sábado, 30 de mayo de 2015

Santa Juana de Arco

En la infancia, nadie hubiera podido adivinar la vidente ni la heroína. Tal vez lo único que la distinguía a los ojos de sus convecinos era lo que ellos llamaban exceso de piedad: el rezar largo tiempo con la frente apoyada en la tierra, el permanecer en la iglesia con los ojos fijos en el crucifijo o en el Cielo y el comulgar con bastante frecuencia, con demasiada frecuencia, según apreciación del párroco, Por lo demás, sabía reír, jugar con sus compañeras y hacer con esmero todas las labores que se le encargaban en casa. En su pueblo de Domremy, en aquel rincón humilde de Lorena, el tema sempiterno de las conversaciones era la guerra, la guerra que se prolongaba año tras año entre Francia e Inglaterra. El reino de Francia parecía próximo a desaparecer. Todo el oeste era inglés; los borgoñones, amigos de los invasores, eran dueños de Flandes y de la Picardía; París estaba también en su poder, y el descendiente de San Luis, Carlos VII, el pobre rey de Bourges, como decían unos con ironía, el delfín, como le llamaban otros, porque no había podido consagrarse en Reims, andaba huyendo de ciudad en ciudad, traicionado por sus ministros, odiado por su madre, abandonado por sus caballeros.

Tal es el ambiente en que creció la Joven predestinada: un hogar pobre y cristiano, una pequeña aldea y un tiempo de humillaciones para su patria. De cuando en cuando llegaban los heridos contando escenas de horror; los disparos de las culebrinas y los silbidos de las saetas de los terribles arqueros ingleses se oían en los alrededores, y un día la iglesia y las casas de Domremy fueron saqueadas e incendiadas. Santiago de Arco se refugió durante unas semanas en un mesón de las cercanías con sus hijos y sus ganados; pero ese apego invencible que tiene el labrador al hogar de sus antepasados le llevó de nuevo a Domremy. Juana siguió trabajando, siempre dócil a cualquier indicación de sus padres: «hilaba, conducía el arado, guardaba los animales y abrazaba solícita cualquier tarea propia de las mujeres». De repente, un día de estío, mientras cosía en él jardín de su casa, oyó una voz que venía del lado de la iglesia, acompañada de una gran claridad. El susto de la niña fue tal, que no pudo darse cuenta de nada. Pero los días siguientes la aparición se reprodujo, y pudo distinguir a un guerrero al lado, que con la mano izquierda embrazaba el escudo y con la derecha levantaba un estandarte. Era San Miguel, que venía a manifestarle su misión de libertar a Francia del poder de los ingleses. Juana tenía entonces trece años; pero, hija del campo, parecía ya una mujercita.

Al poco tiempo, el arcángel no se deja ver más; pero en su lugar vienen dos mujeres de belleza espléndida, vestidas de regios mantos y ceñidas de coronas de oro. Según su propio testimonio, son Santa Catalina y Santa Margarita. La muchacha tiene con ellas frecuentes conversaciones, las ve con claridad, siente el perfume que exhalan sus cabellos, las abraza, y, cuando se alejan, llora; pero ellas no tardan en volver, a fin de prepararla a su gran destino. La aconsejan, la dirigen, la reprenden y forman su espíritu en el sufrimiento y en el sacrificio. Ante la perspectiva del futuro que se descorre a su vista, Juana tiembla, lucha consigo misma, y, deshecha en lágrimas, se esfuerza por sacudir aquella responsabilidad. Entonces las Voces se irritan, amenazan y gritan:

—Hija de Dios, ve, ve, ve; nosotras estaremos a tu lado.

—Pero si no soy más que una pobre ignorante—dice la joven—; no entiendo de guerra; no sé montar a caballo.

—La audacia te basta—replican sus consejeras—. Y nosotras—añaden—te daremos un signo por el cual se crea en tu misión.

Juana se deja convencer, y, como signo de su aceptación, hace voto de virginidad en presencia de los ángeles y en manos de Santa Margarita, quien le pone en el dedo una anillo de bronce donde estaban grabados los nombres de Jesús y de María.

