martes, 21 de abril de 2015

SAN ANSELMO DE CANTERBURY

Cerca de Aosta se alzaba un castillo cuyas ruinas se ven aún hoy día. Clos-Chatel las llaman las gentes de la tierra. Nada más poético y atrayente que la situación de aquella fortaleza. En torno se extendía un valle, fecundado por un torrente que lleva hasta el Po la nieve derretida de los Alpes. Por uno y otro lado; altísimas montañas, detrás de las cuales se esconden los picos más elevados de Europa, Jos de Mont-Blanc y el Matter-Horn. En este castillo vio por primera vez la luz Anselmo, el hijo de los nobles y ricos castellanos Gondulfo y Ermenberga. Ermenberga era una verdadera matrona cristiana. Dios la había escogido para formar el corazón del que había de ser la lumbrera del siglo XI, y ella supo cumplir con su misión, derramando gota a gota en el alma de su hijo los tesoros de su amor y su ternura.

No tenía Anselmo más que diez años cuando sus padres le entregaron a un clérigo para que le enseñase las letras. Este clérigo era un verdadero tirano, un hombre de genio implacable y de duro corazón, incapaz de comprender las delicadezas que supone el arte de la educación. La completa reclusión y el duro trato a que sometió a su discípulo, acabaron por agriarle completamente el carácter, volviéndolo sombrío y concentrado, de amable y comunicativo que antes era. La compañía de los demás llegó a ser para él una cosa tan odiosa e insoportable, que al solo aspecto de una persona se le veía huir en forma tal, que se le hubiera creído un loco. «¡Desgraciada de mí—decía Ermenberga al saber el lamentable estado a que el ceñudo maestro había reducido a su querido Anselmo—; mi hijo está perdido!» Volviólo inmediatamente a su lado, y, gracias a sus cuidados maternales, la paz empezó a renacer en el pobre adolescente, cuyo aspecto hacía sospechar el más negro porvenir. A este feliz resultado contribuyeron no poco los benedictinos de Aosta, que fueron, en aquella época, los maestros de Anselmo. Más tarde, acordándose del bien que le habían hechos estos religiosos, dirá, hablando con Dios en una de sus inflamadas oraciones: «Tú eres, oh Dios mío, el que inspiraste a mis padres la idea de confiar mi educación a aquellos santos monjes»

A los veinte años, Anselmo perdió el fuerte apoyo que tenía en Ermenberga, y esta pérdida se echó bien de ver en su vida posterior. Entusiasta y sensible, prodigaba fácilmente su admiración y sus simpatías. Además, su talento empezaba a distinguirle entre sus compañeros, y él recogía con avidez los halagos de la admiración y del cariño. Todo el mundo lo amaba, nos dice su biógrafo y secretario, Eadmero, porque todo en él inspiraba amor. Su padre, sin embargo, había concebido contra él una extraña aversión, tan enconada, que se complacía en humillarlo y reprenderlo, por muy plausible que fuese su conducta. Anselmo trató, primero, de desarmarle con la sumisión; mas viendo que nada conseguía, resolvió desterrarse de la casa paterna.

Pasó el monte Cenis, acompañado de un solo servidor; anduvo errante durante algún tiempo por las provincias de Borgoña y de Francia, y, habiendo oído hablar de Bec, allí dirigió sus pasos, con intento de completar sus estudios en aquella ya renombrada escuela. Corría entonces el año 1060 de la era de Cristo, y contaba Anselmo veintiséis de edad. Bec, la famosa abadía normanda, no tenía aún medio siglo de existencia. Su abad, y al mismo tiempo su fundador, era un anciano de vida inmaculada, caballero esforzado y famoso en el mundo, que había sentido el divino llamamiento entre el estrépito de los torneos y los fragores del combate. Se llamaba Herluino. Su monasterio no hubiera sido más que uno de tantos como entonces se levantaban por todas partes si Dios no hubiera unido a su obra un hombre providencial. Hoy es frecuente ver los señoríos que dejan a los señores; pero en aquellos siglos lejanos sucedía lo contrario todos los días. Tampoco vemos en nuestro tiempo muchos profesores que, cansados de decir vaciedades, se consagren al silencio.

