se hacen con los hombres de Dios”. Y así, el 20 de agosto de 1914, mientras en Roma muere el papa Pío X, en Alba el P. Alberione da inicio a la “Familia Paulina” con la fundación de la Pía Sociedad de San Pablo. El comienzo es pobrísimo, de acuerdo con la pedagogía divina: “empezar siempre desde un pesebre”.
La familia humana —en la que el P. Alberione se inspira— está compuesta de hermanos y hermanas. La primera mujer que sigue al P. Alberione es una muchacha veinteañera de Castagnito (Cúneo): Teresa Merlo. Con su aporte, Alberione da comienzo a la congregación de las Hijas de San Pablo (1915). Lentamente la “Familia” se desarrolla, las vocaciones masculinas y femeninas aumentan, el apostolado se delinea y toma forma.
En diciembre de 1918 se produce una primera partida de “hijas” hacia Susa (Turín): empieza una intrépida historia de fe y de iniciativas, que engendra incluso un estilo característico, denominado “a la paulina”. Este camino parece interrumpirse en 1923, cuando el P. Alberione enferma gravemente y el diagnóstico de los médicos no deja esperanzas. Pero el Fundador reemprende milagrosamente el camino: “San Pablo me curó”, comentará después. Por entonces aparece en las capillas paulinas la frase que, en sueño o en revelación, el divino Maestro dirige al Fundador: “No temáis - Yo estoy con vosotros - Desde aquí quiero iluminar - Caminad en continua conversión”.
Al año siguiente viene a la vida la segunda congregación femenina: las Pías Discípulas del Divino Maestro, para el apostolado eucarístico, sacerdotal, litúrgico. A guiarlas en la nueva vocación, el P. Alberione llama a la joven Hna. Ma. Escolástica Rivata, que morirá a los noventa años en olor de santidad.
En el campo apostólico, el P. Alberione promueve la impresión de ediciones populares de los Libros Sagrados, y con las publicaciones periódicas se lanza a las formas más rápidas para hacer llegar el mensaje de Cristo a los lejanos. En 1912 ya había aparecido la revista Vida Pastoral destinada a los párrocos; El Domingo, hojita semanal para la animación de la liturgia dominical, sale en 1921; en 1931 nace Familia Cristiana, revista semanal con la finalidad de alimentar la vida cristiana de las familias. Seguirán: La Madre de Dios (1933), “para desvelar a las almas las bellezas y las grandezas de María”; Pastor bonus (1937), revista mensual en latín; Camino, Verdad y Vida (1952), revista mensual para dar a conocer y enseñar la doctrina cristiana; La Vida en Cristo y en la Iglesia (1952), con el fin de hacer “conocer los tesoros de la Liturgia, difundir cuanto sirve a la Liturgia, vivir la Liturgia según la Iglesia”. El P. Alberione piensa también en los muchachitos: para ellos empieza a publicar en 1924 Il Giornalino 1.
Se pone mano asimismo a la construcción del gran templo dedicado a san Pablo en Alba. Seguirán los otros dos a Jesús Maestro (en Alba y Roma) y el santuario a la Reina de los Apóstoles (Roma). Sobre todo se mira a salir de los confines locales y nacionales. En 1926 nace la primera Casa filial en Roma, seguida en los años sucesivos por muchas fundaciones en Italia y en otras naciones.
Entretanto crece el edificio espiritual: el Fundador inculca el espíritu de entrega mediante “devociones” de fuerte dinamismo apostólico: a Jesús Maestro y Pastor “Camino y Verdad y Vida”, a María Madre, Maestra y Reina de los Apóstoles; a san Pablo apóstol. Es precisamente la referencia al Apóstol lo que califica en la Iglesia a las nuevas instituciones como “Familia Paulina”. La meta ansiada por el Fundador como primer empeño, es la conformación plena con Cristo: acoger todo el Cristo Camino y Verdad y Vida en toda la persona, mente, voluntad, corazón, fuerzas físicas. Orientación codificada en el librito Donec formetur Christus in vobis (1932).