Cinco años duró aquel noviciado celeste, años de prueba, de oración y de recogimiento. Algo de aquellas prodigiosas apariciones empezaba a correr por el pueblo, y Juana empezaba a ser objeto de veneración para unos, y para otros de burla. El más obstinado en la incredulidad fue su mismo padre. Un día, viendo que sus hijos comentaban estas cosas en el hogar, dijo, lleno de irritación: «Si yo supiese que eso es verdad, quisiera que la ahogaséis; y si no lo hicieseis vosotros, yo mismo la arrojaría al Mosa.» La muchacha callaba y lloraba, vigilada en casa como una reclusa, hasta que un pariente de la familia vino a Domremy para pedir a Santiago de Arco que le permitiese llevarse a la joven por una temporada. El duro campesino accedió, pensando que no le vendría mal a su hija un cambio de aires.

Fue este pariente el primero que recibió con interés las confidencias de Juana, ofreciéndose a ayudarla para poner en práctica sus planes. Urgía obrar con rapidez. Las tropas francesas iban de derrota en derrota, los enemigos habían cercado a Orleáns y las Voces se hacían cada vez más apremiantes. Ante todo, convenía recibir la aprobación del comandante Roberto de Baudricourt, que representaba en la región al delfín. Este castellano era un hombre violento, brutal y poco escrupuloso. La primera vez que Juana se presentó ante él, soltó la carcajada y aconsejó a su pariente que la metiese en una casa de salud; la segunda vez hizo que un sacerdote echase sobre ella los exorcismos; la tercera vez creyó que aquella joven podría servir de juguete a la soldadesca. Juana, sin embargo, seguía firme en su propósito, suspirando por realizarlo, con una impaciencia que le quitaba el sueño, causaba en ella accesos de fiebre y daba a sus ojos una expresión más profunda. «Estaba como una mujer a punto de dar a luz», decía la señora en cuya casa vivía, no lejos del castillo de Baudricourt. Habíase propuesto no separarse de allí hasta recibir una carta de recomendación para el príncipe. Pero el magnate no quería hacerle caso. «Que me traiga un signo de su misión divina, y entonces veremos», decía con rudeza de hombre de armas. Y un día Juana se presentó a él con el signo requerido. «En nombre de Dios—le dijo ella—, ya tardáis mucho en enviarme a la corte; porque hoy el gentil delfín ha tenido cerca de Orleáns una gran derrota, y pronto sufrirá otra mayor si no me enviáis a él en seguida.» Unos días más tarde se recibió la noticia del desastre de Rouvray. Baudricourt, va convencido, tomó bajo su protección a la joven, puso a sus órdenes una pequeña escolta, hizo que le cortasen la cabellera, dióle una buena armadura, en lugar del sayo rojo que hasta entonces llevaba, y se la envió a Carlos VII. Luego, el viaje desde los confines de la Lorena hasta Chinon, donde estaba el delfín: ciento cincuenta leguas a través de un país ocupado por los borgoñones, entre peligros de bandoleros, caminando día y noche y pasando a nado los ríos, pues los puentes estaban ocupados por el enemigo. La virgen de Lorena caminaba como una walkyria, impaciente por llegar en auxilio de su patria. Fueron diez días de carrera vertiginosa, iluminados por la esperanza de la victoria.

