lunes, 13 de abril de 2015

SAN HERMENEGILDO

Hay algo de cómico en aquella actitud admirativa de los reyes bárbaros ante la cultura y las instituciones del Imperio romano: se esfuerzan por comprenderlas, las estudian, las recogen, las adoptan con mejor buena voluntad que éxito. No podemos ver la corte de Teodorico el Grande sin pensar en la de Justiniano. Imitador de Teodorico fue en España Leovigildo, que, entendiendo el Imperio a la manera de Constantino o de Teodosio, intenta reproducirle en el manto de púrpura, en la corona de oro, en la jerarquía palaciega, en las pompas cortesanas y en aquel título de Flavio con que se adornarán todos los reyes toledanos. Toledo había quedado convertido en una pequeña Bizancio.

Todo esto, sin embargo, no era más que un barniz exterior. Más importancia tenía la cuestión religiosa, pero en este punto los visigodos seguían fieles a las doctrinas de sus mayores. Arriano y bárbaro eran todavía dos términos sinónimos. Precisamente fue Leovigildo el que dirigió en España la última lucha entre el arrianismo y la ortodoxia. Hábil político, guerrero afortunado, hombre de altos pensamientos y de voluntad firme, aspiraba tenazmente a la unidad. Preparó la unidad política, sometiendo a los vascones y destruyendo el reino de los suevos; favoreció la unidad de razas en su obra legislativa y puso todo su empeño para conseguir la unidad religiosa. El fin era bueno, pero se equivocó de camino. Empeñóse en imponer a todos sus súbditos el arrianismo de su casa. A pesar de su penetración natural, no supo ver que arrianismo era lo mismo que división, desunión, individualismo; que ese sistema estaba desprovisto de aquella fuerza educadora y civilizadora, propia de la Iglesia católica, que por un milagro incesante renueva los individuos y los pueblos. Quería unión, quería cultura, y se proponía conseguirlas por medio de la barbarie.

La oposición se manifestó en aquel mismo palacio toledano, orgulloso con las magnificencias. Vivía en él una princesa, llamada Ingunda, que, como hija de los reyes francos, estaba firmemente unida a la religión católica. Ingunda era esposa de Hermenegildo, el hijo mayor del rey, mancebo afable y valiente, en quien se concentraba la esperanza de los pueblos. Pero en el palacio había, además, otra mujer, una vieja de aire altanero, de genio avinagrado y de espíritu intransigente. Era Gosvinda, la mujer del rey, suegra y madrastra a la vez: suegra de Ingunda y madrastra de Hermenegildo. Arriana hasta el fanatismo; envidiosa, además, de la Juventud y la belleza de su nuera, Gosvinda se ponía furiosa ante la actitud de la princesa franca. Las discusiones eran diarias en el palacio. De las palabras se pasó a la violencia: hubo amenazas, injurias y golpes. Se intentó rebautizar a Ingunda por la fuerza; pero ella permanecía firme como la roca, repitiendo una y otra vez «que le bastaba haber sido lavada una vez del pecado original en las aguas regeneradoras del bautismo, y que confesaba a la Santísima Trinidad en igualdad indivisa». Esta respuesta irritó de tal modo a la vieja, que, arrojándose sobre Ingunda, la asió de los cabellos, la arrojó en tierra, la golpeó hasta hacerle sangre, y habiéndola despojado de sus vestidos, mandó que la sumergiesen en una piscina arriana.

Leovigildo, que, por naturaleza, no era tiano, ni opresor, ni fanático, presenciaba con dolor aquella tragedia doméstica, y para acabar con ella dio a su hijo el gobierno de Sevilla, con el título de rey. Tal vez en esta decisión influyó el temor de un conflicto armado con los francos; pero es un hecho que en la primavera del año 579 los jóvenes esposos residían ya en la capital de la Botica. Allí les espiaba la gracia, que venía ahora envuelta en la palabra elocuente de un gran obispo, San Leandro. Esposo amante y corazón recto, Hermenegildo abjuró la herejía, y como si quisiese borrar hasta el sello de su bárbaro linaje, tomó el nombre de Juan.

