domingo, 5 de abril de 2015

SAN VICENTE FERRER

Valencia enseña todavía con orgullo la casa donde nació; casa de un notario, donde había pan en abundancia, paz y trabajo, y fe con obras. Había, además, un jardín, y en el jardín un pozo y un ciprés, cuyo recuerdo va unido a las primeras maravillas del taumaturgo; porque, a semejanza de Hércules, que mataba serpientes en la cuna, Vicente hacía prodigios desde los primeros días de su infancia. Era, indudablemente, un predestinado, uno de esos hombres en quienes no existen zozobras, ni titubeos, ni rodeos, ni caídas. No importan los obstáculos: ellos van a su fin como la flecha al blanco. Con esa seguridad pasa Vicente por la vida; el drama de la lucha interior parece como si hubiera sido desconocido para él. Más tarde, vestido ya de la blanca túnica dominicana, una pobre mujer, vencida por la pasión, se llegará hasta él ofreciéndole su hermosura. Entonces él aparecerá ajeno a toda inquietud. Otro día, el que irrumpe en su celda es un anacoreta de ojos hundidos, barbas fluviales y melifluas palabras. Vicente se sonríe desdeñoso, sigue leyendo, y el fingido visitante tiene que retirarse avergonzado, dejando un olor a azufre, que es señal inequívoca de su procedencia. Ese hombre parece impasible, como los ángeles.

Creyóse un momento que Vicente sería un gran teólogo, y él llegó a tomar cariño por las sutiles discusiones de la escuela. A los veinte años, profeso ya de la Orden de los Predicadores, empieza a enseñar en su convento de Valencia. Enseñando y aprendiendo a la vez recorre las Universidades más famosas y discute con los más ilustres maestros. De Barcelona a Lérida, de Tolosa a París. Ha entrado de lleno en el ambiente algo mezquino de aquella Escolástica decadente y estancada en eternas querellas. En Lérida toma el título de Maestro Vicente, con que le designarán sus contemporáneos (1388), y como tal, enseña, discute, silogiza, maneja los términos bárbaros de la escuela con gran habilidad y lanza al público, acerca de la dialéctica y la naturaleza de los universales, macizos tratados, que luego miró con desprecio a pesar de los elogios que se le tributaron.

Poco a poco empieza a ver la inutilidad de aquella palabrería huera, en que perdían el tiempo graves y conspicuos doctores. Otra pasión va creciendo en su alma hasta sacudirle con violentos arrebatos: es el amor de las almas. Decididamente, no será un nuevo Tomás de Aquino, como había pronosticado la gente, sino un nuevo Pablo. El ambiente enrarecido de las aulas le asquea; ama el campo, la playa, el aire puro, la inmensa catedral gótica, agitada por el murmullo de las multitudes. Durante algunos años, la cátedra y el púlpito luchan en su vida. Al mismo tiempo, empieza a verse que hubiera podido ser un gran diplomático: los príncipes buscan su amistad, los reyes le hacen su consejero; las damas de la corte aragonesa, su director. Caminando hacia Castilla (1391) para tejer sus ingeniosas combinaciones políticas, le descubre el cardenal Pedro de Luna, le agrega a su séquito, le pasea de corte en corte y le lleva consigo a la de Aviñón. Así quedó el Maestro Vicente ganado a la causa de Benedicto XIII.

Ahora, decían todos, será obispo, cardenal y uno de los hombres más influyentes de la Iglesia; ahora es cuando acaba de ver con toda claridad que su misión es ser solamente y perfectamente un hermano predicador. Durante una grave enfermedad, le parece ver al mismo Cristo que se acerca a su lecho, le acaricia con la mano en la mejilla y le dice: «Levántate y ve a predicar; lucha contra el pecado, convierte a los pecadores y anuncia el día del Juicio.» El Pontífice quiere detenerle con cebo de honores; brilla la púrpura delante de sus ojos, pero él la rechaza, más contento con la nieve de su túnica de predicador. Está maduro para la obra providencial: conoce a los hombres, ha revuelto muchos libros, ha viajado por muchos pueblos, ha sondeado la conciencia de los contemporáneos; y ha pasado muchas noches meditando la ley de Dios. Una fuerza irresistible le arrastra. Benedicto XIII le concede, al fin, su bendición para misionar, con el título de legado a latere Christi.

