Nació en Magdalena, Jalisco, el 17 de marzo de 1880. Fue el penúltimo de cinco hijos; recibió el sacramento del bautismo el 22 de marzo siguiente, en la iglesia parroquial, por el presbítero José María Rojas, con el nombre de J. Salvador.
Su temperamento desde niño fue singular. Afrontaba las situaciones adversas con estoicismo que incitaba a su madre a duplicar con él la disciplina. Ciertamente poseía algo del carácter de su padre, callado, ocupado todo el tiempo en sus faenas.
Ya instalada en Guadalajara la familia Huerta Gutiérrez, inscritos los hermanos mayores en el Seminario Conciliar y Ezequiel con sus clases de canto, Salvador, terminada la formación secundaria, manifestó que sus aptitudes no lo inclinaban por las cuestiones académicas. Sus padres pensaron que un tiempo en el campo asentaría su elección, y así fue, pero sólo para confirmar lo que antes había decidido. De nuevo en la ciudad, se aplicó con empeño y destreza poco común a las cosas prácticas.
En efecto, pocos secretos dejó sin resolver en lo que sería su oficio, el manejo del torno mecánico en la modalidad automotriz. Aprovechó al máximo su estancia, como operario, en una compañía de origen alemán; fue también técnico de bombas en las minas de Zacatecas y oficial en los talleres de los Ferrocarriles Nacionales, en Aguascalientes.
De estos tiempos datan sucesos aparentemente accidentales pero que, vistos en conjunto, confirman su predestinación al martirio: una piedra aplastó a una persona que lo reemplazó en el manejo de cierta máquina; al reventarse el cable del elevador de la mina donde trabajaba, murieron todos los ocupantes menos él; se libró de una devastadora epidemia. Sufrió, además, otros accidentes que le provocaron lesiones gravísimas.
Viviendo en Aguascalientes, visita con regularidad a su madre, domiciliada en Atotonilco el Alto, donde el padre José del Refugio presta sus servicios. En ese pueblo, conoce y admira a Adelina Jiménez, huérfana de madre, con quien terminará casándose, tras vencer algunos inconvenientes, como fueron la oposición de la familia de ella por la condición social de Salvador y la diferencia de edades -diez años- entre ambos.
Los veinte años que duró el matrimonio, verificado el 20 de abril de 1907, en la capilla del Calvario de Atotonilco, ante la presencia de sus hermanos sacerdotes, José Refugio y Eduardo, serán una luna de miel continua.
Engendraron, con cariño, los siguientes hijos: Salvador (1908), María (1909), Guadalupe (1911), Gabriel (1913), Dolores (1914), Isabel (1917), Antonio (1919), Francisco (1921), José Luis (1924), Isaac (1924), a cada uno de los cuales se esforzaron por dotarlos con lo necesario para su desarrollo físico y moral.
Los nuevos esposos se radicaron en Aguascalientes, donde nacieron los dos primeros hijos; poco después el amor materno lo atrajo a la capital de Jalisco. Dejó lo que tenía y se estableció, de nuevo, en Guadalajara. Muy pronto, pudo montar un taller de mecánica automotriz, que llegó a ser considerado el mejor de la ciudad. Se ganó, por este motivo, el sobrenombre de “mago de los carros”, pues se las ingeniaba para reproducir cualquier refacción necesaria, o para resolver el más intrincado desperfecto. Solicitan sus servicios por igual particulares y dependencias del gobierno. Por otra parte, no se limitaba a utilizar el servicio de sus operarios, sino que los instruía y adiestraba. Eso le ganó la estima de clientes y trabajadores. Sólo una cosa no toleraba, el lenguaje blasfemo o soez. Alguien ha dicho, por esto, que su taller era escuela y templo.
Sus hijos no se cansan de recordar al padre solícito, que se desvivía por atender a su sensible y delicada esposa y a sus hijos; que amaba a Dios por encima de todo y recibía con verdadera piedad los sacramentos. Con la frecuencia que podía, dedicaba largos espacios de adoración eucarística.
Durante la ocupación de Guadalajara por las facciones villistas y carrancistas, durante los tiroteos, en más de una vez arriesgó la vida con tal de obtener alimentos para sus hijos.
Sufría las adversidades con particular fortaleza: una mujer lo arrolló con su automóvil, sufrió quemaduras y heridas graves, todo sin quejarse, ofreciendo sus padecimientos por los de su esposa: “Adelina, yo le pido a Dios que me dé todos los sufrimientos, pero que a ti te devuelva la salud”, comentó alguna vez a su esposa.