En Chinon, nuevamente las dificultades, las antecámaras, los entorpecimientos. El delfín estaba preso por su Consejo; éste no era partidario de una acción rápida; quería parlamentar, conseguir la paz por las vías diplomáticas, entenderse con el enemigo. Allí estaba La Tremoille, el Mefistófeles de la corte, el genio malo de Carlos VII, vendido a los borgoñones. Largos días de inacción, de impaciencia, de desilusión. Pero el pueblo exige. El pueblo sabe que ha aparecido la libertadora; la mira con entusiasmo y empieza a llamarla la Pucelle, la doncella, la virgen. En boca de todos corre la vieja profecía de Merlín: «Una virgen descenderá sobre la espalda del arquero y protegerá con su sombra las flores de lis.» Y la virgen está allí, dispuesta a blandir la espada y a quebrantar los arcos ingleses. Además, Juana tiene un signo nuevo de su misión: ha prometido conocer al delfín entre todos sus cortesanos. Al fin, consigue ser recibida. Trescientos señores ríen y charlan en la gran sala del castillo. La aldeana entra sin inmutarse, mira en todas direcciones y queda perpleja. Un escudero la señala a un conde lujosamente ataviado, que conversa junto a las gradas del trono. «No—responde—, no es ése.» Y el trono, vacío. De pronto se mueve una cortina, aparece un hombre, y la joven se dirige hacia él, se descubre, se detiene a distancia de una lanza, hace graciosamente las inclinaciones de rúbrica, y saluda:

—Dios te guarde, gentil delfín.

—¿Qué dices?—replica el interpelado—; el delfín está allí, al lado del trono.

—En nombre de Dios—vuelve a decir Juana—, el delfín eres tú, gentil príncipe, y nadie más.

Grande fue la impresión que causó aquel reconocimiento, pero la causa no estaba ganada todavía. Siguieron los exámenes, los interrogatorios, las consultas de los doctores y los cortesanos, la incertidumbre del rey, la incredulidad interesada de los ministros. Por órdenes superiores, dos matronas vinieron a examinar a la Pucelle, y, contra los que se imaginaban ver en ello un genio del mal, testificaron que era mujer y virgen. No obstante, la gente universitaria pedía nuevos signos. «En nombre de Dios—respondía ella—, no he venido aquí para hacer signos; llevadme a Orleáns y os mostraré los signos para los cuales he sido enviada.» Su espíritu triunfaba de todas las dificultades y todas las argucias. La erudición escolástica de sus jueces, cargada de reminiscencias y de distingos inútiles, parecía como un estanque cubierto de hojas muertas, ante la ciencia original, inspirada, espontánea como el chorro de una fuente, de aquella joven que, según su propia expresión, no sabía a ni b, pero tenía una iluminación más alta. «Los libros de nuestro Señor—decía ella—valen bastante más que los vuestros.»

Mientras los doctores discutían, ella se armaba y se preparaba a la lucha. Sabía que todas aquellas dilaciones terminarían con una sentencia favorable. Y así fue. Entonces el rey le encomendó el mando de sus tropas, puso a su disposición pajes, criados, escuderos y caballos, y para que se presentase en el ejército con todo el prestigio de su rango la envió a Tours, donde se hacían las mejores armaduras. Vistiéronle la cota, el casco, el escudo, y cuando fueron a ceñirle la espada, se negó a recibirla.

—¿Sin espada vais a marchar al combate?

—Mi espada será la que Dios ha destinado para mí; se encuentra en el santuario de Santa Catalina de Fierbois.

—Nadie tiene la menor noticia de ella.

—Pues id allá, y en un arca hallaréis la espada santa, que tiene cinco cruces en la empuñadura.

Y la espada milagrosa apareció en un estuche olvidado. Estaba oxidada por los siglos, pero los armeros de Tours la devolvieron el brillo antiguo.