Y empieza la odisea prodigiosa del orador, del glosolalo, del catequista, del viajero. Obra apostólica, brío de luchador, arrestos de estadista, portento humano en resistencia física y en dominio de los hombres, y testimonio flagrante del poder natural que reside siempre en la Iglesia. Pasma el prodigio de su taumaturgia, y mucho más el de su verbo fascinador. Cruza y recruza las naciones, ora en su asnilla, salvando montes y ríos, atravesando sierras y barrancos, ora navegando mares y ríos y llevando a todas partes su palabra colorida y persuasiva, en que chispeaba la luminosidad mediterránea.

El ambiente de la época exacerba la acometividad de su celo. Es aquel un siglo de cismas y herejías, de crisis políticas y de terribles plagas morales, de terrores milenarios y de invenciones nefandas, de corrupción y de superstición, de peste que siega los cuerpos a millones y de peste que corrompe y sataniza las almas. Apoderábase de las mentes la barbarie, como de las voluntades el pecado. Magos y nigromantes poblaban con sus quimeras las almas huérfanas de la fe, y una vaga sensación de la proximidad de un fin apocalíptico incitaba a los hombres al goce desenfrenado de los caducos bienes terrenos. En presencia de tantos males, el espíritu del Maestro Vicente temblaba y se estremecía. Había que reaccionar contra aquella tendencia disolvente; había que poner un dique de acero a la corriente del error; había que luchar y magnetizar y salvar los tesoros morales de catorce siglos de cristianismo. Y un día de noviembre de 1399 sale el gran predicador de su convento de Valencia a la conquista del imperio de las almas. La autorización pontificia es su adarga de caballero; la espada, su palabra; su armadura, la fe; su arsenal, cuatro libros, y su enseña, una cruz de palo.

España recoge las primicias de aquel apostolado. De Aragón y Cataluña pasa a la Provenza y al Delfinado; penetra en Italia, evangeliza el Piamonte y la Lombardía» atraviesa los Alpes, aparece en Saboya y en Suiza, llega hasta Holanda, se interna de nuevo en las provincias francesas, y de ellas le saca un ruego del rey moro de Granada, que no quiere morirse sin oír la elocuencia prodigiosa del alfaquí cristiano. Su llegada es siempre un acontecimiento: las turbas salen en su busca, los comercios cierran, los catedráticos suspenden sus lecciones, y Vicente predica en los templos, en las plazas y en los caminos; predicaba mañana y tarde, y a veces durante varias horas, sin cansarse nunca. En una carta que escribía desde Génova al vicario general de su Orden, le hablaba así de esta vida ambulante: «Al fin, después de un año de ausencia, encuentro un momento para escribiros. Son increíbles las ocupaciones que llenan mi vida. Diariamente predico al pueblo, que viene a buscarme de todas partes. A veces tengo que predicar dos y tres veces después de celebrar y cantar la misa. Los sermones tengo que prepararlos en los caminos.»

