sábado, 11 de abril de 2015

SAN ESTANISLAO DE CRACOVIA

Desde que la Iglesia existe, no han faltado nunca voces generosas para hacer resonar el lenguaje de la justicia en presencia de los tiranos. El siglo XI de nuestra era nos ofrece ejemplos famosos: San Gregorio VII, frente al emperador Enrique IV; frente a Guillermo el Rojo de Inglaterra, Lanfranco y San Anselmo; frente a Boleslao II de Polonia, el obispo Estanislao Szepanouski.

Boleslao era un príncipe ambicioso y valiente. Gran guerrero, jinete incansable, galopó victorioso a través de las llanuras de Hungría, por las estepas rusas y por los campos pantanosos de Pomerania. Nadie, dice el hagiógrafo, más atrevido que él en el combate, más ágil en la carrera, más diestro en el manejo de la lanza y más sufridor del hambre y del frío. Pero este afortunado conductor de ejércitos era un monstruo. Su palacio se había convertido en un harén. La vida, la hacienda y la honra de sus vasallos eran pasto y juguete de la voracidad insaciable de sus apetitos y de sus instintos sanguinarios. Nadie en Polonia se atrevía a resistir a sus caprichos. Los obispos, pesarosos, callaban; los magnates, amedrentados, sufrían en silencio los ultrajes; el pueblo, explotado por la rapacidad de los exactores reales, doblaba su cuello al yugo de la tiranía. Sólo un hombre tuvo valor para levantarse frente a la oleada de sangre y concupiscencia que manchaba las gradas del trono. Fue Estanislao.

Nacido de noble familia en un pueblo cercano a Cracovia, Estanislao había viajado en su juventud por las regiones occidentales de Europa, había escuchado a los maestros de Chartres y París, precursores de Abelardo, y había observado el renacimiento religioso y literario que alentaba entonces en la cristiandad. Rico de conocimientos y de experiencias, volvió a su patria, distribuyó sus bienes a los pobres y se hizo clérigo de la comunidad catedralicia de Cracovia. A los treinta y seis años era ya obispo de esta ciudad, un obispo austero, limosnero, celoso y enamorado del programa de reforma que el Pontífice romano acababa de lanzar por todos los países de la catolicidad. Pero era inútil hablar de reforma en aquella tierra, donde la corte apestaba de putrefacción moral. Un último escándalo había acabado de irritar los ánimos. Había en Cracovia un caballero cuya esposa pasaba por la mujer más hermosa del reino. Largo tiempo la asedió el rey con solicitaciones, promesas y regalos de joyas y vestidos: mas como nada pudiese conseguir, envió a sus gentes con encargo de apoderarse de la dama y llevársela al palacio. El caso se hizo público, pero nadie se atrevió a condenarle. Y he aquí que cuando todos callaban, Estanislao se presenta delante del rey, le habla respetuoso y enérgico, le afea su conducta y se retira sereno, después de haber amenazado con la sentencia de la excomunión. El rey no supo qué decir. Aquello le pareció tan extraño, que quedó como petrificado, sin fuerza siquiera para estallar en una de aquellas sus cóleras salvajes.

Fue un paso inútil. En realidad, el rey era un pobre desgraciado, un juguete de sus pasiones de hombre primitivo y, al mismo tiempo, refinado. Los vicios más nefandos iban apoderándose de su vida de una manera irremediable. Ya no le bastaba su harén; del adulterio había caído en la sodomía; de la sodomía, en la bestialidad. Nuevamente apareció delante de él la figura del obispo. Era en una asamblea plenaria de magnates y prelados. El vasallo tenía ahora el aspecto de un profeta. Habló de los juicios de Dios, de la perdición de las almas, de los eternos castigos; recordó las leyes santas de la continencia y del deber e hizo brillar ante los ojos del rey los rayos de Roma, que sacuden y derrumban los tronos. Pálido de ira, el rey descargó sobre él un torrente de injurias. Los cortesanos temblaban; la escena iba tomando un aspecto trágico; y el obispo se disponía a contestar, cuando algunos guardias se apoderaron de él y le arrastraron a la calle. Poco después, un cortejo extraño se detenía delante del palacio episcopal. Al frente de él marchaba el rey; junto a él, su jumento favorito, adornado de joyeles de plata, cubierto de púrpura y de seda, enguirnaldado de flores y cubierto de perfumes; detrás, una muchedumbre de cortesanos y cortesanas que danzaban y reían ruidosamente; y al fin, un coro que cantaba versos obscenos. Era la respuesta de Boleslao a la exhortación episcopal.

Pero esta respuesta tuvo también su réplica: y fue que al día siguiente el animal apareció mutilado: las narices cortadas, afeada la boca, los morros, sangrientos. El dolor del rey no tenía límites. « ¿Dónde está ese perro?—gritaba, agitado por convulsiones de locura—. Tengo que acabar con él; tengo que cortar sus labios, su boca, sus orejas, sus mejillas, sus manos y sus piernas» En aquel momento decía misa Estanislao en una capilla dedicada a San Miguel que había en las afueras de la ciudad. No tardó en observar que en el exterior se alzaban choques de armas y gritos de gentes. Se dio cuenta del peligro, pero continuó la misa sin inmutarse. Como tardaba en salir, el rey mandó a algunos de sus caballeros que entrasen a perpetrar el crimen. Nadie se atrevió a obedecerle. Entonces, desenvainando su espada y profiriendo alaridos frenéticos, desapareció en el interior, dispuesto a realizar su venganza. Al poco tiempo volvió arrastrando de las piernas a su enemigo. « ¡Aquí le tenéis, cobardes!», dijo secamente. Estanislao era ya cadáver; su rostro estaba desfigurado, traspasado su corazón y sus narices mutiladas.

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