domingo, 10 de mayo de 2015

Homilía


Quien ama va descubriendo en sí mismo una persona nueva, con sentimientos renovados y gusto por la vida.

Es como un segundo nacimiento, que sólo puede provenir de Dios.

Los cristianos tenemos la muestra visible del amor que Dios nos tiene en Jesús, enviado por el Padre del cielo como sacrificio de propiciación por nuestros pecados y por los del mundo entero.

Es, pues, un amor hecho entrega total; un amor sin exclusivismos ni medias tintas.

Algo que nos sorprende positivamente y pone al descubierto las escorias de los amores humanos y nuestras limitaciones afectivas.

Encontramos hoy un buen ejemplo en la primera lectura. Cornelio, capitán de la compañía itálica, hombre fervoroso y adepto a la religión judía, recibe un aviso celestial, como consecuencia del cual manda buscar al apóstol Pedro, a la sazón en Jafa.

Pedro, temeroso al principio de contraer impurezas por alojarse en la casa de un extranjero y pagano, descubre en el contacto con Cornelio que “Dios no hace distinciones; acepta al que lo teme y practica la justicia, sea de la nación que sea” (Hechos 10, 35-36).

Pero el verdadero protagonista de la narración es el Espíritu Santo, a quien se nombra tres veces, que desciende, como el día de Pentecostés, sobre todos los presentes circuncisos e incircuncisos.

El don del Espíritu antecede, en este caso, al bautismo y lo prepara.

Otra idea que sobresale en la liturgia de este domingo es que Dios nos ama mucho antes de que nosotros le amemos.

Estamos en su pensamiento eterno y participamos de su donación infinita. Dios es donación íntima de tres Personas en una única relación de amor, que se manifiesta DÁNDOSE.

El Concilio Vaticano II afirma que “el hombre es la única criatura terrestre a la que Dios ama por razón de ella misma” (GC 24).

Sentir la cercanía de su amor nos capacita para amar a los demás.

Es muy difícil amar a otro cuando uno no se siente amado, y, mucho menos, cuando se está herido por los ninguneos, las descalificaciones, las injurias o los menosprecios.

Lo más fácil es descargar sobre las frustraciones propias, iras o despechos para culpabilizarlos y, de paso, justificar el odio y la agresión verbal o física.

El mundo está lleno de fracasados y resentidos.

La falta de amor impulsa al ser humano a la amargura, la crítica mordaz, el sarcasmo hiriente, al enojo constante y a los pecados capitales.

Todo ello nace de no amarse a sí mismo, de no encontrar un rumbo a su vida.

Echemos una mirada a nuestro alrededor y comprobemos los mensajes contradictorios que emiten a diario algunos medios de comunicación social, las filosofías alejadas de todo lo transcendente, el “progresismo” del que hacen gala partidos políticos que defienden el aborto, la eutanasia, el desenfreno afectivo y el “todo vale” con tal de conseguir votos y asegurarse el poder; carnaza para hoy, vacío y soledad para mañana.

Si no hay amor prevalecen los egoísmos y la reciprocidad interesada: te doy para que me des.

Nos hallamos en una sociedad enferma, que necesita terapias de amor tendentes a descubrir un amor gratuito, que va más allá de las palabras y se concreta en hechos.

No es igual dar y recibir cosas que darse a uno mismo.

Darse es ver el otro desde el otro para alcanzar sus necesidades más profundas y tratar de satisfacerlas.

Si en lugar de levantar, barreras tendiéramos puentes, mejoraría sustancialmente la intercomunicación de los pueblos y el mutuo entendimiento.

Sometidos como estamos a los vaivenes de la vida, a la inestabilidad de las emociones y a las debilidades de nuestro cuerpo: ¿quién puede asegurar un amor eterno?

Dios, por el contrario, no falla nunca.

Contamos con su amor, más perceptible todavía después de nuestras reiteradas caídas, de nuestros pecados.

¿Cómo agradecer sus dones?

Tratando de ser signo de su presencia entre nosotros, siendo instrumentos de su misericordia y abandonando la idolatría, la vanidad y la superficialidad de una vida muelle, cómoda y estéril.

A veces nos quejamos de Dios, porque aparentemente está lejos de los hombres y olvidamos que hemos sido creados a su imagen y se hace presente en cada acto de amor que realizamos.

“¿Dónde están tus manos, Señor, para luchar por la justicia, para dar una caricia, un consuelo al abandonado, rescatar a la juventud de las drogas, dar amor y ternura a los olvidados?

Después de un largo silencio escuché su voz, que me reclamó:

—No te das cuenta que tú eres mis manos, atrévete a usarlas para lo que fueron hechas, para dar amor y alcanzar estrellas.

Y comprendí que las manos de Dios somos "TÚ y YO", los que tenemos la voluntad, el conocimiento y el coraje para luchar por un mundo más humano y justo.

—Señor, ahora me doy cuenta que mis manos están sin llenar, que no han dado lo que deberían dar.

Te pido perdón por el amor que me distes y que no he sabido compartir; las debo de usar para amar y conquistar el mundo.

Debo contribuir día a día, a forjar una nueva civilización, con valores superiores, compartidos generosamente.

De esta manera Dios me podrá decir:

ESTAS SON MIS MANOS.

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