Las gentes acudían de las aldeas más apartadas a escuchar aquella palabra, que era todo calor, sinceridad y espontaneidad. Al fin encontraban un hombre que sabía llegar hasta su corazón. La predicación evangélica había caído en desuso: o no se predicaba, o se subía al púlpito para discutir tesis de escuela, para propagar devociones interesadas que olían a superstición, o para captar la atención del público con citas de los clásicos, con gestos extravagantes, con discursos y actitudes burlescas. Iba en aumento aquella teatralidad que ya había flagelado Dante, cuando decía: «Ahora se sube a la cátedra para deslumbrar con juegos de palabras, para decir chistes ingeniosos y para hacer bufonadas. La gente se ríe, y el capuchón se hincha; esto es lo que importa; lo demás no interesa.» Un predicador muy grave, predicando sobre el evangelio del grano de mostaza, sacaba primero una; semilla casi invisible, luego un rábano enorme, y con esto creía haber convertido a su auditorio. Otro, más cómico, para persuadir a los hombres que se armasen contra los musulmanes, se quitaba el manto en medio del sermón y aparecía vestido con traje de general. Otro, más cínico, tratando de persuadir la limosna, gritaba como un energúmeno: «¿Sabéis el mejor medio para ganar el Cielo? Las campanas de mi convento os lo dicen: dando, dando, dando.»

Desde el primer momento, Vicente Ferrer rompió con todos estos abusos, consagrándose exclusivamente a combatir el vicio y la ignorancia. En un sermón, exclamaba: «No nos dijo Cristo: predicad a Horacio o a Virgilio, sino predicad el Evangelio.» Y añadía: «Un chorro de agua no puede subir más alto que la fuente que le alimenta; y lo mismo sucede con la doctrina de los poetas: viene de la tierra, y, en consecuencia, no nos puede levantar por encima de la tierra. El Evangelio, en cambio, nos lleva hasta el Cielo, de donde procede.» Para Vicente, predicar es sembrar, y por tanto, es derramar la vida, porque la vida se conserva por la semilla; es sembrar en las conciencias de los hombres el grano del Nuevo Testamento. Y pintándose a sí mismo, comentaba: «Sale el predicador, lo mismo que el sembrador evangélico; sale de su celda, donde ha perseverado largo tiempo meditando, reflexionando, seleccionando en los graneros del Señor una buena simiente: autoridades, figuras, parábolas, comparaciones.» Fruto de este trabajo paciente y escondido eran aquellos sermones que llenaban de entusiasmo a las multitudes. Todavía nos quedan varios centenares, unos en latín y otros en valenciano. Hay en ellos claridad de expresión, profundidad de doctrina, riqueza de imágenes, esas imágenes que tienen olor de campo y de cocina, y que a veces nos hacen pensar en San Juan Crisóstomo. Hay, además, y sobre todo, unción. Al leerlos, se siente el alma insensiblemente como contagiada por ese calor suave que el santo iba atesorando en sus largas horas de oración nocturna. Involuntariamente se piensa en aquellas palabras que Vicente estampó en su áureo Tratado de la Vida Espiritual: «Cuando estás leyendo en algún libro, aparta de él los ojos muchas veces, y, cerrándolos, mira a las llagas de Jesucristo, y luego vuelve a proseguir la lección. Pasado el movimiento del Espíritu, que ordinariamente dura poco, puedes encomendar a la memoria lo que antes viste, y el Señor te dará más claro conocimiento de ello.»