A principios de mayo de 1429 Juana estaba delante de Orleáns. Su primer paso fue preparar el ejército con una misión: los dados y las bolas desaparecieron del campamento, la gente inútil fue despedida, y todos los soldados se acercaron a comulgar. «Ahora—dijo ella—en cinco días echaremos de aquí a los ingleses.» De entre los jefes, nadie quiso creer en esta profecía, pero el soldado tenía fe ciega en sus palabras. Un testigo de vista dice: «Parecía un ángel cuando atravesaba las filas montada en su caballo.» A todos causaba gran maravilla su garbo y gentileza. Ningún contemporáneo nos ha dicho que fuese hermosa, pero en su rostro se reflejaba una luz divina que deslumbraba. Era bien proporcionada de cuerpo, el color moreno, los pechos abultados, ágil, esbelta y de una gran viveza, que la hacía estallar en santas cóleras. Pero al mismo tiempo tenía un alma muy sensible; lloraba en la oración, cuando se confesaba, cuando recibía una herida en el combate, cuando la injuriaban sus enemigos en lo que una mujer tiene más precioso, cuando pensaba en la pérdida de las almas. Todos sus compañeros de armas estaban admirados de su resistencia en la fatiga. A veces permaneció seis días seguidos sin quitarse la armadura. En las batallas se la ve por todas partes; galopa infatigablemente, y en pocas semanas rinde a los mejores caballos. Parecía flexible como una lámina de acero, y tan ligera en las operaciones, que rara vez podían seguirla sus escuderos. En su trato, jovial; en su conversación, fina y graciosa. A su lado y como asesor, estaba el duque de Alenzon, a quien ella llamaba siempre «mi bello duque», y al conde de Dunois le decía bromeando: «Avísame cuando lleguen los ingleses; si no, corre peligro tu cabeza.» Cuando las gentes se le presentaban pidiéndole que tocase algún rosario, decía a los que la rodeaban: «Tocadlo vosotros, porque es igual.»

Cinco días bastaron para libertar a Orleáns, según la promesa de la heroína. Una mañana la Pucelle se despertó gritando sobresaltada: «En nombre de Dios, la sangre corre; ¿dónde están mis escuderos?» Llega un paje con el caballo, otro pone en sus manos la bandera, y ella sale volando hacia la orilla del Loira. Allí, un grupo de franceses empieza a ceder ante el empuje del enemigo. Ha sido un combate imprevisto; pero misteriosamente ella ha oído en sueños el silbar de las flechas. Ahora alienta a los que desmayan, manda colocar las escalas, y a las pocas horas el enemigo abandonaba una de sus mejores fortalezas. Al día siguiente cae otro castillo; y Juana anuncia la rendición inmediata de la más fuerte de las posiciones del enemigo. El consejo de los jefes se opone. «Eso—dicen—es una temeridad.» Esta es la razón que dan ellos, pero, en el fondo, es que les duele la popularidad de la heroína. «Decidme lo que habéis resuelto»—les dice ella indignada. «Juana, no te irrites»—responde Dunois el bastardo. Toda oposición parece deshecha; pero al día siguiente, al tiempo de salir al combate, Juana recibe la orden de volver. «Sois unos malvados—responde ella—; pero, queráis o no, los hombres de armas pasarán.» Los hombres de armas siguieron a la heroína, cruzaron el río, se lanzaron al asalto y la fortaleza cayó en su poder. Aquella misma noche los ingleses se retiraban a favor de la oscuridad.

Así quedó libre Orleáns. Cuatro días habían bastado para realizar una empresa que todos consideraban como imposible. Viene después la campaña del Loira. Nuevos heroísmos, seguidos de resonantes victorias. Juana de Arco se revela no solamente como una amazona, impenetrable al miedo, sino también como un jefe experimentado. No asiste a los consejos de guerra, pero tiene intuiciones bélicas, que logra imponer con su don de someter las voluntades. Los castillos y las plazas se rinden, los enemigos huyen, y la doncella vencedora puede llevar hasta Reims a su delfín y convertirle, por la consagración, en el rey Carlos VII. «Aún no es hora», le dicen a veces los contemporizadores, los amigos de las negociaciones diplomáticas, los que no saben lo que es el amor patrio; pero ella contesta resuelta; «La mejor hora es la de Dios.» Más de una vez cae herida en medio de la lucha. Entonces llora un momento, pero se levanta luego llena de coraje, monta a caballo, trepa por la escala, tremola el estandarte sobre el muro, y los guerreros la siguen al triunfo. «Ve, ve, hija de Dios—le dicen las Voces—; a tu lado estamos.» En cierta ocasión, una piedra cae sobre su cabeza; presa del vértigo, cae al foso, se sienta en él un momento y sube de nuevo como si tuviese alas, gritando a su hueste amedrentada: « ¡Arriba, compañeros, en el nombre del Señor!» Los defensores quedan aterrados; ceden, huyen. El comandante llega diciendo: «Me rindo a la Pucelle.»