En octubre de 1938 el P. Alberione funda la tercera congregación femenina: las Hermanas de Jesús Buen Pastor o “Pastorcitas”, destinadas al apostolado pastoral directo en auxilio de los Pastores.
Durante el obligado paréntesis de la segunda guerra mundial (1940-1945), el Fundador no se detiene en su itinerario espiritual. Va acogiendo en medida creciente la luz de Dios en un clima de adoración y contemplación. De ello son testimonio los Cuadernillos espirituales, en los que anota las inspiraciones y los medios que adoptar para responder al proyecto de Dios. En esta atmósfera espiritual nacen las meditaciones que cada día dicta a los hijos e hijas, las directrices para el apostolado, la predicación de incontables retiros y cursos de ejercicios (recogidos en sendos opúsculos). El empeño del Fundador es siempre el mismo: hacer comprender a todos que “la primera preocupación en la Familia Paulina será la santidad de la vida, la segunda la santidad de la doctrina”. A la luz de esto hay que entender su Proyecto de una enciclopedia sobre Jesús Maestro (1959).
En 1954, recordando el 40 aniversario de fundación, el P. Alberione aceptó por primera vez que se escribiera de él en el volumen Mi protendo in avanti 2, y consintió en facilitar algunos apuntes suyos acerca de los orígenes de la fundación. Surgió así el librito Abundantes divitiæ gratiæ suæ, que se considera como la “historia carismática de la Familia Paulina”. Familia que fue completándose entre 1957 y 1960, con la fundación de la cuarta congregación femenina, el Instituto Regina Apostolorum para las vocaciones (Hermanas “Apostolinas”), y de los Institutos de vida secular consagrada: San Gabriel Arcángel, Virgen de la Anunciación, Jesús Sacerdote y Santa Familia. Diez instituciones (incluidos los Cooperadores Paulinos), unidos todos ellos por el mismo ideal de santidad y de apostolado: la reafirmación de Cristo “Camino, Verdad y Vida” en el mundo, mediante los instrumentos de la comunicación social.
A lo largo de los años 1962-1965, el P. Alberione es protagonista silencioso pero atento del Concilio Vaticano II, a cuyas sesiones participa diariamente. Entre tanto, no faltan tribulaciones y sufrimientos: la muerte prematura de sus primeros colaboradores, Timoteo Giaccardo y Tecla Merlo; la preocupación por las comunidades en países con dificultades y, personalmente, una martirizadora escoliosis, que le atormentaba noche y día.
Vivió 87 años. Cumplida la obra que Dios le había encargado, el 26 de noviembre de 1971 dejó la tierra para ocupar su sitio en la Casa del Padre. Sus últimas horas se vieron confortadas con la visita y la bendición del papa Pablo VI, que nunca ocultó su admiración y veneración por el P. Alberione. Es conmovedor el testimonio que dio de él en la audiencia concedida a la Familia Paulina el 28 de junio de 1969 (el Fundador tenía 85 años):
“Miradlo: humilde, silencioso, incansable, siempre alerta, siempre ensimismado en sus pensamientos, que van de la oración a la acción, siempre atento a escrutar los “signos de los tiempos”, es decir, las formas más geniales de llegar a las almas... Nuestro P. Alberione ha dado a la Iglesia nuevos instrumentos para expresarse, nuevos medios para vigorizar y ampliar su apostolado, nueva capacidad y nueva conciencia de la validez y de la posibilidad de su misión en el mundo moderno y con los medios modernos. Deje, querido P. Alberione, que el Papa goce de esta prolongada, fiel e incansable fatiga y de los frutos por ella producidos para gloria de Dios y bien de la Iglesia”.
El 25 de junio de 1996, el papa Juan Pablo II firmó el Decreto con el que se reconocen las virtudes heroicas del futuro Beato.
miércoles, 25 de noviembre de 2015
Lecturas
En aquellos días, el rey Baltasar ofreció un banquete a mil nobles del reino, y se puso a beber delante de todos. Después de probar el vino, mandó traer los vasos de oro y plata que su padre, Nabucodonosor, había cogido en el templo de Jerusalén, para que bebieran en ellos el rey y los nobles, sus mujeres y concubinas. Cuando trajeron los vasos de oro que habían cogido en el templo de Jerusalén, brindaron con ellos el rey y sus nobles, sus mujeres y concubinas. Apurando el vino, alababan a los dioses de oro y plata, de bronce y hierro, de piedra y madera.