Un día, mientras Herluino dirigía la construcción de un horno, se le presentó un extranjero.
—Dios te guarde—le dijo el desconocido.
—Él te bendiga. ¿Eres lombardo?—preguntó el abad, creyendo reconocer su patria en el acento.
—Sí, de Pavía.
—¿Qué es lo que quieres?
—Quiero hacerme monje.

Este lombardo era Lanfranco, el que hizo de la escuela de Bec la más famosa del siglo XI, el que había de ser más tarde admirado en toda la Iglesia. «Sabía la gramática—dice un contemporáneo—como Herodiano; la dialéctica, como Aristóteles; la retórica, como Cicerón; la Sagrada Escritura, como Jerónimo y Agustín.» Tal es el maestro que encontró Anselmo en Bec. Fue un maestro y un amigo, pues ambos se amaron con esa ternura inefable que sólo se encuentra en los santos. Llegó un día en que el discípulo no sólo admiró en el maestro al sabio, sino también al monje, y resolvió abrazar aquella misma vida. He aquí con qué deliciosa sencillez nos cuenta él mismo las perplejidades que tuvo acerca del monasterio donde habría de retirarse: «Estoy resuelto a hacerme monje; pero ¿dónde? Si voy a Cluny, todo el tiempo que he dedicado a las letras habrá sido perdido para mí; y lo mismo si me quedo en Bec. La severidad de la disciplina en Cluny y la ciencia de Lanfranco en Bec harán inútiles todos mis estudios. Así pensaba mi orgullo. Pero, en medio de la lucha, sentí la ayuda divina. ¿Qué? ¿Es de un monje buscar los honores, las alabanzas, la celebridad? Claro que no. Pues bien: me haré monje donde pueda pisotear mis ambiciones, donde sea estimado menos que los demás, donde sea pisoteado de todos. Y esto lo conseguiré seguramente en Bec, donde no podré tener ninguna influencia, por encontrarse allí un hombre cuya extraordinaria sabiduría atrae las miradas de todo el mundo. Bec será el lugar de mi retiro. En sus claustros, Dios será el objeto de mis pensamientos y mis deseos; su amor, toda mi dicha; y el pensar sólo en Él, mi dulzura, mi alimento, mi sostén, mi felicidad.»

Y como lo pensó así lo hizo. Pero su ambición de humildad quedó defraudada. Lanfranco fue elevado a la silla arzobispal de Cantorbery, y Anselmo tuvo que ocupar su puesto en la escuela. Poco después moría Herluino, y el joven maestro le reemplazaba en la abadía. Hubo oposición. Creyeron algunos que era indecoroso dar la obediencia a un advenedizo. A otros, el nuevo abad les pareció demasiado joven. El jefe de los descontentos se llamaba Osberno. Era un hombre de mucho talento y ambición desmedida, y aquí estaba la verdadera causa de su encono contra el abad; esto, sin embargo, no impidió que fuese uno de los hombres a quienes más amó Anselmo en este mundo. Habiendo enfermado Osberno, el buen abad no se apartaba de su lado, le consolaba, le servía, y él mismo le daba el alimento; y cuando la muerte lo arrebató del monasterio, pasó varios días llorándolo, y durante un año entero ofreció por él el santo sacrificio de la misa. «Yo te conjuro—escribía en esta ocasión a un amigo llamado Gondulfo—que te acuerdes de mi querido Osberno. Dondequiera que Osberno se encuentre, su alma es mi alma.»

