lunes, 21 de septiembre de 2015

San Jonás Profeta

Asociado a su ballena, Jonás ha sido para algunos un escándalo y una excusa. Aferrados a la literalidad del relato novelado, no lograban intuir la hondura del mensaje que se velaba y revelaba tras los rasgos inverosímiles. Pero, una vez mordida la cáscara de esa parábola en acción, Jonás aparecía como imagen transtemporal del creyente y aun del hombre.

Llamado personalmente por Dios, renacido en el agua y en la fe, enviado a anunciar un mensaje, surgido del abismo al tercer día, zarandeado por su Señor y cuidado con mimo providente. He ahí los rasgos de Jonás, prototipo del creyente.

Y más allá, Jonás, el hombre. Seguro de sí mismo y obstinado. Rebelde y sumiso. Altanero y rendido. Creyente y despechado. Irresponsable y preocupado. Resentido e ingenuo. Todo eso es Jonás. El hombre acorralado por Dios. El hombre que replica con su enojo al humor de Dios. El hombre que busca a Dios a pesar suyo. Ése es Jonás. Ése es el hombre.

LA NAVE Y EL NAUFRAGIO

Para muchos hombres las noticias de lo que ocurre por el mundo son más un objeto de erudición –o al máximo de conversación– que una invitación a la acción. El terremoto y la droga, la opresión de un pueblo o el hambre programada y consentida: todo eso queda lejos de sus intereses y sus compromisos. Cualquier intento de implicarlos en la suerte –es decir, en la desgracia– de los otros, está abocado al fracaso.

Así pasa con Jonás. Nínive queda lejos. Y lejos queda su paganía y sus desmanes. Nínive es como el símbolo de la inhumanidad y la altanería. «¡Ay de la ciudad sanguinaria, toda llena de mentira y de violencia y de inexhaustas rapiñas». El lamento de Nahúm (3, 1) explica por qué se ha elegido su nombre en el relato. Jonás cree en Dios, desde luego, pero ha decidido creer sin sobresaltos. No le hace ninguna gracia que Dios venga a vincular la fe con el compromiso: «Levántate y ve a Nínive, la ciudad grande, y predica contra ella, pues su maldad ha subido ante mí» (Ion 1, 2).

La primera reacción del creyente descomprometido es la evasión. O el desentendimiento. La huida «lejos de Yahvé», como si algún lugar quedara lejos de su presencia y sus demandas. El relato bíblico, rápido y colorista, está cuajado de rasgos alegóricos. Si Dios envía al oriente, Jonás baja al puerto y toma una nave que zarpa con rumbo al occidente. En medio de la tormenta que despeina las olas, Jonás duerme tranquilamente, como para acallar una eventual tormenta interior. Los marineros, que creen en otros dioses, rezan e invitan a la oración al pasajero que cree en el Dios vivo y, sin embargo, duerme despreocupado. Mientras él hace gala de inconsciencia, ellos muestran un temor religioso ante el que se atreve a «huir de Yahvé». Los detalles parecen intentados para mostrar el contraste entre los buenos paganos y el mal creyente.

En unos y en otro, sin embargo, se observan restos de una religiosidad primitiva y casi mágica. Ellos confían en que la voluntad de Dios se hará manifiesta por el sencillo método de «echar a suertes». Y Jonás confía en que las olas, signo de la cólera de Dios, se aplaquen mediante el sacrificio de una vida humana: la suya precisamente. Todos ellos interpretan los acontecimientos naturales como signos inequívocos del querer de Dios.

Y todos ellos viven en un ambiente impregnado de oración. Los marineros, en la cubierta de la nave, ofrecen sacrificios y hacen votos a Yahvé que aplaca las tormentas (1, 16). Y Jonás, en un relato inverosímil pero conmovedor por su significado modélico, desde el vientre del cetáceo dirige una bella oración al Dios que salva al afligido: a Yahvé de quien viene la salvación (2, 10). Una oración que recuerda el júbilo de un pueblo que a través de las aguas alcanzó la liberación y la serena confianza del salmista que alaba al Dios que se compadece del que sufre. Una oración tradicional, en el mejor de los sentidos. Y una oración novedosa, que sugiere ya la confianza de quien espera ser librado del sepulcro: una convicción que sólo lentamente se abrirá camino en la conciencia religiosa de Israel.