Pero el diplomático es siempre enemigo del guerrero. Allí está La Tremoille, conjurando siempre, tratando siempre con los borgoñones, poniendo siempre obstáculos a las inspiraciones de la virgen victoriosa. La intriga tiende sus lazos en torno suyo. Se empieza a desconfiar de ella, se la condena a la inacción. Esto la entristece y la acongoja. Ya habla de morir, y no han pasado más que unos meses después de los triunfos de Orleáns. « ¡Oh! —exclama—. ¡Si mi Criador quisiera que pudiese ir de nuevo a servir a mi padre y a mi madre, guardando con mi hermana las ovejas!» Al fin, después de muchas vacilaciones, se decide la marcha hacia París. Juana vuelve a recobrar sus primeros entusiasmos. Camina alegre, sembrando el optimismo en torno suyo, y apenas divisa la ciudad, cuando da la orden del asalto. Su hueste avanza, el pánico cunde por el interior; ya son suyos los arrabales; sus gentes trabajan en cegar ios fosos, cuando cae herida por una flecha. Desde este momento, la lucha se amortigua, el enemigo se envalentona y los suyos empiezan a retirarse. Pero ella vuelve, infundiendo valor. « ¡Adelante!—clama—. ¡París es nuestro, me lo dicen mis Voces!» Es tarde. La Tremoille acaba de dar orden de retirada. Sólo ella continuaba luchando, hasta que unos brazos hercúleos la aprisionan y la llevan al campamento. «Entraremos mañana», decía para consolarse; pero al día siguiente el rey daba la orden de retirada. La camarilla de los diplomáticos había triunfado.

Pocos días después, Juana, persiguiendo a las mujeres de mal vivir, «locas de su cuerpo», que seguían a los soldados, rompió sobre una de ellas su espada, la espada santa de Fierbois, la que sabía dar tan duros golpes y tan buenos tajos. Todos vieron en el suceso un mal presagio, y ella, aunque no era supersticiosa, empezó a llenarse de triste presentimiento. De pronto, el velo del porvenir se descorre ante sus ojos. Fue en la primavera de 1430, ante los muros de Melun, después de una gran victoria. Sus Voces le aseguraron que antes de San Juan sería hecha prisionera. El anuncio la sobrecogió. Dócil, sin embargo; a la voluntad divina, se sometió a la prueba, rogando solamente que la cautividad fuese corta. «Dios te ayudará», le dijeron solamente las Voces. No obstante, seguía luchando con el denuedo de sus primeros días. Algo después volaba en socorro de Compiegne. Nunca había manifestado tanta audacia como en este momento. Sin embargo, el abismo se presentaba cada día con más claridad ante sus ojos. Gustábale comulgar al lado de los niños y conversar con ellos; y a ellos es a quienes más fácilmente se confiaba. « ¡Oh mis buenos amigos—les dijo un día en el pórtico de una iglesia de Compiegne—, mis queridos pequeñuelos, rogad a Dios por mí! Pronto seré entregada a la muerte. Me han vendido, me han traicionado.» Pocos días después, uno de los últimos de mayo, habiendo llevado su gente contra el enemigo que asediaba la plaza, se vio rodeada de un ejército de ingleses, flamencos y borgoñones. Viendo el peligro, sus hombres de armas huyeron a encerrarse dentro de las murallas. Ciega de rabia, ella siguió combatiendo, y cuando quiso entrar en la ciudad era ya tarde; el puente estaba levantado, Alguien le gritó que se rindiese, y ella le contestó: .Mi fe la tengo dada a otro.» Y se defendía valientemente contra un grupo de enemigos. Pero uno tiró fuertemente de la toca de oro que flotaba bajo el casco y la arrojó al suelo. Así terminaba la carrera victoriosa de la heroína. Era prisionera del conde de Luxemburgo.

