domingo, 19 de julio de 2015

Homilía


Estas palabras de Jesús son un remanso de paz en el paréntesis caluroso del verano del hemisferio norte.

Muchas familias aprovechan las vacaciones para irse a la playa, a la montaña o a los pueblos a descansar y disfrutar de todo aquello que les está vedado durante el año por la vida acelerada de la ciudad.

Este período vacacional nos ayuda, si lo sabemos aprovechar, a recuperar las fuerzas físicas y las espirituales para alimentar nuestra fe.

La primera lectura de este domingo insiste en la imagen del buen pastor, reiteradamente utilizada por los profetas del Antiguo Testamento para denunciar injusticias y promover el buen gobierno del “rebaño”.

Dios ama a su pueblo, al pequeño rebaño que Él ha escogido, y quiere que sea gobernado por buenos pastores que lo amen, identifiquen sus necesidades y caminen a su lado.

La expresión del papa Francisco -“pastores con olor a oveja”- se refiere a este deseo del corazón de Dios.

Hoy hablamos más de “líderes” que de “pastores”.

No se trata de líderes locales, sino de líderes globales que representen al mundo, capten sus problemas y arbitren soluciones.

El mismo papa Francisco puede ser ese líder, pero los intereses creados y los egoísmos de los países más desarrollados dificultan esa armonía tan necesaria para el crecimiento de los.

Lo que ocurre en unos países repercute inmediatamente en otros y queda registrado en la subida o bajada de la “bolsa”.

De la misma manera que se globaliza el capital se globaliza también la pobreza, la falta de libertad religiosa o la violencia ejercida hacia determinados credos.

El deseo de Dios es para toda la humanidad.

Las miserias humanas ponen al descubierto nuestra desnudez y sólo Jesús lo cumple plenamente en su persona, tal como lo afirma el salmo 22 que proclamamos en la Eucaristía:

“El Señor es mi pastor, nada me falta”.

El evangelio nos habla de la sensibilidad exquisita de Jesús, de su “saber estar” con la gente.

Le apremia la predicación del Reino de Dios y, sin embargo, encuentra tiempo para todo y está en todo.

No se escapa a su consideración que le han seguido, seducidos por su mensaje y por sus signos,

pero se han olvidado de llevar comida.

Sabe, como tantas veces sucede, que están interrumpiendo sus planes y el necesario descanso después de una fatigosa jornada de trabajo y, a pesar de todo, los acoge con misericordia y hace gala de una infinita paciencia.

Esta sensibilidad de Jesús llama la atención y es elocuente para el hombre de hoy, que camufla cuanto significa compromiso, comprensión y escucha, poniendo excusas: “estoy muy ocupado”, “el señor no está”, “hoy no es día de despacho; venga usted mañana”.

La burocracia que esclaviza, los sueños truncados se alían en nuestra contra para impedirnos ser como Dios quiere que seamos.

Vegetamos, más que vivimos, sin alicientes ni compromisos que motiven nuestra transformación interior. Y así nos luce el pelo. Nuestra distancia es muy corta con relación a los falsos pastores, que denuncia el profeta Jeremías.

Estos utilizan al pueblo, se sirven de él, pero no sirven sus intereses.

Aprovechan su poder para crecer ellos mediante extorsiones, tráficos de influencias, información privilegiada, sobornos, engaños y triquiñuelas que manejan a su antojo.

Jesús es el buen pastor: el que ama, el que sirve.

Trata de aleccionar a sus Apóstoles para

El fogoso Pedro, el legalista Mateo, los extremistas Santiago y Juan, el positivista Tomás... entenderán pronto que la palabra sin el testimonio personal sirve de muy poco.

En la vida se necesita visualizar los gestos y acomodar los comportamientos a las necesidades presentes, so pena de vaciar de contenido el valor del mensaje.

A partir de aquí se inicia el proceso de evangelización, una vez preparado el ambiente y la persona predispuesta para mirar al futuro.

El pasado escabroso se disipará, barrido por el viento de la fe, ante un mañana más esperanzador.

Aunque parezca mentira, es la conciencia de la propia dignidad. Toda persona necesita y merece ser amada, aquí y en el más allá.

Jesús despierta esa conciencia haciendo abstracción de su pasado. No le importa lo que uno haya sido, sino lo que puede ser.

¡Qué fácil resulta etiquetar a una persona con el “sambenito” de indeseable!

El daño que podemos hacer con nuestras difamaciones es incalculable.

Conozco a varios amigos, heridos injustamente en su autoestima, que no han sido capaces de levantar cabeza, mientras sus detractores gozan del respeto y consideración de sus vecinos.

Si, en lugar de desacreditar y marginar a quienes no nos “caen” bien, les ofreciéramos nuestra confianza y apoyo, serían ahora hombres y mujeres nuevos.

La distancia entre el cielo y el abismo depende, a menudo, de una sola palabra o un gesto.

Por otro lado, el egoísmo y las celotipias, provocan graves problemas de convivencia.

Hemos de salir de nosotros mismos, considerar a cada hombre o mujer como hermano y alcanzar su necesidad más profunda.

Nos lo recuerda San Pablo- segunda lectura- al hablar del hombre nuevo que se deja guiar por la fuerza del Espíritu y se da a sí mismo en todo lo que hace.

“Aquella tarde, cuando ella llegó a la estación, le informaron de que el tren en que viajaba se retrasaría casi media hora.

La elegante señora, bastante contrariada, compró una revista, un paquete de galletas y una botella de agua.
Se dirigió hacia el andén central, justo donde debía llegar su tren, y se sentó a esperar en un banco.

Mientras hojeaba su revista, un chico joven se sentó a su lado y comenzó a leer el periódico.

De pronto, la señora observó con asombro que aquel muchacho, sin decir una palabra, extendía la mano, agarraba el paquete de galletas, lo abría y comenzaba a comerlas, una a una, despreocupadamente.

La mujer se sintió bastante molesta. No quería ser grosera, pero tampoco le parecía correcto dejar pasar aquella situación o hacer como si no se hubiese dado cuenta.

Así que, con un gesto manifiesto, quizá exagerado, tomó el paquete, sacó una galleta y se la comió manteniendo la mirada de aquel chico.

Como respuesta, el chico tomó otra galleta e hizo algo parecido, esbozando incluso una ligera sonrisa.

Aquello terminó de alterarla. Tomó otra galleta y, de modo aún más ostensible, se la comió manteniendo de nuevo la mirada a aquel muchacho tan atrevido.

El diálogo de miradas y pensamientos continuó entre galleta y galleta.
La señora cada vez más irritada, y el muchacho parecía cada vez más divertido.

Finalmente, cuando ya sólo quedaba la última galleta, ella pensó: «No podrá ser tan descarado».

El chico alargó la mano, tomó la galleta, la partió en dos y ofreció la mitad a la señora.

«¡Gracias!», dijo la mujer, intentando a duras penas contener su enfado.

Entonces el tren anunció su llegada.

La señora se levantó y subió hasta su asiento. Antes de arrancar, desde la ventanilla todavía podía ver al muchacho en el andén y pensó: «¡Qué insolente, qué mal educado! ¿qué será de este país con una juventud así?».

Sintió entonces que tenía sed, por las galletas y quizá por la ansiedad que aquella situación le había producido.

Abrió el bolso para sacar la botella de agua y se quedó petrificada cuando encontró dentro del bolso su paquete de galletas intacto”.


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