Y junto a esta especie de oración antifonal en la que tanto Jonás como los marineros alaban al mismo Yahvé, todavía un subrayado inevitable. El oyente esquivo de la palabra, el renegado de su vocación, es, sin embargo un creyente. En sus labios ha puesto el autor del relato una doble y profunda confesión: en el Dios de la naturaleza y en el Dios de la historia. Por una parte, Jonás afirma servir a Yahvé, «Dios de los cielos, que hizo los mares y la tierra» (1, 9). Un buen presupuesto para el diálogo con los paganos. Pero, por otra parte, Jonás proclama que «de Yahvé es la salvación». Una excelente afirmación de la identidad religiosa de su pueblo.

LA CIUDAD Y LA PREDICACIÓN

Para muchos hombres la humanidad se divide según fáciles esquemas dualistas: a un lado están los malos y al otro los buenos. Curiosamente, el que habla suele colocarse en este segundo campo. Como es de suponer, los buenos no lo son siempre ni en todos los detalles de la existencia. Pero el observador ha arbitrado infinitos trucos para seguir imperturbable en su análisis simplista y para conservar su tranquilidad personal. Uno de ellos consiste en imaginar crear, definir un grupo de «malos», que justifique las carencias o errores de «los suyos». Si no existieran «los malos», habría que crearlos. Y por supuesto, no habría que permitir que dejaran de existir. Ni dejaran de ser «malos».

El libro de Jonás está lleno de ironía. Mencionar el nombre de Nínive como destinataria de la misericordia de Dios debió de sonar como una imperdonable provocación a los oídos de muchos bienpensantes. El particularismo social, político o religioso, no tolera fácilmente que los «otros» tengan derecho al pan y a la sal. Y mucho menos que sean objeto de la providencia atenta y generosa de Dios.

A pesar suyo, Jonás escucha una segunda llamada de Yahvé. Y esta vez sí, se levanta y va a Nínive. He ahí al profeta enfrentado a su misión. Una vez más salta la paradoja. Mientras el profeta anuncia calamidades y castigos, los ninivitas entienden conversión. Mientras él habla de un Dios de venganza, ellos exclaman con tono de confianza: «¡Quién sabe si se apiadará Dios y se volverá del furor de su ira y no pereceremos» (3, 9).

Una vez más, el relato parece complacerse en subrayar que, con frecuencia, son más genuinamente religiosos los que no parecen serlo que aquellos que llevan el nombre de Dios en sus labios. La paradoja se extrema hasta el punto de hacernos vislumbrar el misterio de la gracia y sus mediaciones. Ocurre a veces que el mensajero apenas convertido resulta un instrumento de salvación y una invitación de conversión para aquellos que le escuchan.

Pero más que una reflexión sobre las decisiones y resistencias del creyente, más que una crítica al particularismo nacionalista, más que una consideración sobre los misterios de la gracia, el relato es, una vez más, una confesión de un Dios insospechado que no juzga con los criterios habituales entre los hombres: ««Vio Dios lo que hicieron, convirtiéndose del mal que les dijo había de hacerles, no lo hizo» (3, 10). Al anuncio del

Dios creador y salvador, se añade ahora el anuncio del Dios que se apiada. Del Dios que se arrepiente, si se prefiere el lenguaje colorista y antropomórfico del relato mismo.

EL COBERTIZO Y EL DESPECHO

Para muchos hombres las noticias de calamidades son mucho más creíbles y más apetecibles que las noticias de fiesta y regocijo. A la buena ventura prefieren la desventura. Sobre todo cuando se trata de los demás. Sobre todo cuando se han pasado la vida pronosticando desgracias a todos los que no se ajustan al estilo de vida que ellos propugnan o imponen. Admitir que la alegría viene a coronar un comportamiento o unos ideales que ellos han anatematizado significa, en realidad, el fracaso estrepitoso de sus propias proposiciones. A la envidia se une entonces el resentimiento.