Dedicaba el domingo a la convivencia familiar, organizando almuerzos en el campo y paseos. Gustaba de la ópera y del cine. Con su esposa, era atento y delicado; con sus hijos, cariñoso y enérgico.
Todos los días asistía a Misa y comulgaba en la capilla del Calvario, donde más tarde fue levantado el monumental templo Expiatorio. Para aumento de su devoción eucarística, el 8 de agosto de 1921 fue aceptado como socio activo de la Adoración Nocturna del Santísimo Sacramento. Por las tardes, se reunía con su familia para rezar el rosario, y en las fiestas litúrgicas se empeñaba en hacerlos participar en las prácticas recomendadas por la Iglesia. Tras la muerte de su madre, en 1926, que mucho lo entristeció, recogió en su hogar a su anciano padre.
Como muchos católicos, le indignaba la persecución sistemática ejercida por el poder civil en contra de la Iglesia. Como muchos padres, también, ve partir a su hijo mayor, Salvador y a sus sobrinos Manuel y José de Jesús, al frente de combate. No le parece que las armas puedan traducir la verdad del Evangelio, pero, considerándolo un mal menor y un caso de legítima defensa, tolera el medio elegido. La víspera de su martirio lo asalta una corazonada: “Presiento que algo va a pasar”.
El 1º de abril de 1927, trágicos nubarrones ensombrecen las expectativas de los Huerta Jiménez y de muchísimos hogares más. Han matado a Anacleto González Flores, a Luis Padilla, y a los hermanos Jorge y Ramón Vargas. Ese día, por la tarde, recibe a su hermano Ezequiel. Al notarlo preocupado por la inseguridad que impera y que a todos afecta, le increpa: “No te apures, si nos quieren matar, pues que nos maten”. Un poco en broma especula sobre la posibilidad de morir por ser católico. Momentos después, los dos hermanos visitan las capillas ardientes de los mártires.
Entre tanto, se planea una estrategia para salvar la vida de Manuel, hijo de su hermano Ezequiel, que partirá en el coche de Salvador, muy de mañana, rumbo a la estación La Quemada, para que pueda abordar el tren Sud Pacífico, que lo llevará a la frontera con Estados Unidos. Lo acompañará la esposa de Salvador para evitar las sospechas de los retenes.
Las cosas se realizaron conforme a lo planeado. Por la madrugada marchó el contingente y Salvador dispuso de su tiempo como solía hacerlo todos los días. Ya en su taller, como a las nueve de la mañana algunos agentes de la Inspección General de Policía, como tenían por costumbre hacerlo, lo buscaron para “solicitarle un servicio”, sólo que esta vez sus verdaderas intenciones eran otras. Salvador les había creído porque ya otras veces habían solicitado sus servicios mecánicos. Cuando llegó al cuartel militar, allí lo detuvieron sin explicaciones y ya no vería más a ninguno de su familia. Mientras tanto, la policía había invadido su casa sin ningún mandato judicial y la había cateado.
Una vez encerrado en un lúgubre calabozo del cuartel de la policía, Salvador se encontró con la inmensa sorpresa de ver que allí se encontraba preso su hermano Ezequiel. Fue una sorpresa pero también un motivo de inmenso bienestar. Dios que había saldado una fuerte amistad entre ellos en vida, la fortalecerá en momentos supremos del testimonio con su sangre. Juntos habían crecido, juntos habían sudado para abrirse camino en la vida, juntos habían luchado por su fe católica y ahora juntos iban a sellar su testimonio con su sangre. En las breves horas que les quedaron de vida los dos hermanos iban a ser sostenedores mutuos de aquel testimonio.
Al igual que Ezequiel, Salvador fue torturado. El general Jesús M. Ferreira quería saber del paradero de sus hermanos sacerdotes y del Sr. Obispo Orozco y Jiménez. También a él lo dejaron medio muerto por los golpes y torturas. De ello dio testimonio el joven seminarista Bernal que había sido apresado junto con Ezequiel. (El seminarista fue liberado después).
Los fusilaron en el panteón de Mezquitán el 3 de abril de 1927, como a la una de la mañana, para no despertar sospechas y evitar manifestaciones del pueblo. En el muro derecho del panteón y recargados sobre la misma barda, ahí los colocaron. Primero mataron a Ezequiel, Salvador, se quitó el sombrero y dijo: “Me descubro ante ti, hermano, porque ya eres un mártir”. Después se colocó de espaldas al muro y viendo que el velador del panteón traía una vela encendida se la pidió, se rasgó la camisa y dirigiéndose a los soldados les dijo: “Les pongo esta vela en mi corazón para que no fallen ante este corazón que tanto ha amado a Cristo, su Rey, su Dios”. Una descarga de fusiles se oyó y Salvador cayó muerto. Después el capitán del pelotón se acercó a darle el tiro de gracia.
