domingo, 25 de octubre de 2015

Homilía

“El Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres” (Salmo 125, 3).

Esta es la exclamación del pueblo que retorna a Jerusalén después de un largo destierro en Babilonia.

El profeta Jeremías considera este acontecimiento, en el que participa la gente más marginada de la sociedad (ciegos, cojos, lisiados…) como un anuncio gozoso de salvación para el pueblo “recogido de los confines de la tierra” y de reconocimiento al “Reino de Israel” (Jeremías 31, 7) que ha mantenido la fe en medio de múltiples dificultades.

Han pasado los años duros y ahora se abre un horizonte de esperanza con el cultivo de los campos, la instauración de las fiestas y el seguimiento multitudinario a Yahvé a través del culto en el templo.

El evangelio evoca este acontecimiento salvador y se centra en Jesús de Nazaret, el emisario de Dios, a quien sigue una gran multitud orgullosa de su doctrina y de sus milagros.

El escenario de la acción de Jesús no es Jerusalén, sino Jericó, la ciudad del desierto, en la que confluyen las caravanas venidas de Egipto y de Arabia como lugar de descanso y de aprovisionamiento para hombres y animales.

Al igual que ocurre hoy, los pobres acuden donde hay dinero en busca de auxilio.

Aquí, Bartimeo, el hijo de Timeo, sentado al borde del camino, pide limosna mientras aguarda el paso de Jesús.

La escena, plagada de simbolismos, nos transmite un mensaje esclarecedor sobre las necesidades humanas, la vocación y el compromiso.

Analicémoslas por partes:

El término “ciego” no se refiere únicamente a una carencia física, sino a la ceguera moral.

Hay quienes huyen de la luz, porque no quieren que sean vistas sus malas obras; algunos no se acercan a ella, porque prefieren alumbrarse con las tenues farolas del egoísmo; otros están metidos de lleno en la luz, pero no la saben apreciar y, finalmente, aquellos que están sumidos en la oscuridad y la anhelan fervientemente terminan viendo.

Es el caso de Bartimeo que, al ser iluminado por la fe, reconoce a Jesús como Mesías, “Hijo de David” (Marcos 10, 47) y recupera la vista.

Ciegos somos todos cuando desviamos la mirada para no ver lo que no nos interesa o puede involucrarnos en compromisos que modifiquen las comodidades de nuestra vida.

Somos ciegos al no valorar a tantas y tantas personas de bien que con la luz de su testimonio diario cuestionan nuestro “pasotismo”.

Rechazamos, a menudo, lo que necesitamos, y lo que necesitamos no lo pedimos insistentemente como Bartimeo, que clama a gritos la compasión de Jesús y provoca la respuesta de Dios.

Abundan en el evangelio los pasajes que nos aleccionan sobre el valor de la oración y de no desmayar en nuestros ruegos a Dios, que siempre son escuchados.

Necesitamos la Luz, somos mendigos de la Luz en busca de la limosna que nos permita ver las personas y la historia humana con los “ojos” de Dios.

Dicen que San Francisco dictó su “Cántico al sol” cuando quedó ciego.

San Juan de la Cruz escribió el “Cántico espiritual” sobre las maravillas de la naturaleza desde la oscuridad de su celda.

Beethoven compuso la “Novena Sinfonía” siendo sordo.

Es admirable cómo el hombre puede alcanzar cotas tan altas cuando se deja guiar por Dios

El término “sentado al borde del camino” (Marcos 10, 47) o, si queremos, de la encrucijada, lo podemos aplicar a la vocación de cada uno(a).

El Señor pasa y nos invita, como al ciego, a levantarnos y a dejar los lamentos y las quejas de lado para emprender una dinámica nueva que nos hace diferentes y únicos.

No somos tullidos, sino sencillamente ciegos.

No necesitamos que Jesús nos coja de la mano para levantarnos.

Depende de nosotros dar el salto y responder a su llamada.

Seguir sus huellas nos libera de todo el “lastre” que arrastramos y de los apegos a cosas materiales que nos impiden ser felices.

En el camino por el que transita Jesús, encontramos a mucha gente que le sigue con distintas intenciones.

Unos, cristianos rancios de toda la vida y con “derechos adquiridos”, intentan callar la voz de los principiantes, porque molestan y entorpecen la marcha.

Son los que dan lecciones de cómo comportarse, pero no respetan a los hambrientos de amor y comprensión, que piden auxilio gritando su desgracia.

Les gusta que entren en la Iglesia los privilegiados, no los marginados. De esta manera, espantan a los que se acercan en lugar de abrir el corazón y ayudar.

Otros, sin embargo, sienten la llamada de Dios y la hacen extensiva a cuantos emprenden el camino mediante palabras, gestos y hechos que infunden aliento.

Es grato, cuando uno se halla en depresión, abatido y hundido, tener al lado a alguien que te grita: “¡Animo!, levántate que el Señor te llama” (Marcos 10, 49).

“Dejar el manto” (Marcos 10,50) es para el ciego romper las barreras, las cadenas de su esclavitud, con el fin de acceder a la libertad del que se siente amado y reconocido.

Encuentra en Jesús la razón de ser de su vida y nadie podrá apartarle de su destino, del milagro que se ha operado en él; ni siquiera los protocolos de los justos o los convencionalismos hipócritas, fruto de una espiritualidad acartonada y vacía.

¿Seremos capaces, al igual que Bartimeo, de dar un paso adelante y sin complejos?

¿Soportaremos las risas, los comentarios despectivos y las burlas de los que viven al margen de Dios?

¿Sabremos escuchar a Jesús, que nos dice: “¿Qué quieres que haga por ti? (Marcos 10, 51)

Son preguntas para estimular nuestra fe y meditar acerca de dónde nos encontramos en el proceso de nuestra vocación cristiana, si en el de los sentados al borde del camino, de los que obstaculizan el caminar de los demás o de los que dan un salto en el vacío para seguirle.

Quizás no tengamos una respuesta y debamos que exclamar desde nuestra ceguera: “Maestro, que vea otra vez” (Marcos 10, 51).

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