De repente, aparecieron unos dedos de mano humana escribiendo sobre el revoco del muro del palacio, frente al candelabro, y el rey veía cómo escribían los dedos.
Entonces su rostro palideció, la mente se le turbó, le faltaron las fuerzas, las rodillas le entrechocaban.
Trajeron a Daniel ante el rey, y éste le preguntó:
-«¿Eres tú Daniel, uno de los judíos desterrados que trajo de Judea el rey, mi padre? Me han dicho que posees espíritu de profecía, inteligencia, prudencia y un saber extraordinario. Me han dicho que tú puedes interpretar sueños y resolver problemas; pues bien, si logras leer lo escrito y explicarme su sentido, te vestirás de púrpura, llevarás un collar de oro y ocuparás el tercer puesto en mi reino.»
Entonces Daniel habló así al rey:
-«Quédate con tus dones y da a otro tus regalos. Yo leeré al rey lo escrito y le explicaré su sentido.
Te has rebelado contra el Señor del cielo, has hecho traer los vasos de su templo, para brindar con ellos en compañía de tus nobles, tus mujeres y concubinas. Habéis alabado a dioses de oro y plata, de bronce y hierro, de piedra y madera, que ni ven, ni oyen, ni entienden; mientras que al Dios dueño de vuestra vida y vuestras empresas no lo has honrado. Por eso Dios ha enviado esa mano para escribir ese texto.
Lo que está escrito es: “Contado, Pesado, Dividido.” La interpretación es ésta:
“Contado”: Dios ha contado los días de tu reinado y les ha señalado el límite; “Pesado”: te ha pesado en la balanza y te falta peso; “Dividido”: tu reino se ha dividido y se lo entregan a medos y persas. »
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
-«Os echarán mano, os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y a la cárcel, y os harán comparecer ante reyes y gobernadores, por causa mía. Así tendréis ocasión de dar testimonio.
Haced propósito de no preparar vuestra defensa, porque yo os daré palabras y sabiduría a las que no podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario vuestro.
Y hasta vuestros padres, y parientes, y hermanos, y amigos os traicionarán, y matarán a algunos de vosotros, y todos os odiarán por causa mía.
Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá; con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas.»
Palabra del Señor.
Santa Catalina de Alejandría
Brilla, entre el coro de los sabios alejandrinos, una mujer en quien el fuego de la rosa se junta a la blancura de la nieve. Tiene sangre leal como Cleopatra, y con la alcurnia, que invita al poder, la belleza, que deslumbra los corazones. Pero no piensa en brillantes gasas tejidas de perlas, ni en serviles reverencias de eunucos, ni en requiebros de emperadores. Su pasión es buscar la verdad. Alejandría es la ciudad de las escuelas y de los pensadores. Tiene el Didascáleo, donde enseñó Orígenes; el Museo, donde aún queda el eco de la voz cálida de Plotino, y la iglesia de los cristianos, ennoblecida ahora por la palabra apostólica de Pedro el Patriarca. La hija de antiguos reyes, Catalina, la pura, la blanca, recorre todas las escuelas, pregunta a todos los sabios y lee todos los libros; alimenta su espÌritu en las fuentes del idealismo platónico, recoge la savia panteísta de la Encéadas, de Plotino, y escucha con avidez a los catequistas evangélicos. Discute, analiza, rechaza. La mitología pagana repugna a su espíritu, más aristocrático que su sangre; el misticismo neoplatónico parece hacer vibrar a ratos las delicadas fibras de su sentimiento; pero más que nada le cautiva le enseñanza del obispo Pedro; aquella moral tan pura, aquel profeta tan sublime, aquel sermón de la Montaña y aquella Virgen Madre, de tan divina grandeza. Es cristiana de corazón, aunque no ha recibido la gracia bautismal. Pero hela aquí inquieta por un sueño nocturno: ha visto a la Virgen de que le hablaban en la asamblea de los cristianos, teniendo en los brazos a su Hijo. La Madre le sonríe dulcemente; pero el Niño parecía retirar su dulce mirada, como si hubiese en ella algo que le disgustase: «Sí -debió decirse la joven-, es la mancha del pecado original. » E inmediatamente fue a lavarse en las aguas bautismales.