Su temperamento desde niño fue singular. Afrontaba las situaciones adversas con estoicismo que incitaba a su madre a duplicar con él la disciplina. Ciertamente poseía algo del carácter de su padre, callado, ocupado todo el tiempo en sus faenas.
Ya instalada en Guadalajara la familia Huerta Gutiérrez, inscritos los hermanos mayores en el Seminario Conciliar y Ezequiel con sus clases de canto, Salvador, terminada la formación secundaria, manifestó que sus aptitudes no lo inclinaban por las cuestiones académicas. Sus padres pensaron que un tiempo en el campo asentaría su elección, y así fue, pero sólo para confirmar lo que antes había decidido. De nuevo en la ciudad, se aplicó con empeño y destreza poco común a las cosas prácticas.
En efecto, pocos secretos dejó sin resolver en lo que sería su oficio, el manejo del torno mecánico en la modalidad automotriz. Aprovechó al máximo su estancia, como operario, en una compañía de origen alemán; fue también técnico de bombas en las minas de Zacatecas y oficial en los talleres de los Ferrocarriles Nacionales, en Aguascalientes.
De estos tiempos datan sucesos aparentemente accidentales pero que, vistos en conjunto, confirman su predestinación al martirio: una piedra aplastó a una persona que lo reemplazó en el manejo de cierta máquina; al reventarse el cable del elevador de la mina donde trabajaba, murieron todos los ocupantes menos él; se libró de una devastadora epidemia. Sufrió, además, otros accidentes que le provocaron lesiones gravísimas.
Viviendo en Aguascalientes, visita con regularidad a su madre, domiciliada en Atotonilco el Alto, donde el padre José del Refugio presta sus servicios. En ese pueblo, conoce y admira a Adelina Jiménez, huérfana de madre, con quien terminará casándose, tras vencer algunos inconvenientes, como fueron la oposición de la familia de ella por la condición social de Salvador y la diferencia de edades -diez años- entre ambos.
Los veinte años que duró el matrimonio, verificado el 20 de abril de 1907, en la capilla del Calvario de Atotonilco, ante la presencia de sus hermanos sacerdotes, José Refugio y Eduardo, serán una luna de miel continua.
Engendraron, con cariño, los siguientes hijos: Salvador (1908), María (1909), Guadalupe (1911), Gabriel (1913), Dolores (1914), Isabel (1917), Antonio (1919), Francisco (1921), José Luis (1924), Isaac (1924), a cada uno de los cuales se esforzaron por dotarlos con lo necesario para su desarrollo físico y moral.
Los nuevos esposos se radicaron en Aguascalientes, donde nacieron los dos primeros hijos; poco después el amor materno lo atrajo a la capital de Jalisco. Dejó lo que tenía y se estableció, de nuevo, en Guadalajara. Muy pronto, pudo montar un taller de mecánica automotriz, que llegó a ser considerado el mejor de la ciudad. Se ganó, por este motivo, el sobrenombre de “mago de los carros”, pues se las ingeniaba para reproducir cualquier refacción necesaria, o para resolver el más intrincado desperfecto. Solicitan sus servicios por igual particulares y dependencias del gobierno. Por otra parte, no se limitaba a utilizar el servicio de sus operarios, sino que los instruía y adiestraba. Eso le ganó la estima de clientes y trabajadores. Sólo una cosa no toleraba, el lenguaje blasfemo o soez. Alguien ha dicho, por esto, que su taller era escuela y templo.
Sus hijos no se cansan de recordar al padre solícito, que se desvivía por atender a su sensible y delicada esposa y a sus hijos; que amaba a Dios por encima de todo y recibía con verdadera piedad los sacramentos. Con la frecuencia que podía, dedicaba largos espacios de adoración eucarística.
Durante la ocupación de Guadalajara por las facciones villistas y carrancistas, durante los tiroteos, en más de una vez arriesgó la vida con tal de obtener alimentos para sus hijos.
Sufría las adversidades con particular fortaleza: una mujer lo arrolló con su automóvil, sufrió quemaduras y heridas graves, todo sin quejarse, ofreciendo sus padecimientos por los de su esposa: “Adelina, yo le pido a Dios que me dé todos los sufrimientos, pero que a ti te devuelva la salud”, comentó alguna vez a su esposa.
Dedicaba el domingo a la convivencia familiar, organizando almuerzos en el campo y paseos. Gustaba de la ópera y del cine. Con su esposa, era atento y delicado; con sus hijos, cariñoso y enérgico.
