domingo, 19 de abril de 2015

Homilía


El evangelio de hoy es la continuación del relato de los discípulos de Emaús, que se encuentran con Jesús, sin reconocerle, en el camino de regreso a su casa.

Están desesperanzados, porque las expectativas mesiánicas que habían puesto en el Maestro se habían esfumado con su muerte.

Las palabras del Peregrino encienden su corazón y van comprendiendo el sentido de las Escrituras antes de que sus ojos se abran y le reconozcan al partir el pan.

El encuentro con Jesús, compartir la mesa con Él, infunde en nosotros una luz nueva, que nos hace ver lo que otros no ven.

Varios ejemplos evangélicos lo confirman.

Así el fariseo Simón ve en la mujer que se acerca a Jesús para besar sus pies a una pecadora merecedora de repulsa, mientras Jesús ve en ella un alma arrepentida que necesita perdón, misericordia y amor.

La gente ve en la mujer adúltera la personificación del mal y, por tanto, debe ser apedreada. Jesús, en cambio, aún sabiendo que ha pecado, la perdona y restablece su dignidad.

Algo que ocurre también con Mateo y Zaqueo, ambos despreciados por el pueblo por su condición de recaudadores de impuestos.

La profunda crisis económica, política, social o laboral que afecta a buena parte de la humanidad, va unida a otra crisis peor, la de valores, que arrastran a mucha gente a la desesperación, porque no atisban a ver una salida de este oscuro túnel.

Para otros, sin embargo, la crisis es un revulsivo para despertar del letargo materialista a realidades espirituales como soporte para afrontar los problemas y alimentar perspectivas de futuro.

La fe en Jesús rompe el escepticismo que tanto nos condiciona y nos permite emprender con entusiasmo compromisos solidarios hacia los más necesitados.

Necesitamos testimonios positivos para salir del atolladero egoísta en el que nos ha introducido la ya decadente sociedad del consumo y del bienestar.

En este sentido, hay personas que darían todo lo que poseen por tener fe, y otras que, teniéndola, no saben o no sabemos valorar este don gratuito de Dios.

Los discípulos se sienten tristes, suenan las alarmas en sus corazones vacilantes y afluyen las dudas en su interior, a pesar de que han oído hablar de las apariciones de Jesús a María Magdalena y a Pedro.

Pero es demasiado bonito para creerlo.

La presencia de Jesús en persona real y palpable disipa sus dudas y abre su entendimiento para discernir las Escrituras y la comprensión del Misterio Pascual: Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús para ser sus testigos y actuar en su nombre.

Esta es la razón por la que Pedro y Juan rompen sus miedos y deciden hablar al pueblo de la resurrección de Jesús, injustamente condenado, a fin de provocar la conversión y el perdón de los pecados (Hechos 3, 19).

Los Apóstoles tuvieron la evidencia de la resurrección de Jesús, incluyendo a Tomás, el incrédulo.

Nosotros, en cambio, nos movemos dentro de un ámbito de fe, mayormente heredada de nuestros padres y practicada por inercia, porque la sociedad en la que nos movimos vivía y sentía en cristiano, pero ahora los tiempos han cambiado y no sólo no se respira ese ambiente, sino que existe cierta hostilidad hacia todo lo que “huele” a católico.

Creer en Jesús nos exige razonar nuestra fe, renovarla día a día y pedir ayuda para superar los obstáculos que la ponen a prueba.

Si miramos a nuestro alrededor, nos damos cuenta enseguida de las graves carencias que afectan a nuestra convivencia ciudadana: falta de alegría, motivación, fuerza de voluntad y un ideal que absorba la vida; sobran: la indolencia, el menosprecio y la frivolidad con la que tratamos asuntos muy serios.

Al mismo tiempo, consumimos placeres, perseguimos fantasmas y cambiamos de ídolos con la misma facilidad con la que cambiamos de coche, de traje o de mujer o marido.