El emperador Diocleciano acababa de retirarse a cultivar filosóficamente sus jardines de Salona; Maximiano Hércules, su colega, se entregaba a los más innobles placeres en sus palacios de Lucania; pero al frente del Imperio habían dejado unos dignos continuadores de su política anticristiana. Maximino Daia gobernaba en Siria y Egipto. Era un hombre semibárbaro, una fiera salvaje del Danubio, que habían soltado en las cultas ciudades del Oriente. El mundo -dice Lactancia- era para este cesar un juguete. El carácter de su persecución se distingue por los ultrajes hechos a las mujeres. Cuantas habían tenido la desgracia de agradarle, eran arrancadas a sus maridos y a sus padres para aumentar su serrallo. Por dondequiera que pasaba iba sembrando la vergüenza y la desolación. En Alejandría sus atentados fueron horribles e innumerables; las más nobles matronas, deshonradas por Èl. Tal vez Catalina pudo pasar inadvertida entre la multitud de los letrados, de la ciudad; pero su corazón ardiente e incapaz de dominar una generosa indignación y de soportar aquellas infamias, la llevó a traicionarse, presentándose al emperador para echarle en cara sus crímenes y demostrarle la vanidad de la religión pagana. Dado el carácter de Maximino, a la provocación parece que debiera haber respondido con la violencia; pero el ardor de la joven, su hermosura, su distinción, su elocuencia, le inspiraron el medio de conseguir una victoria más completa. «En estos enemigos de Cristo-escribe Lactancio-la vanagloria se juntaba a la envidia. No podían sufrir que los mártires tuviesen el honor de haberlos vencido, ni por el espíritu ni por los tormentos. » Este sentimiento es el que movió a que los perseguidores se fijaran, sobre todo, en los hombres de letras. En España. Osio daba testimonio de fe; el doctor Pánfilo gemía en las cárceles de Cesarea, y en la misma Alejandría el noble Edesio, que vestía el manto de los filósofos, acababa de ser arrojado al mar.
Ahora se necesitaba ganar para el paganismo a aquella joven intrépida, y si no era fácil convencerla, al menos se la podría confundir. Organizóse una disputa pública. Atraídos tanto por la gracia de la doncella como por la vanidad científica, aparecieron los más famosos maestros de las escuelas alejandrinas: secuaces de Pitágoras, comentaristas de Platón, continuadores de Jámblico y Plotino, librepensadores a estilo de Porfirio. Catalina desenmascaró los absurdos de la mitología pagana, escuela de corrupción y origen de confusión en el terreno de la filosofía. La tarea fue fácil, porque nadie creía ya en Zeus, ni en Juno, ni en Venus, ni en el cojo Vulcano. La verdadera dificultad estaba en rebatir aquel deísmo ondulante y seudomístico que dominaba entonces en la escuela de Alejandría; aquella filosofía de Porfirio, que analizaba los libros santos con la sutil ironía de Renán, y citaba las palabras de Jesús como oráculos de un hombre bueno, de un sabio, de un inmortal; y recogía su moral austera, declarando al mismo tiempo guerra de exterminio a los cristianos. Aquí estaba el campo de la lucha ideológica entre el paganismo y el cristianismo, y aquí es donde brilló con toda su agudeza el genio filosófico de Catalina. Contestaba con rapidez, desentrañaba los argumentos, deshacía los sofismas, y los versos de Homero se juntaban en sus labios con las sentencias de Platón y los textos de los profetas. Fue una victoria completa coronada por los aplausos de la multitud y por la conversión de casi todos sus enemigos.