Todos los días asistía a Misa y comulgaba en la capilla del Calvario, donde más tarde fue levantado el monumental templo Expiatorio. Para aumento de su devoción eucarística, el 8 de agosto de 1921 fue aceptado como socio activo de la Adoración Nocturna del Santísimo Sacramento. Por las tardes, se reunía con su familia para rezar el rosario, y en las fiestas litúrgicas se empeñaba en hacerlos participar en las prácticas recomendadas por la Iglesia. Tras la muerte de su madre, en 1926, que mucho lo entristeció, recogió en su hogar a su anciano padre.
Como muchos católicos, le indignaba la persecución sistemática ejercida por el poder civil en contra de la Iglesia. Como muchos padres, también, ve partir a su hijo mayor, Salvador y a sus sobrinos Manuel y José de Jesús, al frente de combate. No le parece que las armas puedan traducir la verdad del Evangelio, pero, considerándolo un mal menor y un caso de legítima defensa, tolera el medio elegido. La víspera de su martirio lo asalta una corazonada: “Presiento que algo va a pasar”.
El 1º de abril de 1927, trágicos nubarrones ensombrecen las expectativas de los Huerta Jiménez y de muchísimos hogares más. Han matado a Anacleto González Flores, a Luis Padilla, y a los hermanos Jorge y Ramón Vargas. Ese día, por la tarde, recibe a su hermano Ezequiel. Al notarlo preocupado por la inseguridad que impera y que a todos afecta, le increpa: “No te apures, si nos quieren matar, pues que nos maten”. Un poco en broma especula sobre la posibilidad de morir por ser católico. Momentos después, los dos hermanos visitan las capillas ardientes de los mártires.
Entre tanto, se planea una estrategia para salvar la vida de Manuel, hijo de su hermano Ezequiel, que partirá en el coche de Salvador, muy de mañana, rumbo a la estación La Quemada, para que pueda abordar el tren Sud Pacífico, que lo llevará a la frontera con Estados Unidos. Lo acompañará la esposa de Salvador para evitar las sospechas de los retenes.
Las cosas se realizaron conforme a lo planeado. Por la madrugada marchó el contingente y Salvador dispuso de su tiempo como solía hacerlo todos los días. Ya en su taller, como a las nueve de la mañana algunos agentes de la Inspección General de Policía, como tenían por costumbre hacerlo, lo buscaron para “solicitarle un servicio”, sólo que esta vez sus verdaderas intenciones eran otras. Salvador les había creído porque ya otras veces habían solicitado sus servicios mecánicos. Cuando llegó al cuartel militar, allí lo detuvieron sin explicaciones y ya no vería más a ninguno de su familia. Mientras tanto, la policía había invadido su casa sin ningún mandato judicial y la había cateado.
Una vez encerrado en un lúgubre calabozo del cuartel de la policía, Salvador se encontró con la inmensa sorpresa de ver que allí se encontraba preso su hermano Ezequiel. Fue una sorpresa pero también un motivo de inmenso bienestar. Dios que había saldado una fuerte amistad entre ellos en vida, la fortalecerá en momentos supremos del testimonio con su sangre. Juntos habían crecido, juntos habían sudado para abrirse camino en la vida, juntos habían luchado por su fe católica y ahora juntos iban a sellar su testimonio con su sangre. En las breves horas que les quedaron de vida los dos hermanos iban a ser sostenedores mutuos de aquel testimonio.
Al igual que Ezequiel, Salvador fue torturado. El general Jesús M. Ferreira quería saber del paradero de sus hermanos sacerdotes y del Sr. Obispo Orozco y Jiménez. También a él lo dejaron medio muerto por los golpes y torturas. De ello dio testimonio el joven seminarista Bernal que había sido apresado junto con Ezequiel. (El seminarista fue liberado después).
Los fusilaron en el panteón de Mezquitán el 3 de abril de 1927, como a la una de la mañana, para no despertar sospechas y evitar manifestaciones del pueblo. En el muro derecho del panteón y recargados sobre la misma barda, ahí los colocaron. Primero mataron a Ezequiel, Salvador, se quitó el sombrero y dijo: “Me descubro ante ti, hermano, porque ya eres un mártir”. Después se colocó de espaldas al muro y viendo que el velador del panteón traía una vela encendida se la pidió, se rasgó la camisa y dirigiéndose a los soldados les dijo: “Les pongo esta vela en mi corazón para que no fallen ante este corazón que tanto ha amado a Cristo, su Rey, su Dios”. Una descarga de fusiles se oyó y Salvador cayó muerto. Después el capitán del pelotón se acercó a darle el tiro de gracia.
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