domingo, 18 de octubre de 2015

Homilía


Estamos ya en la antesala del Año de la Misericordia convocado por el papa Francisco para llevar adelante la transformación interior de la Iglesia.

Celebramos hoy el Día Mundial de las Misiones -Domund- con el fin de dar a conocer la labor de los misioneros y apoyarles en su entrega generosa mediante la oración y la aportación económica, muy necesaria para llevar adelante los proyectos de desarrollo que llevan entre manos, pues la fe y las obras van íntimamente unidas, tal como lo afirma el apóstol Santiago: “una fe sin obras es una fe muerta” (I Santiago).

Para saber lo que es la misericordia hemos de fijarnos en personas que se compadecen de la miseria humana y se encarnan con la gente, compartiendo su vida y sus problemas.

Si aspiramos a ser misioneros de verdad, hemos de acostumbrarnos a servir y no a aprovechar las plataformas que nos ofrece la vida política, económica, social o religiosa para escalar el poder y medrar a costa de los demás.

Porque proliferan como chinches en nuestra sociedad los que se promocionan, logran un alto nivel de vida, con el que compran servicios y exigen ser servidos, desde una postura de superioridad.

Todos conocemos ejemplos.

Es fácil caer en la tentación de buscar parcelas de poder, aunque sea en pequeña escala, para resarcirnos de frustraciones y ver reconocida nuestra autoridad.

El buen dirigente no impone sus ideas; más bien las propone y las somete al análisis de sus subordinados en aras del bien común.

El mal dirigente, por el contrario, se mueve entre corruptelas y desatinos, con el objetivo de lograr privilegios y prebendas en propio beneficio sin considerar el bienestar de los suyos.

La ambición de Santiago y Juan, al pedirle a Jesús ocupar los primeros puestos en el Reino de los Cielos, da pie a Jesús para resaltar con su propio ejemplo, reiterado después en la Última Cena, que el servicio humilde ocupa el primer lugar en la jerarquía de valores para llegar al Reino que predica.

Él es el siervo de Yahvé despreciado y doliente, que se da a sí mismo en expiación por nuestros pecados -primera lectura- y la figura del Sumo Sacerdote, que se compadece de nuestras enfermedades y flaquezas -segunda lectura- y ha sido tentado en todo, menos en el pecado.

El “me apetece” o “no me apetece”, con el que, a menudo, respondemos a las solicitudes de alguien es la expresión más infantil e inmadura de nuestro egoísmo, comodidad y falta de responsabilidad.

Lo más importante es plantearnos cómo y dónde amar más y mejor, servir más y mejor y seguir un modelo de vida, un hilo conductor que oriente nuestras decisiones y actos.

Hay muchos estilos de vivir.

Desde el que afirma que “mi vida es mía y hago con ella lo que quiero”, hasta el que decide darla en acto de servicio y de forma altruista.

Sólo ésta es para el cristiano la manera más acertada de vivir la vida, perdiéndola para recuperarla después.

Entre los que nos sentimos y somos seguidores de Jesús no debe haber jerarquía de poder para estar por encima del resto.

Una parroquia donde el párroco se convierte en dueño y señor y somete a sus feligreses al dictamen de su autoridad y capricho no es precisamente un buen ejemplo de comunión para la misión.

El autoritarismo, dada la situación sociopolítica que vivimos, carece de futuro.

Lo correcto es compartir la fe, distribuir funciones, establecer consejos pastorales y fomentar el diálogo y la responsabilidad, pues la Iglesia no es propiedad de la jerarquía, sino de todos.

Necesitamos catequistas que eduquen y vivan la fe, testigos cualificados que orienten al pueblo cristiano hacia Dios, lejos de banderismos de cualquier índole y de intereses particulares que coarten la libertad.

Necesitamos a toda la gente humilde, callada, que pasa por la vida de puntillas, sin hacer ruido; personas que nunca crean problemas y saben “estar” en su sitio; que prestan servicios desinteresados y no airean su voluntarismo.

Su ausencia se deja notar, porque son los que llenan los vacíos de la soledad del ser humano e insuflan alegría y esperanza a su paso.

Las tenemos en las instituciones públicas de beneficencia, en centros docentes y hospitales, cárceles… y, por supuesto, en Cáritas.

Los misioneros y misioneras cumplen con creces estas características.

Y, aunque durante el resto del año permanecen “olvidados y ocultos”, la Iglesia les tributa en este día un homenaje de reconocimiento.

Ellos son la avanzadilla, el “rostro amable” de la Iglesia, que se hace presente en los lugares más recónditos de la tierra e incluso allí donde nadie quiere ir.

Además, los misioneros, cuando hay un problema, suelen los primeros en llegar en auxilio de los más necesitados y los últimos en irse, aún a sabiendas de que corren peligro sus vidas

Este comportamiento llama la atención y es una denuncia tácita de la sociedad egoísta asentada en la comodidad y el confort y que no quiere saber nada de lo que ocurre en su entorno a fin de no verse involucrada en conflictos que modifiquen su sistema de vida.

Mirémonos en el espejo de nuestras madres.

Salvo excepciones, son las primeras en levantarse y las últimas en acostarse.

Realizan todas las faenas de la casa sin esperar retribución, sólo por el bienestar de los suyos.

Sirven la mesa y comen al final, a menudo de lo que sobra. Son felices en tanto aseguran la felicidad de su familia y no se acuestan hasta saber que todos duermen. Su secreto: el amor.

En el escudo del Papa figura una frase: “Servus servorum Dei” (Siervo de los siervos de Dios).

Frase que evoca las palabras del evangelio: “El que quiera ser grande entre vosotros sea el último de todos y el servidor de todos” (Marcos 10, 44).

Todo un reto que le permite afirmar en su reciente visita a Cuba, y ante una multitud congregada en La Habana para escuchar su mensaje, que: “quien no vive para servir, no sirve para vivir”.

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