lunes, 27 de abril de 2015

SAN RAFAEL ARNÁIZ BARÓN

Nació en Burgos, España el 9 de abril de 1911. Su inclinación a vivir por y para Dios fue manifiesta en la infancia. «¡Solo Dios llena el alma..., y la llena toda!», decía. En esa época dorada contrajo unas fiebres colibacilares. Cuando sanó, su padre, que había visto en la curación una intervención de María, lo consagró en Zaragoza a la Virgen del Pilar en el estío de 1922. Rafael no olvidó este hecho. «Honrando a la Virgen, amaremos más a Jesús; poniéndonos bajo su manto, comprenderemos mejor la misericordia divina». La enfermedad nunca le abandonaría. Era elegante, sensible. También caprichoso y tendente a la vanidad. Poseía una brillante inteligencia, con predominio de la intuición, que le permitió sobresalir en los estudios aunque no los cuidara debidamente. Se estableció con la familia en Oviedo, y al término de su formación básica se matriculó en la Escuela Superior de Arquitectura de Madrid. Hizo grandes amistades porque era una persona entrañable y cercana en la que se percibía la huella de Dios. Estaba vinculado al Apostolado de la Oración, a la Adoración Nocturna y a la Congregación de María Inmaculada. A los 19 años visitó el monasterio cisterciense de San Isidro de Dueñas y le atrajo poderosamente. El 16 de enero de 1934 ingresó en él, dejando atrás las previsiones eventuales de un futuro espléndido, y las posibilidades que le ofrecía cotidianamente el bienestar de su hogar paterno. Su ilusión por entregarse a Dios a través de una vida penitente y contemplativa era más fuerte que todo. «La verdadera felicidad se encuentra en Dios y solamente en Dios». No contaba con la presencia repentina de la diabetes, temible entonces por sus funestas consecuencias, que le obligó a abandonar la Trapa en tres ocasiones. Comprendió el sentido purificador del dolor: «Cuando me veo otra vez en el mundo, enfermo, separado del monasterio, y en la situación en que me encuentro… veo que me era necesario, que la lección que estoy aprendiendo es muy útil, pues mi corazón está muy apegado a las criaturas, y Dios quiere que lo desate para entregárselo a Él solo». Su experiencia personal le permitía alumbrar la vida de otras personas y conducirlas a Dios. A su tía María, duquesa de Maqueda, le aconsejaba en 1935: «Déjate hacer; sufre, pero sufre amándole, amándole mucho a través de la oscuridad, a pesar de la tempestad que parece el Señor te ha puesto, a pesar de no verle, ama el madero desnudo de la cruz […]. Llora, llora todo lo que puedas y sufre, pero a los pies de la cruz, y sufre amando a Dios ¡qué felicidad!… Cómo te quiere Dios, ya lo verás algún día muy cercano».

Su rica vida interior le había permitido conocer la estrecha simbiosis espiritual que existe entre el dolor y el gozo, experiencia que halla quien busca a Dios con purísimo corazón: «Muchas veces he pensado que el mayor consuelo es no tener ninguno; lo he pensado y lo he experimentado […]. Alguna vez he sentido en mi corazón pequeños latidos de amor a Dios… Ansias de Él y desprecio del mundo y de mí mismo. Alguna vez he sentido el consuelo enorme e inmenso de verme solo y abandonado en los brazos de Dios. Soledad con Dios. Nadie que no lo haya experimentado, lo puede saber, y yo no lo sé explicar. Pero solo sé decir que es un consuelo que solo se experimenta en el sufrir…, y en el sufrir solo… y con Dios, está la verdadera alegría». Sus sentimientos recuerdan a las vivencias místicas de Juan de la Cruz y de Teresa de Jesús: «Es un nada desear más que sufrir. Es un ansia muy grande de vivir y morir ignorado de los hombres y del mundo entero… Es un deseo grande de todo lo que es voluntad de Dios… Es no querer nada fuera de Él… Es querer y no querer. No sé, no me sé explicar… solo Dios me entiende…». En este camino de perfección iba dejando atrás lastres que en otro tiempo le habían pesado: «Todo va cambiando en mi alma. Lo que antes me hacía sufrir…, ahora me es indiferente; en cambio, voy encontrando los repliegues en mi corazón que estaban escondidos, y que ahora salen a la luz […]. Lo que antes me humillaba, ahora casi me causa risa. Ya no me importa mi situación de Oblato […]. Veo que el último lugar es el mejor de todos; me alegro de no ser nada ni nadie, estoy encantado con mi enfermedad que me da motivos para padecer físicamente y moralmente...». El eje de su vida era Cristo: «Mi centro es Jesús, es su cruz». La conciencia de su indignidad le hacía decir: «He sido un gran pecador… Perdóname, Señor, lo que digo... Yo, Señor, nada quiero, nada me importa… solo Tú… No me hagas caso, Señor… soy un niño caprichoso. Pero Tú tienes la culpa, mi Dios…¡si no me quisieras tanto!».

Resistiéndose a abandonar su vida religiosa, regresó al monasterio una cuarta vez. Tomó la decisión, aún cuando para una situación como la suya, con una naturaleza débil que tenía que luchar contra la enfermedad, era realmente penosa y suponía un acto heroico. «Si lo que deseas es… mis sufrimientos, tómalos todos, Señor». Ofreció a Dios en holocausto su personal calvario, dejando brotar el potente caudal de su amor. De él quedan magistrales trazos en sus escritos, prolongación post mortem de su fecunda actividad apostólica. En ellos se detecta la finura y profundidad de esta alma delicada. «Solamente en el silencio se puede vivir, pero no en el silencio de palabras y de obras..., no; es otra cosa muy difícil de explicar... Es el silencio del que quiere mucho, mucho, y no sabe qué decir, ni qué pensar, ni qué desear, ni qué hacer... Solo Dios allá adentro, muy calladito, esperando, esperando, no sé..., es muy bueno el Señor». Era un esteta que soñó volcar en la pintura la belleza del amor divino que selló su espíritu. Murió a consecuencia de un coma diabético el 26 de abril de 1938. Tenía 27 años. Sus restos yacen en el cementerio del monasterio. El 19 de agosto de 1989 Juan Pablo II, en la Jornada mundial de la juventud, lo propuso como modelo para los jóvenes. El 27 de septiembre de 1992 lo beatificó. Y Benedicto XVI lo canonizó el 11 de octubre de 2009.

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