domingo, 20 de septiembre de 2015

Homilía


El texto que hoy escuchamos del Libro de los Números supone un avance en el camino de todo hombre religioso, pues el don de Dios no está ligado a un lugar concreto o a un pueblo concreto, sino a la persona allí donde se encuentre.

El hecho de que Edad y Medad profeticen en el campamento sin estar autorizados, da pie al rechazo de Josué, ayudante de Moisés, y a una breve reflexión por parte de éste como mediador por excelencia entre Dios y el pueblo:

“ ¡Ojalá que todo el pueblo profetizara y el Señor infundiera en todos su espíritu!” (Números 11, 29).

El evangelio nos relata un hecho similar protagonizado por los discípulos de Jesús, que impiden echar demonios en nombre de Jesús y provocan la respuesta del Maestro:

“No se lo prohibáis, porque nadie que haga un milagro en mi nombre puede luego hablar mal de mí” (Marcos 9, 39).

Ambos textos contienen un mensaje que no debemos olvidar: la libertad soberana de Dios en su obrar y la estrechez de miras de quienes pretenden encerrarle en los angostos espacios de la justicia humana.

El control de la fe, o si queremos, de defender los presuntos derechos de Dios, está en la base de los radicalismos religiosos y de intolerancias que tanto daño hacen a los creyentes.

Muchos de nosotros somos testigos de hechos deleznables, afortunadamente en franco descenso, ocurridos en parroquias o centros religiosos donde, en lugar de acoger a la gente se la espanta por una serie de normas impuestas que nada tienen que ver con la caridad y respeto que todos merecen.

El mismo Papa Francisco los denuncia.

Los derechos de los hombres son también los derechos de Dios.

Jesús ha venido a salvar a todos y ninguna comunidad puede arrogarse poseerlo en exclusiva.

Es mejor levantar barreras y abrir puertas que establecer baremos y clasificar la sociedad en buenos y malos.

Los “buenos” son los que siguen la doctrina de la Iglesia y los “malos”, por supuesto, los que viven alejados de ella. Todo muy simple y perverso.

Pero los hechos nos confirman día a día que abundan las personas no cristianas que mantienen una conducta intachable y practican la misericordia y la compasión como algo natural que sale de su corazón bondadoso.

Entran de lleno en la salvación universal de Dios.

La liturgia nos alerta sobre dos tipos de escándalo: el primero afecta a los ricos, a quienes Santiago fustiga por amontonar riquezas, abusar de sus obreros y negarles el justo salario; el segundo afecta a los que dan malos ejemplos a los más pequeños.

En ambos casos las palabras son muy duras.

Santiago escribe:

“Vosotros los ricos gemid y llorad ante las desgracias que se os avecinan. Vuestra riqueza está podrida y vuestros vestidos son pasto de la polilla.

Vuestro oro y vuestra plata están oxidados y este óxido será un testimonio contra vosotros y corroerá vuestras carnes como fuego” (Santiago 5, 1-4).

Jesús dice:

“El que escandalice a uno de estos pequeñuelos que creen, más valdría que le encajasen en el cuello una piedra de molino y lo echasen al mar” (Marcos 9,42).

Es un escándalo que la mayoría de las riquezas de la tierra estén en manos de unos pocos, que los pobres sean sistemáticamente explotados y millones de seres humanos se vean abocados a la miseria y al hambre.

Esta mala distribución de la riqueza ya fue denunciada por los Santos Padres de la Iglesia. Alguno afirmaba que todo lo que les sobra a los ricos pertenece a los pobres y que en caso de necesidad todos los bienes son comunes.

Por fortuna proliferan los grupos, cada vez más sensibilizados por los derechos humanos, implicados en denunciar las injusticias y en presionar a las instituciones, pero el poder de las multinacionales, los intereses creados, la carrera de armamentos, las cuotas de poder y todas las lacras alimentadas por la ambición, apagan las voces discordantes.

Y los escándalos, aireados por los medios de comunicación social, siguen su curso creciente a medida que se van descubriendo las corrupciones económicas, políticas y sociales.

¿Qué hacer ante esta situación?

No podemos medir a todos por el mismo rasero.

Condenar al rico por ser rico y enaltecer al pobre por ser pobre es una postura simplista que no resuelve nada.

Hay “ricos” que erigen empresas, crean puestos de trabajo, pagan salarios justos y se preocupan por el bienestar de sus obreros, y pobres cuyo deseo principal es ocupar el lugar de los ricos. La ambición humana no tiene medida.

La doctrina social de la Iglesia denuncia los abusos de poder y promueve la justa distribución de los bienes materiales, respetando siempre los derechos humanos y, en consecuencia, la dignidad de la persona humana.

Desde esta postura, cada uno debe valorar sus posesiones, donar lo superfluo, analizar sus comportamientos para no ser motivo de escándalo e involucrarse en la correcta solución de los problemas.

Por otro lado, los escándalos a los más pequeños ocupan hoy muchas páginas de periódicos y amplia difusión por el cine y la tv.

La pederastia, que es un pecado abominable, es objeto de un trato especial, sobre todo si los abusos provienen de autoridades eclesiásticas, porque llaman más la atención.

Pero la pederastia abunda más en las familias, escuelas, gimnasios…

El daño viene marcado por la explotación sexual inmisericorde.

En este capítulo entra también la corrupción de menores y la prostitución.

El Papa Francisco está muy implicado en cortar de raíz estas lacras, que junto a otras, como la ecología, que son sujeto de su preocupación por la supervivencia de nuestro planeta a través de la encíclica “Laudato si”, forman parte de su lucha cotidiana por la limpieza del medio ambiente y de las costumbres.

Por esta razón emplazó en Roma a los alcaldes de las principales ciudades. Acudieron 60 a la llamada, entre ellos el de París, Nueva York, Bogotá y Madrid.

La reunión se celebró a mediados de Julio y se abordó lo relativo al cambio climático y a las nuevas formas de esclavitud, con el fin de crear una conciencia ecológica e influir en la toma de decisiones de la “Cumbre de la ONU sobre el clima”.

El Papa no habló del cielo, sino del infierno en la tierra, cuyas cabezas de puente son la delincuencia, el fanatismo y los falsos ideales que martirizan a nuestro mundo.

Resumiendo: Hemos de apoyar a los que hacen el bien y anuncian el evangelio, aunque no sean cristianos y no permanecer impasibles ante las desigualdades económicas y los escándalos que salpican a nuestra sociedad.

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