Cunde en Toledo la alarma; Gosvinda grita furiosa; Leovigildo, viendo su corona en peligro, se dispone para la lucha. Carácter tenaz, se niega a desistir de su campaña religiosa. Reúne en Toledo un concilio de obispos arrianos (580) y hace decretar que en adelante no será necesaria la rebautización para pasar al arrianismo. Como esto no bastaba para atraer a los católicos, redactóse una nueva profesión de fe, que creyó propia para unir a los dos partidos. Él mismo dio ejemplo de la civilización, presentándose, juntamente con las gentes del pueblo, a venerar las reliquias de los mártires. Todo fue inútil. Los hispanorromanos resistían heroicamente: unos sufrieron el tormento, otros la cárcel, y los obispos más egregios fueron arrojados de sus sedes. Entre tanto, Hermenegildo se preparaba a la defensa; muchas ciudades y castillos se habían declarado en su favor; dos ejércitos de Toledo habían sido derrotados, y los embajadores del príncipe negociaban en las cortes de los suevos, de los francos y de los bizantinos. También Leovigildo se preparaba para combatir. A fines del año 582 reunía su gente, sitiaba y ganaba a Cáceres y Mérida, separaba de la alianza de Hermenegildo a los suevos y los imperiales, y se presentaba delante de Sevilla. Los sevillanos amaban al joven rey, y se le amaba en toda la Botica. El epígrafe de un templo de Alcalá de Guadaira nos ha transmitido la inquietud de los católicos en aquellos días y el eco del amor que a Hermenegildo profesaban. Dice así: «Cristo. En el nombre del Señor. En el año felizmente segundo del reinado de nuestro señor Hermenegildo rey, a quien persigue su padre el rey Leovigildo en la ciudad de Sevilla.» Fue una defensa heroica que duró cerca de dos años, hasta que el pan empezó a faltar, los defensores se quedaron sin armas y el Betis se alejó de la ciudad, cambiado su curso por los sitiadores. Entonces Hermenegildo tuvo un gesto hermoso: puso en salvo a su mujer en territorio bizantino, y se dirigió a Córdoba, dispuesto a defender su causa hasta el fin. Allí se le presentó su hermano Recaredo, ofreciéndole perdón y olvido: «Acércate, hermano mío —le decía—; póstrate a los pies de nuestro padre y te perdonará todo.» Poco después llegaba Leovigildo también. «¡Padre, padre, padre!», clama el príncipe al verle venir; luego, arrojándose a sus pies, se los regaba con las lágrimas.

Leovigildo le alzó del suelo, le besó en el rostro y con palabras cariñosas le condujo al campamento. El pobre príncipe había caído en el lazo. Poco después le despojaban de las vestiduras reales, le cubrían con un saco de infamia y le cargaban de cadenas. Lleváronle de Córdoba a Toledo, de Toledo a Valencia y de Valencia a Tarragona. Vivía hundido en un mísero calabozo, atado de pies y manos, bajo la custodia de un carcelero cruel, digno emisario de la vengativa Gosvinda. Se hicieron esfuerzos inauditos para obligarle a apostatar; pero el permanecía inmóvil en su fe. Una noche—era la noche que precedía a la Pascua—apareció en la prisión un obispo arriano que venía a darle la comunión y a ofrecerle la gracia paterna. Hermenegildo le rechazó indignado, rehusando comunicar con los herejes. Unos días después el verdugo segaba su cabeza.

Así murió aquel príncipe desgraciado, y, ¡caso extraño!, ningún escritor español de aquel tiempo tuvo una palabra de conmiseración para él. Los mismos perseguidos de su padre le trataron con crueldad. Juan Biclarense le llama tirano y rebelde; San Isidoro dice que tiranizó a su patria, y Gregorio de Tours, que nos describe el gesto magnífico del mártir en la prisión, llega a llamarle miserable. Ni en el tercer Concilio de Toledo, donde triunfaban las ideas por las cuales había derramado su sangre, hubo para él el menor recuerdo. Pero tal vez no era éste el sentir del pueblo: unos peregrinos que llegaron por aquellos días a Roma contaron los sucesos a San Gregorio Magno, le hablaron de la arrogancia, del valor, del heroísmo del príncipe, y el gran Pontífice nos dejó de él un elogio entusiasta.

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