Al ser elegido abad, la vida de Anselmo pierde algo de su intimidad deliciosa. El abad, en el siglo XI, es un alto personaje, un gran señor, cuya existencia debe ir unida a todo el movimiento religioso y político del país, a todos los elementos del orden social: barones y siervos, legos y eclesiásticos, guerreros y colonos. Éste es el ambiente en que se desarrolla la actividad de Anselmo durante quince años. Su acción exterior se acrecienta por su misma popularidad y la importancia de su monasterio. Tan pronto lo vemos al lado de su amigo Lanfranco, como en la corte del duque de Normandía, o en la de Guillermo el Conquistador. Pero mientras lucha con los señores comarcanos en defensa de su monasterio, defiende la pureza de la fe contra Berengario; discute con los herejes y confunde al racionalista Roscelino. De cuando en cuando vuelve a su retiro para continuar sus obras interrumpidas, para vigilar su querida escuela, aquel famoso gimnasio de Bec, en cuyas aulas los hijos de los príncipes se codean con los humildes clérigos; para caldear su espíritu en la soledad y repartir a sus monjes el pan de la doctrina. Sus monjes le aguardaban con amor., porque tenían sed de aquella dulce elocuencia, que tenía en el claustro su más bella realización. No era la elocuencia vehemente del tribuno; era una palabra rebosante de unción y suavidad, que penetraba las almas. Su voz tenía siempre inflexiones modestas y un encanto noble y reposado, jamás la esforzaba. Timbre puro y armonioso, que destilaba gota a gota delicados sonidos, como vibraciones de una música celeste. La reina de Inglaterra, Matilde, se acordaba de aquel angélico rumor cuando escribía al santo, con maternal solicitud y astucia muy femenina, que evitase las penitencias excesivas para no perder la voz armoniosa y suave que anunciaba la palabra de Dios en un tono bello, agradable y tranquilo. La calma era uno de los rasgos distintivos de Anselmo. Su figura imponente y majestuosa estaba siempre serena. Mientras hablaba, su mirada viva y ardiente parecía suspensa de lo invisible, pero sin la convulsión del transporte. A veces, por su frente pálida pasaba un relámpago que obraba una transfiguración.

Sucesor de Lanfranco en la escuela de Bec, Anselmo le reemplazó también en la silla primada de Cantorbery. Fue esto en 1092. Desde entonces, para él, vivir será luchar. Antes de ser nombrado arzobispo había dicho al monarca: «No te empeñes en uncir un toro con un cordero, porque no podrán trillar.» El rey estaba bien definido: un hombre violento, despótico, altivo y rapaz. Se llamaba Guillermo el Rojo. Como Enrique IV, su contemporáneo, quería ser rey y Papa a la vez. Pretendía disponer con autoridad absoluta en los negocios eclesiásticos; ambicionaba las riquezas de la Iglesia, y para él no había más cánones que su voluntad. Anselmo aconsejó, amenazó, y terminó lanzando el rayo del anatema. En su alma llevaba la energía indomable de Gregorio VII. Antes que doblegarse ante la injusticia, prefirió abandonar la mitra y errar a través del Continente, brillando por su sabiduría en los Concilios. Pero Inglaterra reclamaba a su pastor. Llamado por el hijo de Guillermo, el primado volvió a aparecer en su sede, con aplauso de todo el reino.

Aunque delicado en su trato, de maneras cortesanas y exquisitas, Anselmo se había revelado como un gran carácter. En su administración era severo y hasta meticuloso. Daría mil escudos a un mendigo, pero no toleraba que un servidor le robase un dinero; empeñaría el pectoral para defender el reino, pero el rey no se incautaría violentamente del menor censo de la Iglesia. La virtud había hecho de él el tipo del hombre de gobierno, aunque la posteridad ha recordado sobre todo al hombre de letras, al poeta, al filósofo, al polemista y al escriturista. En sus cantos a María, la facilidad y el sentimiento no ceden en nada a la frescura y sinceridad de la inspiración. Estos delicadísimos poemas, llenos de un encanto indefinible, reflejan toda su alma, con su vibración dulce y emotiva, mezclada de un leve dejo de melancolía; con su pensar hondo, que le hace contemplar a María a través del velo de la creación; con su amor ardentísimo y confianza de niño para con la Reina de los ángeles.