Estas realidades, propias de una sociedad decadente, tienen su origen en le desarrollo económico, en la ausencia de Dios y en “la globalización de la indiferencia”, frase acuñada por el papa Francisco en su mensaje cuaresmal para alertar sobre la marginación que padecen millones de seres humanos.

Si perdemos la sensibilidad y dejan de dolernos las desgracias del prójimo es que hemos tocado fondo en nuestra maltrecha moral y necesitamos una fuerte terapia, que regenere el tejido espiritual de nuestra vida.

En otras palabras: hemos de volver el corazón a Dios poniendo nuestros ojos en el Resucitado y dejándonos guiar por la comunidad cristiana, nuestra “pequeña Iglesia doméstica”.

En ésta, asistida por el Espíritu Santo, encontramos la fuerza para salir a la calle, como los Apóstoles, y ser testigos de Cristo en el mundo.

Hay cristianos que piensan que no se puede hacer nada ante la degradación moral de las instituciones, de la vida pública o de la vida familiar, y hallan así un pretexto para quedarse cruzados de brazos mientras el mal prosigue su andadura triunfal, orquestada por lobbys mediáticos que controlan la sociedad a su arbitrio.

Si nos dejamos “llevar” podemos caer fácilmente en un pesimismo estéril.

Y esto es lo que esperan de nosotros quienes manipulan el curso de la historia para enriquecerse o dominar al pueblo.

El silencio es su mejor aliado.

El buen creyente cumple en su persona lo que afirma el Libro de la Sabiduría 2, 12: “Persigamos al justo, que nos molesta, que se opone a nuestra forma de actuar, pues nos echa en cara las faltas contra la Ley”.

Las persecuciones contra la Iglesia, desde sus orígenes hasta nuestros días, vienen por su actitud de no dejarse doblegar por los tiranos o simplemente por no colaborar con los injustos.

Cientos de cristianos son asesinados cada año por el “delito” de ser cristianos o por negarse a renegar de su fe. Otros tienen que soportar marginaciones e insultos.

A pesar de todo, nuestro supremo valedor es Cristo, que hoy nos dice en el evangelio: “ “Paz a vosotros” (Lucas 24, 36)…¿Por qué os alarmáis?” (Lucas 24, 38).

Si nos fiamos de Él, está en nuestras manos revertir la situación, trocar la tristeza en gozo, la apatía en entusiasmo y las tinieblas en luz.

El don de la paz nos hace mantener unidos y caminar con alegría.

Desde esta perspectiva, los problemas, lejos de hundirnos, motivan nuestro afán de superación y contribuyen a fortalecer nuestro espíritu.

He aquí una historia aleccionadora para pensar en positivo y dar gracias, “porque para los que aman a Dios todo lo que sucede, sucede para bien”
(Romanos 8, 28).

Un campesino, que luchaba con muchos problemas, poseía algunos caballos para que le ayudasen en los trabajos de su pequeña hacienda.

Un día, su capataz le trajo la noticia de que uno de los caballos había caído en un viejo y profundo pozo abandonado. Sería extremadamente difícil sacar el caballo de allí.

El campesino fue rápidamente hasta el lugar del accidente y evaluó la situación, asegurándose de que el animal no se había lastimado.

Pero, por la dificultad y el alto precio para sacarlo del fondo del pozo, creyó que no merecía la pena invertir en la operación de rescate.

Tomó entonces la difícil decisión de decirle al capataz que lo sacrificase echando tierra al fondo del pozo.

Y así se hizo.

Comenzaron a enterrar al animal, pero éste sacudía la tierra del fondo que se vertía sobre él, la pisaba e iba poco a poco subiendo hasta conseguir salir cuando el pozo estaba casi tapado”.

No nos desanimemos ante adversidades aparentemente insuperables, porque lo que pensamos que nos arrastra a la muerte suele ser una catapulta de salvación.


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