Después, la venta, los interrogatorios interminables, el proceso de Rouen, la hoguera. Un año entero de padecimientos, de injurias, de cautividad. Los ingleses quieren vengar sus derrotas, y han comprado muy cara a la Pucelle, para no satisfacer en ella sus venganzas. Cien jueces forman el tribunal: doctores de la Universidad de París, obispos, abades, frailes y arciprestes. Pedro Cauchon, obispo de Beauvais, un obispo escéptico, cortesano y sin conciencia, alma de Caifás, los preside. Hay también tipos de Judas: clérigos que se introducen en la prisión donde yace Juana encerrada en una caja de hierro, y haciéndose pasar por amigos suyos, la engañan y la confiesan para descubrir misteriosos secretos. Detrás están las espadas de Inglaterra. El juez que no condene será asaeteado o arrojado al Sena. Se acusa a Juana de brujería, de herejía, de sacrilegio. Lo que importa, sobre todo, es hacerle confesar que todo cuanto ha hecho lo ha hecho con ayuda del demonio. Pero ella permanece siempre fiel a sus Voces. Sus respuestas son admirables por la precisión y la claridad. Ni las discusiones públicas la intimidan. Delante del potro responde: «Aunque llegaseis a destrozar mis miembros hasta hacerme morir, no os diré otra cosa que lo que os he dicho.» Hay, sin embargo, en sus últimos días un momento de vacilación. Es en una audiencia pública. «Si no firmas esta cédula—le dice Cauchon-—, serás inmediatamente quemada. «Es inútil, no puedo», dijo ella; pero el pueblo, que la quería, no cesaba de invitarla a ceder. Y cedió. Se trataba de un cédula que era la retractación de toda su vida. De vuelta en la prisión, volvió otra vez a confesar sus Voces.

—¿Crees—le pregunto el obispo—que esas Voces son las de Santa Catalina y Santa Margarita?

—Sí, vienen de parte de Dios.

—¿Y te han hablado estos últimos días?

—Sí.

—¿Qué te han dicho?

—Me han declarado la gran miseria de la gran traición que cometí al abjurar por salvar la vida. Si yo dijese que no es Dios quien me ha enviado, me condenaría. Es verdad, es Dios quien me ha enviado. Todo lo que hice el otro día lo hice por temor del fuego.

No necesitaba otra cosa Pedro Cauchon para encender la hoguera. Al margen de esa declaración mandó escribir estas palabras: «Respuesta de muerte»; y luego marchó murmurando: «Farewell.» Era el desenlace de la siniestra tragedia. Al día siguiente reunió al tribunal y le expuso la situación. Todos declararon que la Pucelle debía ser entregada al brazo secular; rogando, añadieron unos, que se le trate benignamente; aunque otros, menos compasivos o más sinceros, protestaron de esta última cláusula. Era lo mismo. Aquello significaba que Juana iba a ser quemada. Dos frailes entraron en la prisión para notificarle la sentencia. La impresión fue terrible en la pobre doncella. Sollozaba profundamente, se arrancaba los cabellos con gestos convulsivos e inconscientes, y gritaba: « ¡Ay, ay! ¡Qué horriblemente me tratan! Este cuerpo, que nunca fue corrompido, va a ser reducido a cenizas. Apelo al tribunal de Dios, al gran Juez de vivos y muertos.» Pasada la crisis, se confesó durante largo rato, y por una contradicción extraña, a pesar de ser condenada por herética, le permitieron comulgar.

—¿Dónde estaré yo esta tarde?—preguntaba a su confesor.

—¿No tienes esperanza?

—Sí—replicó ella—; con la gracia de Dios, estaré en el paraíso.

Luego chirrió un carro a la puerta de la cárcel, aparecieron unos soldados ingleses y se la llevaron. Antes de subir a la hoguera pidió perdón a todos, y sus palabras hicieron saltar las lágrimas de muchos ojos. El mismo Cauchon lloraba. Después, dos verdugos la ataron a un poste, otro prendió fuego a las ramas; las llamas iluminaron el aire, y, en medio de un silencio profundo, se oyó a la mártir que clamaba con grito desgarrador: « ¡Jesús, Jesús, Jesús!»

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