domingo, 12 de julio de 2015

Homilía


La abundancia y variedad de las comunicaciones, la eclosión intercultural o la evolución constante de la ciencia, nos permite avanzar continuamente en el conocimiento de nuestro planeta y nos acerca a otros espacios siderales.

Esto es positivo y bueno.

Pero, a menudo, los sistemas de comunicación son empleados al servicio de unos pocos círculos de poder, que manejan la opinión pública a su antojo, con informaciones sesgadas y pasadas por el tamiz de intereses personales inconfesados.

Es la cara dura y difícil de nuestro mundo.

La cara fea que los hombres de bien debemos cambiar con nuestras actitudes.

Porque de aquí proceden las injusticias y las explotaciones hacia los seres humanos más débiles, a quienes abocamos a la miseria y al hambre.

España ronda los cuatro millones y medio de parados; una cifra escalofriante, una auténtica bomba de relojería que quiebra el estado del bienestar y pone en duda la eficacia del sistema económico.

Si no se encuentran pronto soluciones, millones de personas pasarán miserias y hambre.

Y, en una sociedad como la nuestra, donde se han sembrado discordias e ideologías trasnochadas en vez de auténticos valores morales, se me antoja harto difícil abordar el problema.

El mundo necesita ser evangelizado.

Hemos de aprender de nuevo a compartir y a convivir, porque nos hemos vuelto egoístas y cerriles.

Apenas comunicamos nuestras alegrías, penas y sufrimientos, nuestros miedos e inquietudes, por temor a no ser valorados y comprendidos.

Esta cara mala de nuestro mundo, que no gusta a nadie, es la que queremos cambiar.

Y para ello, no basta con criticar a las autoridades de turno, sino aportar soluciones activas y entregar nuestra persona al servicio de los demás.

Está claro que existen numerosos grupos altruistas, que hacen una gran labor en beneficio de los necesitados, pero son como gotas de agua en el depósito del océano.

Pero, por algo hay que empezar.

Jesús envió a sus discípulos de DOS EN DOS a predicar

Lo pequeño dignifica a lo grande; un poco de levadura fermenta la masa; de las entrañas de una humilde doncella de Nazaret surge la salvación; de cinco panes y dos peces se da de comer a una multitud.

Pero ni lo pequeño ni lo grande puede crecer sin el fluir de la savia.

Una predicación sin la base cimentada en la oración y en el “abandono” a la Providencia, con el recurso único de las ventajas humanas del “marketing” a la moda, terminará confundiéndose con una sociedad de consumo, de la misma manera que una Iglesia, sin la animación del Espíritu, está llamada al fracaso.

Será una buena multinacional, pero no una buena Iglesia.

Por eso Jesús invita a sus discípulos a que no lleven alforja ni víveres ni dinero ni ropa de repuesto, que son como el soporte de las seguridades humanas, sino que confíen en Dios y en la bondad de la gente.

Los discípulos comparten su vida; y en este compartir descubren el proyecto de Dios.

Así le sucede a Amós, un pastor y cultivador de higos, que se resiste a la llamada de Dios para profetizar a su pueblo, al igual que otros grandes profetas del A.T. que tienen miedo a no ser escuchados, a no saber hablar ni qué comunicar hasta que descubren el proyecto de Dios y se deciden a actuar en su nombre, cuando sienten que no son ellos, sino Yahvé el que actúa por su mediación.

Lo mismo le acaece a San Pablo en el camino de Damasco, que nos recuerda hoy en su carta a los Efesios:

“El nos ha destinado en la persona de Cristo, por pura iniciativa suya, a ser sus hijos” (Efesios 1, 5).

Los verdaderos cristianos son aquellos que descubren el proyecto de Jesús (Reinado de Dios) y perciben su presencia salvadora entre los hombres, sobre todo cuando está en juego la dignidad humana y la explotación inmisericorde.

Es bueno que no confundamos el “ser cristiano” con “hacer de cristiano”, en especial cuando esto último vende más nuestra mercancía y nuestra imagen: procesiones, obras de beneficencia, romerías multitudinarias para lucimiento personal, obras benéficas orquestadas para realzar nuestra imagen de bondad y solidaridad.

No se es más cristiano por estas cosas, sino por lo que entregamos de nosotros mismos, sin buscar contraprestaciones.

De dos en dos significa, no nuestro proyecto personal, sino el de la comunidad.

Y la comunidad de amor básica empieza en la familia: el hombre y la mujer juntos, haciendo apostolado e influyendo en el crecimiento y maduración de sus hijos.

La familia y la comunidad son las ventanas abiertas al mundo para cambiar, con la ayuda de Dios, todo lo que no nos gusta de él.

Pero antes cada cual debe cambiar, amoldar su conducta al proyecto de Dios para que el mensaje sea creíble.

“El sufí Bayazid dice acerca de sí mismo:

«De joven yo era un revolucionario y mi oración consistía en decir a Dios: ‘Señor, dame fuerzas para cambiar el mundo’».

«A medida que fui haciéndome adulto y caí en la cuenta de que me había pasado media vida sin haber logrado cambiar a una sola alma, transformé mi oración y comencé a decir:
‘Señor, dame la gracia de transformar a cuantos entran en contacto conmigo.

Aunque sólo sea a mi familia y a mis amigos.
Con eso me doy por satisfecho’».

«Ahora, que soy un viejo y tengo los días contados, he empezado a comprender lo estúpido que yo he sido.

Mi única oración es la siguiente:
‘Señor, dame la gracia de cambiarme a mí mismo’.
Si yo hubiera orado de este modo desde el principio, no habría malgastado mi vida».

Todo el mundo piensa en cambiar a la humanidad.

Casi nadie piensa en cambiarse a sí mismo”.

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