Y vino después la victoria de la sangre: promesas halagadoras, azotes sangrientos, y aquella rueda armada de cuchillos, aquel complicado artilugio que debía desgarrar su cuerpo, y que se hace pedazos al contacto de su carne virginal, y, finalmente, la muerte por la espada, que hace brotar la sangre inocente, más elocuente aún que su palabra.
El emperador Diocleciano acababa de retirarse a cultivar filosóficamente sus jardines de Salona; Maximiano Hércules, su colega, se entregaba a los más innobles placeres en sus palacios de Lucania; pero al frente del Imperio habían dejado unos dignos continuadores de su política anticristiana. Maximino Daia gobernaba en Siria y Egipto. Era un hombre semibárbaro, una fiera salvaje del Danubio, que habían soltado en las cultas ciudades del Oriente. El mundo -dice Lactancia- era para este cesar un juguete. El carácter de su persecución se distingue por los ultrajes hechos a las mujeres. Cuantas habían tenido la desgracia de agradarle, eran arrancadas a sus maridos y a sus padres para aumentar su serrallo. Por dondequiera que pasaba iba sembrando la vergüenza y la desolación. En Alejandría sus atentados fueron horribles e innumerables; las más nobles matronas, deshonradas por Èl. Tal vez Catalina pudo pasar inadvertida entre la multitud de los letrados, de la ciudad; pero su corazón ardiente e incapaz de dominar una generosa indignación y de soportar aquellas infamias, la llevó a traicionarse, presentándose al emperador para echarle en cara sus crímenes y demostrarle la vanidad de la religión pagana. Dado el carácter de Maximino, a la provocación parece que debiera haber respondido con la violencia; pero el ardor de la joven, su hermosura, su distinción, su elocuencia, le inspiraron el medio de conseguir una victoria más completa. «En estos enemigos de Cristo-escribe Lactancio-la vanagloria se juntaba a la envidia. No podían sufrir que los mártires tuviesen el honor de haberlos vencido, ni por el espíritu ni por los tormentos. » Este sentimiento es el que movió a que los perseguidores se fijaran, sobre todo, en los hombres de letras. En España. Osio daba testimonio de fe; el doctor Pánfilo gemía en las cárceles de Cesarea, y en la misma Alejandría el noble Edesio, que vestía el manto de los filósofos, acababa de ser arrojado al mar.
Ahora se necesitaba ganar para el paganismo a aquella joven intrépida, y si no era fácil convencerla, al menos se la podría confundir. Organizóse una disputa pública. Atraídos tanto por la gracia de la doncella como por la vanidad científica, aparecieron los más famosos maestros de las escuelas alejandrinas: secuaces de Pitágoras, comentaristas de Platón, continuadores de Jámblico y Plotino, librepensadores a estilo de Porfirio. Catalina desenmascaró los absurdos de la mitología pagana, escuela de corrupción y origen de confusión en el terreno de la filosofía. La tarea fue fácil, porque nadie creía ya en Zeus, ni en Juno, ni en Venus, ni en el cojo Vulcano. La verdadera dificultad estaba en rebatir aquel deísmo ondulante y seudomístico que dominaba entonces en la escuela de Alejandría; aquella filosofía de Porfirio, que analizaba los libros santos con la sutil ironía de Renán, y citaba las palabras de Jesús como oráculos de un hombre bueno, de un sabio, de un inmortal; y recogía su moral austera, declarando al mismo tiempo guerra de exterminio a los cristianos. Aquí estaba el campo de la lucha ideológica entre el paganismo y el cristianismo, y aquí es donde brilló con toda su agudeza el genio filosófico de Catalina. Contestaba con rapidez, desentrañaba los argumentos, deshacía los sofismas, y los versos de Homero se juntaban en sus labios con las sentencias de Platón y los textos de los profetas. Fue una victoria completa coronada por los aplausos de la multitud y por la conversión de casi todos sus enemigos.
Y vino después la victoria de la sangre: promesas halagadoras, azotes sangrientos, y aquella rueda armada de cuchillos, aquel complicado artilugio que debía desgarrar su cuerpo, y que se hace pedazos al contacto de su carne virginal, y, finalmente, la muerte por la espada, que hace brotar la sangre inocente, más elocuente aún que su palabra.