Como pensador, Anselmo se eleva a las alturas donde vuela Santo Tomás y San Agustín. Su luz se une a la de estos dos astros para iluminar, no solamente el intervalo que los separa, sino también los senderos de la teología futura. Es un metafísico; es el primer teólogo filósofo; el primero que ha seguido con método riguroso lo que su maestro San Agustín no había hecho más que esbozar: el estudio racional del dogma. Es, pues, el padre de la escolástica. Muchas explicaciones suyas han pasado luego a la enseñanza común, y con las ideas, los textos mismos: aquí una visión profunda, allí una distinción luminosa, o bien una fórmula feliz, que condensa en una frase un dogma que no había encontrado aún su expresión definitiva. Si no ha formado una escuela, pocos como él han profundizado las grandes ideas teológicas, ni sacudido tan fuertemente los espíritus, ni sembrado tantos gérmenes fecundos. Es uno de los tres o cuatro que con mayor viveza y sinceridad han recogido los gritos vibrantes que el alma dirige a su Dios y las íntimas conversaciones del hombre con el Cielo, y bien puede considerársele como una de las más bellas figuras del cristianismo, grande por su poderosa inteligencia y por su influencia en la corriente del pensamiento católico, sugestiva como pocas por no sé qué ideal que en él se junta prodigiosamente a lo humano, y admirable por el reflejo divino que ilumina con luz sobrenatural los dones del genio y del corazón.

El tratado sobre la procesión del Espíritu Santo es una de las más altas cumbres de la orografía teológica; el libro Cur Deus homo encierra aspectos nuevos y profundos acerca del misterio de la Encarnación; el Monologium es la obra en que mejor se han razonado y estudiado los atributos divinos. Pero el libro más famoso de Anselmo es el Proslogium. A su espíritu se presentaba sin cesar una cuestión audaz: « ¿Será posible llegar a probar por un argumento único y abreviado todo lo que la fe nos enseña sobre Dios y sus atributos, su inmutabilidad, su eternidad, su omnipotencia, su justicia, su amor, su misericordia, su bondad, su veracidad, su omnipresencia, probando al mismo tiempo que todas estas cosas no son en Él más que una sola? El problema le perseguía en todas partes, le quitaba el sueño y el apetito, y hasta le robaba la atención en los maitines. Creyó ver en ello una tentación del demonio, y se empeñaba en rechazarla, pero inútilmente. Y he aquí que una noche, mientras velaba, atento a sus meditaciones, la gracia de Dios brilló en su corazón, llenóse de luz su inteligencia y todo su interior se iluminó de alegría. Condensó su pensamiento, pidió las tablillas de cera y mandó a un hermano que guardase allí sus palabras. A los pocos días las tablillas aparecieron rotas, pero fue posible recoger los fragmentos, ordenarlos y trasladar su texto al pergamino. Así se conservó el famoso argumento ontológico de la existencia de Dios, que ha dado tanto que hablar en todas las escuelas filosóficas, y que, si es discutible, nos revela por lo menos la fuerza soberana de la inteligencia que le formuló. Los sabios le recogieron ávidamente, y tanto los que le han aceptado como los que le han discutido, se han postrado reverentes ante su profundidad sublime. Su autor vio en él una revelación divina.

Alguien ha dicho que San Anselmo es el primero que ha manejado de una manera metódica la idea de lo infinito, verdadera palanca de la ciencia; pero no se ha preocupado solamente del infinito que apetece la inteligencia, sino también de aquel otro que sacia y aquieta el corazón. El Proslogium no es puramente un libro de metafísica sutil; es un guía del conocimiento y del amor de Dios; un amigo, cuyas palabras están llenas de unción y poesía; es, a la vez, argumentación, intuición soberana, oración, meditación y cántico de alabanza. Todo el hombre recoge sus potencias, la inteligencia, la imaginación, la voluntad, para que le sirvan de alas en su ascensión al infinito. «Vamos, hombrecillo deleznable—dice Anselmo al empezar—, deja el tormento de tus afanes, huye un instante de tus cuidados tumultuosos, olvida las fatigas que te abruman, y desprecia esa estéril actividad que te llena de inquietud y de congoja. Ocúpate un instante de Dios y busca en Él el reposo. Entra en la celdilla de tu corazón, y arroja de ella cuanto no sea Él, cuanto no te ayude a buscarle. Después cierra y abre bien los ojos.» Luego aparece el alma agitada por el sublime anhelo. El genio se revuelve en el oscuro calabozo de la materia; hace esfuerzos audaces por romper las cadenas, por disipar las sombras, y camina frenético hacia la luz, guiado por la fe. «Señor—exclama—; yo deseo conocer tu verdad, tu verdad, que mi corazón cree y que ama mi alma; no quiero comprender para creer, sino creer para comprender, pues sé muy bien que sin la fe no comprendería nada de nada.»

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