No obstante, aun así no acertamos a comprender los efectos maravillosos de aquella elocuencia, una de las más poderosas que se han visto jamás. Hay algo que no pudo pasar al pergamino, que nosotros no podemos recoger; que existió un día y que acaso no ha vuelto a reproducirse: la vibración de aquella voz, la gracia de aquel ademán, el magnetismo de aquella mirada, y es necesario suplir con la imaginación aquel «tronido apostólico» de que hablaba, al juzgarlas, uno de sus contemporáneos. Todo en su presencia predisponía en su favor. Su hermosura recia y varonil le puso repetidas veces en serios compromisos: estatura más que regular, frente amplia, coronada por un bello cerquillo de cabellos de oro; ojos grandes y oscuros, gesto expresivo, porte majestuoso, y una voz sonora, que parecía una campana de plata, dice un antiguo cronista, y que él dominaba con tal habilidad, que a veces tenía toda la fuerza aterradora del trueno, y a veces parecía dulce brisa portadora de amor y de consuelo. Pero en aquella voz vibraba la santidad. Todo el mundo sabía que aquel hombre era puro como un ángel y austero como un anacoreta. Sus mortificaciones le habían despojado de aquellas rosas que, siendo joven, brillaron en sus mejillas, y que sólo volvían a encenderse cuando, en el arrebato de una pasión sagrada, apostrofaba a los ricos, describía los terrores del último día, afeaba la ignorancia y la inmoralidad de los clérigos, hacía temblar a los pecadores, ponderaba los acerbos dolores de la pasión de Cristo, o, preso de una súbita emoción, quedaba mudo, con los ojos extáticos, el pecho anhelante y los brazos extendidos hacia una lejana e invisible belleza. Un fluido misterioso recorría entonces las filas de los oyentes: se oían gritos, sollozos y acentos de admiración; muchos se arrojaban al suelo confesando sus pecados, y miles de voces clamaban: ¡Misericordia! ¡Misericordia!

En Saboya y en el Delfinado, nidos de herejías valdenses y maniqueas y de cultos idolátricos al Sol, quedaron recuerdos seculares del poder victorioso de aquella palabra; y todas las juderías españolas sabían de las magníficas acometidas del hombre que despoblaba sus sinagogas.

Fue él quien, lejos de provocar una matanza de judíos en Toledo, convirtió allí a más de cuatro mil circuncisos; quien, con su ejemplo y con el fuego de su fe, convirtió a un rabino famoso en el teólogo cristiano Jerónimo de Santa Fe; quien en el Congreso de Tortosa determinó la abjuración de catorce rabinos más, con la multitud innumerable de sus secuaces. El demoledor le llamaban los hebreos, porque gracias a su acción y a su palabra, más de doscientos mil talmudistas aceptaron la ley del Evangelio. Insigne labor social, al par que religiosa. Apaciguáronse los bandos, se refrenó la usura, se abarató la vida y se vertió el dinero sobre el campo. Y todo por la atracción irresistible de aquel hombre, que convencía, arrastraba y metamorfoseaba las almas; atracción hasta cuando asustaba con las descripciones del infierno, hasta cuando derribaba por tierra a sus oyentes despavoridos. Recordemos solamente aquel día de Tolosa. En los apóstrofes del predicador parecían vibrar las trompetas del Juicio final. «Levantaos, muertos, y venid a juicio», repetía Vicente, glosando la Escritura. Y el acongojado auditorio no huía, no se dispersaba a impulso del terror. Demudados los rostros, yertos de espanto los miembros, sacudidos por un escalofrío mortal, apiñábanse los fieles como el rebaño a los pies del pastor al oír el aullido del lobo. Magnífico poder de atracción que fulguraba en torno a las maravillas de su taumaturgia. .

Dios había querido poner en aquella palabra el prestigio incontrastable del milagro. Un hombre que, de súbito, se detenía en medio del discurso para anunciar a un pueblo hambriento la llegada de los barcos de trigo, podía manejar a su talante el auditorio más rebelde. Un hombre que, después de predicar, se ofrecía a curar todas las enfermedades, podía tener todas las audacias y todas las exigencias. Y así era Vicente Ferrer. Todas las tardes sonaba junto a él la campana de los milagros. Al oírla, llegaban los tullidos, los cojos, los ciegos, los sordos, los moribundos. Él levantaba los ojos al Cielo, extendía las manos, rezaba una oración, y la multitud se diseminaba entonando cánticos de agradecimiento. Un testigo ocular escribía desde Lyón el 6 de septiembre de 1404: «Fray Vicente Ferrer, maestro de teología, que va predicando por el mundo la palabra de Dios, acaba de pasar por aquí. Después del sermón, este religioso, lleno de fervor y santidad, visita a los enfermos, ruega a Dios por ellos, pone sobre ellos las manos y los cura a todos.» Otro contemporáneo, Juan Nyder; decía de él, diez años después de su muerte: «Este hombre tuvo un poder casi divino para subyugar los corazones de los hombres. Rara vez encontró una iglesia o una plaza pública bastante capaz para contener a las multitudes de sus oyentes. De ordinario, predicaba en las llanuras espaciosas, donde se hacía un tablado muy alto para que el celeste predicador pudiese ser oído y visto de todos. No conmovía menos por la suavidad de su fisonomía y la gracia de su ademán, que por las palabras angélicas que caían de sus labios.»