Algo de eso le ocurre a Jonás. Llamado a ser profeta, bien a pesar suyo, ha terminado por predicar a los ninivitas un mensaje de conversión. Un mensaje en el que no cree de verdad el mensajero. De ahí su sorpresa cuando Nínive se arrepiente y hace penitencia. A Jonás le cuesta creer en la bondad de esas gentes. Le repugna pensar que puedan cambiar de vida y de actitudes. En el fondo se siente fracasado, aunque su misión ha sido un éxito, a juzgar por los resultados.

El autor del relato agudiza su observación. Ve a Jonás apesadumbrado y enojado. Pero sabe que, aunque rallana en la blasfemia, la oración de un creyente enfurruñado contra su Dios puede incluir la más bella de las confesiones de fe: „¡Cómo Yahvé! ¿No es esto lo que me decía yo estando en mi tierra? Por eso, precaviéndome, quise huir a Tarsis, pues sabía que eres Dios clemente y misericordioso, tardo a la ira, de gran piedad, y que te arrepientes de hacer el mal. Ahora, pues, Yahvé, quítame la vida, porque mejor me es la muerte que la vida» (4, 2-3).

Disculpa y racionalización. A Jonás no le importa que la decisión primera de Dios se haya cumplido. Le preocupa la salvación de los «malos». Le asusta quedarse de pronto sin antiparadigma que le sirva para la identificación y justificación de su propia bondad. Le preocupa, además, quedar en ridículo. Le resulta dificil aceptar que «su» Dios sea diferente, que sea un Dios de todos, abierto a universalidades sin fronteras. Por eso prefiere morir a seguir viviendo. En realidad nunca ha descubierto el sentido y la alegría de vivir.

Pero no muere todavía. Aún le falta la última lección. La última broma de Dios. Jonás sale de la ciudad y, a las afueras, levanta un chamizo de ramas y se sienta a la sombra «hasta ver lo que pasa con la ciudad» (4, 4). Dios parece divertirse con este profeta cascarrabias que no acaba de creer en su propia misión. Le hace crecer un ricino para que disfrute de su sombra. Por una vez se alegra Jonás, aunque sea por algo tan material e inmediato como la comodidad de la brisa y de la sombra.

A lo largo de todo el relato el autor nos presenta un Dios cercano, escandalosamente cercano, que maneja a su placer los elementos de la naturaleza. Un Dios que dispone un pez enorme (2, 1) y le da órdenes (2, 11). Un Dios que dispone una planta de ricino (4, 6) y el gusano que lo ataca para que se seque (4, 7). Un Dios que levanta un violento huracán sobre las olas (1, 4) y que manda un recio viento solano sobre la llanura (4, 8). Todo el relato se podría titular: «Meditación sobre el humor de Dios».

Un humor condescendiente con el profeta que una y otra vez quisiera morirse (4, 3.8). Un humor dialogante con el que se enoja por haberse quedado sin la sombra acogedora del ricino (4, 9). Y un amor que, sin embargo, dirige los acontecimientos para revelar finalmente el rostro compasivo del Dios de la misericordia. Yahvé dice, en efecto, a Jonás:

«Tú tienes lástima del ricino, en el cual no trabajaste por hacerlo crecer, que en el espacio de una noche nació y en el de otra noche pereció, ¿y no voy a tener yo piedad de Nínive, la gran ciudad, donde hay más de ciento veinte mil hombres que no distinguen su mano derecha de la izquierda, y, además, numerosos animales?» (4, 10-11).

Eso es todo. Ahí concluye el relato. Y ésa es su gran lección. Pero al revelarnos el verdadero rostro de Dios, un Dios compasivo y lleno de humor, el relato nos ofrece una dura crítica socio-religiosa. Y el retrato colorista de un hombre, de un tipo de hombre, de un estilo de creyente que trata de vivir su fe en el particularismo y la comodidad. Un creyente por ventaja y un apóstol a la fuerza. Un buscador de Dios a pesar suyo.

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