Vicente era humilde. Es esta una afirmación que rara vez habrá visto el lector en las páginas de este AÑO CRISTIANO, por la sencilla razón de que hubiéramos tenido que repetirla en todas. Pero importa decir que Vicente era humilde. ¡Qué bellamente hablaba de la humildad en su Tratado de la Vida Espiritual, cuando dice que, para vencer las tentaciones, no hay como considerarse uno como si fuera un cuerpo muerto, lleno de gusanos y tan hediondo que los que pasan junto a él apartan, por no verlo, sus ojos y se tapan las narices porque no les obligue tan pestilente hediondez a vomitar! Y añade, hablando consigo mismo: «Ahora, amigo, importa que lo sintamos así yo y tú; pero yo mucho más que tú, pues toda mi vida es podredumbre y estiércol. Mi cuerpo y mi alma y todo lo que en mí hay está feo y asqueroso a causa de mis miserias y pecados. Y lo peor es, ¡desgraciado de mí!, que cada día se aumenta en mí este hedor, que ni yo mismo puedo soportar.»

Evidentemente, este es el lenguaje de la humildad; pero este hombre humilde se holgaba en la magnificencia, gozaba con las funciones espléndidas y aparatosas, las misas bellas y solemnemente celebradas, amaba la música y la pintura y predicaba de mejor gana en tablados engalanados con tapices, flores, coronas y luminarias. Consigo llevaba siempre su capilla musical, y, a veces, en los pueblos por donde pasaba, dejaba como recuerdo una imagen de la Virgen o de nuestro Señor, o alguna pintura de inspiración evangélica. «Todo esto—decía él—se debe a la palabra divina; es el homenaje a la luz, no a la lámpara que la contiene.» Pero no hay que olvidar que Vicente era un valenciano. Su alma de artista, su afición a lo magnífico, y aun un poco a lo teatral, le venía de su temperamento levantino; era como un resabio de los jardines de su tierra, como un eco de la graciosa arrogancia del Miguelete.

Conocedor de los hombres, sabía, además, cuánto valen estas cosas para conmover el corazón, siempre niño, del pueblo. Su entrada en una ciudad era un espectáculo impresionante, que disponía el campo para la siembra de la palabra. Vicente no iba solo; llevaba su compañía, que a veces formaba un ejército numeroso, varios miles de personas. Tenía compañeros que no le abandonaban nunca, y otros que sólo le seguían una temporada. Eran hombres y mujeres, niños y personas de edad; músicos para cantar la misa; devotos que se ponían bajo la dirección del gran misionero, y penitentes que querían satisfacer así por sus pecados. Todos llevaban un vestido pardo, como el de los peregrinos de aquel tiempo. Su organización recordaba la de una comunidad dúplice. Hubiérase dicho un monasterio ambulante. Una campanilla anunciaba las horas de la marcha, del sueño, de la comida, de los rezos y del trabajo, pues todos debían vivir del trabajo de sus manos, en cuanto se lo permitía el constante peregrinar. Caminaban a pie, con el bordón en la mano, divididos en dos grupos: el de los hombres, al frente de los cuales iba la imagen de Cristo crucificado, y el de las mujeres, precedidas por el estandarte de la Virgen. En medio, el santo, rodeado de los eclesiásticos y los religiosos, con los ojos en tierra, los pies descalzos y la cabeza cubierta por un sombrero de hojas de palmera. Los que se habían asociado con la voluntad expresa de hacer penitencia de sus crímenes, formaban un batallón aparte dentro de la compañía: eran los disciplinantes. A ciertas horas se separaban de sus compañeros, se cubrían el rostro, se desnudaban las espaldas y empezaban a disciplinarse hasta regar con su sangre la tierra. Estos desfiles despertaban la curiosidad de las muchedumbres, las enternecían, las transformaban. Las ciudades se despoblaban para salir en busca del hombre de Dios, del nuevo Mesías, del predicador de la paz y la penitencia. Los obispos y los magistrados presidían estas recepciones, y tal era la aglomeración de gente, que el santo tenía que encerrarse en una barrera que llevaban cuatro de sus acompañantes. Ni aun así podía librarse siempre de la devoción indiscreta de los que querían tocarle, besarle o llevarse alguna reliquia de su hábito o de su cuerpo.

Tal fue la vida de este gran apóstol durante veinte años. Y aún le quedaba tiempo para intervenir en la historia política y religiosa de aquel tiempo, para llevar a feliz término obras ingentes de paz mundial, como el compromiso de Caspe y la terminación del cisma de Occidente.

Cinco pretendientes aspiraban al trono de Aragón. Hervían las ambiciones, reuníanse parlamentos, cruzábanse embajadas, y tras un interregno de dos años, parecía como si se abriese una sima histórica donde iban a hundirse los tres Estados sin monarca. Al fin, Cataluña, Valencia y Aragón se ponen de acuerdo para buscar una solución al conflicto. «Nueve personas de ciencia y conciencia pura y buena fama» se reunirán en el castillo de Caspe para decidir la cuestión. Entre ellas está Vicente Ferrer. Es el último de los designados, un simple fraile, pero su figura se agiganta desde el primer momento. Se le designa para predicar el sermón inicial después de la comunión y el juramento. Su tema, casi profético—Unum ovile et unus pastor—, tiene arpegios como de preludio del gran himno de la misión peninsular que, ochenta años más tarde se entonará en la vega de Granada. Y fue Vicente quien con su voto cerró las deliberaciones, declarando rey de Aragón a Fernando de Castilla, el infante victorioso de Antequera. Cinco votantes le siguen, expresando el respeto que tenían a su parecer, Él había votado «según Dios y mi conciencia»; ellos declaran que se adhieren «al voto e intención del maestro Vicente».

El conflicto está resuelto; de los más remotos confines llegan las gentes para asistir a la proclamación; se alza un estrado para los jueces a las puertas de la iglesia; surgen tribunas tapizadas de brocatel para damas y caballeros, y el día de San Pedro se anuncia a todo el reino la solución de los compromisarios. También esta vez predica fray Vicente. Nunca más hábil ni más fogoso. «Gocémonos, alegrémonos—exclama—, porque son llegadas las bodas del Cordero.» Pero no se apresura a declarar el nombre del electo. Prepara los ánimos, lee la declaración colectiva, y cuando ve al auditorio electrizado, le exige obediencia «al muy poderoso e ilustre príncipe don Fernando». Y la multitud acoge sus palabras con un clamoreo indescriptible, al que se mezclan el repique de las campanas y los ecos metálicos de los clarines.

De esta manera preparaba San Vicente la unidad de la patria; pero no es menos gloriosa su tarea en la empresa de la unidad de la Iglesia. Al principio había sido el amigo y el confesor de Pedro de Luna; pero cuando se da cuenta de que la tozudez de su irreductible compatriota es el único obstáculo para la terminación del cisma, le retira su obediencia, y sube a la cátedra para pronunciar una dantesca catilinaria, que empieza con este llamamiento, lleno a la vez de ironía y de amenaza: «Huesos áridos, oíd la palabra de Dios.» Era terrible romper con el amigo y el bienhechor, pero el bien común lo exigía, la salud de la Iglesia lo demandaba. Y pronto se vio que era la suya la voz más autorizada de la cristiandad; que nadie tenía un ascendiente semejante sobre los pueblos y sobre los reyes. En breve plazo reinó la concordia en el orbe cristiano. Benedicto XIII fue a refugiarse en la roca de Peñíscola; y Gersón, «el doctor cristianísimo», alma del Concilio de Constanza, escribía desde allí al predicador celoso de la salud de las almas:

«Sin vos, semejante resolución no se hubiera tomado nunca. Gracias a esta grande obra, que es la vuestra, esperamos llegar a la tan deseada paz.» Vicente era hombre de realidades. Aunque envuelto constantemente en una atmósfera sobrenatural, nos dejó esta sentencia, memorable: «No debemos juzgar de la legitimidad de los Papas por los milagros, las visiones y las profecías. Al pueblo cristiano le gobiernan las leyes, contra las cuales nada pueden los fenómenos extraordinarios.»

Pero estas brillantes actuaciones, en vez de interrumpir aquella voz formidable, la llevaban hasta los alcázares donde moraban los poderosos de la tierra. Resonaba entre los esplendores cortesanos, lo mismo que en las aldeas; siempre con el mismo fruto, siempre con la misma fuerza, sin desmayar un momento, sin cansarse nunca, sin fatigarse jamás. Zahiere los vicios de los pueblos, y los pueblos suspiran por ella; se levanta contra la relajación de los prelados, y los prelados la buscan; flagela el sentido pagano de la política en los príncipes, y los príncipes la llaman con humildes ruegos. Vicente había predicado en Granada a instancias de su rey; de Granada pasa a Castilla; predica en los pueblos del Guadalquivir, del Tajo y del Duero; desde La Coruña salta hasta Inglaterra, penetra en Escocia, deja las huellas de su palabra entre los insulares de Irlanda, vuelve al reino de Aragón, reaparece en Italia; se presenta otra vez en su patria, llamado por el rey de Castilla; predica en todas las ciudades españolas, desembarca en las Baleares y, ya viejo, pero empujado y sostenido siempre por una fuerza misteriosa, empieza su última misión francesa: el Languedoc, Borgoña, Auvernia, la Isla de Francia, Bretaña...; y en Bretaña, en la pequeña ciudad de Vannes, se detienen para siempre aquellos pies apostólicos que habían hollado tantos caminos. Pero testigos de su paso, quedaban por todas partes regueros de luz, llamaradas de vida, flores de saber y santidad. Al eco de aquella voz, que había sabido tocar el corazón de los israelitas, que transformaban en iglesias las sinagogas; que hacía brotar conventos y universidades, y surgir puentes y hospitales, y encendía el amor en los corazones helados por el odio, se organizaba una nueva sociedad, renacía el fuego santo de la religión, y empezaba a reinar un sentido más puro de la vida. No todos comprendían aquella lengua valenciana, en que se expresaba el orador, pero todos entendían aquel acento apocalíptico, todos se sentían electrizados por aquella mirada profética. Vicente se creyó el precursor de la catástrofe universal, el mensajero de la última venida de Cristo, el heraldo del gran Rey. Sus mismos contemporáneos le llamaron la «trompeta del Juicio final, o el ángel del Apocalipsis» ; y el mismo Gersón, canciller de la Universidad de París, recordaba en su presencia aquellas palabras misteriosas de San Juan: «Vi aparecer un caballo blanco, y el que lo montaba tenía un arco, y se le dio una corona y salió con gesto vencedor para consumar la victoria.» No obstante. San Vicente Ferrer es el primer obrero de una restauración general, el inaugurador de un mundo nuevo, el sembrador infatigable de una semilla que dará todo su fruto en la auténtica reforma ya cercana. Su blanca túnica es, en los albores del siglo XV, como el anuncio de una era nueva.

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