Lecturas


En aquellos días, Pablo y sus compañeros se hicieron a la vela en Pafos y llegaron a Perge de Panfilia. Juan los dejó y se volvió a Jerusalén. Desde Perge siguieron hasta Antioquía de Pisidia; el sábado entraron en la sinagoga y tomaron asiento. Acabada la lectura de la Ley y los profetas, los jefes de la sinagoga les mandaron a decir:
- «Hermanos, si queréis exhortar al pueblo, hablad.»
Pablo se puso en pie y, haciendo seña de que se callaran, dijo:
- «Israelitas y los que teméis a Dios, escuchad: El Dios de este pueblo, Israel, eligió a nuestros padres y multiplicó al pueblo cuando vivían como forasteros en Egipto. Los sacó de allí con brazo poderoso; unos cuarenta años los alimentó en el desierto, aniquiló siete naciones en el país de Canaán y les dio en posesión su territorio, unos cuatrocientos cincuenta años. Luego les dio jueces hasta el profeta Samuel. Pidieron un rey, y Dios le dio a Saúl, hijo de Quis, de la tribu de Benjamín, que reinó cuarenta años. Lo depuso y nombró rey a David, de quien hizo esta alabanza: “Encontré a David, hijo de Jesé, hombre conforme a mi corazón, que cumplirá todos mis preceptos.” Según lo prometido, Dios sacó de su descendencia un salvador para Israel: Jesús. Antes de que llegara, Juan predicó a todo Israel un bautismo de conversión; y, cuando estaba para acabar su vida, decía:
“Yo no soy quien pensáis; viene uno detrás de mí a quien no merezco desatarle las sandalias.” »

Cuando Jesús acabó de lavar los pies a sus discípulos, les dijo:
- «Os aseguro, el criado no es más que su amo, ni el enviado es más que el que lo envía. Puesto que sabéis esto, dichosos vosotros si lo ponéis en práctica. No lo digo por todos vosotros; yo sé bien a quiénes he elegido, pero tiene que cumplirse la Escritura: “El que compartía mi pan me ha traicionado.” Os lo digo ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda creáis que yo soy.
Os lo aseguro: El que recibe a mi enviado me recibe a mí; y el que a mí me recibe recibe al que me ha enviado.»

Palabra del Señor.

SAN PIO V – PAPA

Era en los primeros días del año 1566. Cincuenta y dos cardenales reunidos en conclave deliberaban acerca del sucesor que iban a dar a Pío IV. El cardenal Borromeo, San Carlos Borromeo, parecía el amo de la situación. Sobrino del Papa difunto, tenía la confianza y la adhesión de muchos de los electores, y su apoyo era buscado por los ambiciosos. Creyóse al principio que iba a desentenderse de todo, pero no tardó en darse cuenta de que su inhibición podría ser perjudicial para la Iglesia. «En llegando aquí—escribía el cardenal Pacheco a Felipe II—, hablé a Borromeo y le rogué que no se abandonase, sino que estuviese como hombre para hacer un Papa muy en servicio de Dios y útil de la su Iglesia, porque en esto me parecía que merecía más que en ayunar y en azotarse toda la vida.» Borromeo puso su mejor buena voluntad; hizo toda suerte de combinaciones; gestionó con los ilustres purpurados, pero siempre le faltaba algún voto para llegar a imponer a sus favorecidos. El 3 de enero, el embajador Requeséns escribía al rey católico: «Lo que de esto hay que decir es que las pláticas andan de manera que si no es por milagro, se ha de alargar este negocio demasiado, porque jamás creo que ha llegado la ambición y rotura de conciencia a lo que ahora vemos.» El milagro se hizo. Cuatro días más tarde, Requeséns decía en su despacho: «Estando para escribir a vuestra majestad una larga historia de las maldades que aquí andaban sobre esta elección, se han deshecho todas en un punto y salido Papa el cardenal Alejandrino, cosa que no se pensó, aunque, a mi juicio, lo merecía mejor que ninguno del colegio.» Fue cosa de Dios, añadía el embajador de España. Y así parecía, efectivamente. Entre los nombres que había barajado Borromeo, éste no había aparecido una sola vez; pero aquella noche del 7 de enero, durante la cena, cuando el alma se refleja con más espontaneidad por entre la transparencia de los vinos, cuando los eminentísimos estaban ya en los postres, alguien dejó caer el nombre del cardenal Miguel Ghislieri. Muchos lo recibieron como un hallazgo, y gran número de comensales clavaron sus ojos en el cardenal Borromeo. Entre tanto, empezaban a surgir las dificultades: «Es demasiado rígido», decían unos. «No tiene experiencia de los negocios», añadian otros. Y los partidarios del Pontífice anterior decían a San Carlos: «No nos conviene; ya sabes que durante el reinado anterior ha estado en desgracia; podría vengarse ahora en todos nosotros.» Estas consideraciones no hicieron mella en el arzobispo de Milán; lo único que le importaba era la virtud del candidato; extrañóse de no haber pensado antes en Ghislieri, y se declaró en su favor. Ghislieri, hombre sobrio, de salud precaria y enemigo de banquetes, debía estar entonces en su habitación. Cuando le anunciaron el acuerdo, reflexionó unos instantes, y aceptó, pronunciando estas palabras: «Mi contento su.» Algo antes de medianoche los príncipes de la Iglesia se congregaban en torno al elegido, haciendo la reverencia de rúbrica; él tomaba el nombre de Pío V, para indicar que no guardaba ningún resentimiento contra el Pontífice anterior.

Todos los despachos que por aquellos días salieron de Roma coincidían, en sustancia, con el del cardenal Pacheco cuando decía a Felipe II: «Estamos los hombres del mundo más contentos de ver en esta silla una persona tan ejemplar como los tiempos modernos lo requieren.» Esto es lo que reconocían todos: la virtud acrisolada del electo. Ella había sido la primera causa de su brillante carrera. Hijo de un humilde labrador de Bosco, un pueblecito del Milanesado, había entrado, niño todavía, en la Orden de Santo Domingo. Pronto se dio a conocer como religioso austero y como severo moralista. Nombrado inquisidor, puso al servicio de la fe toda la energía de su voluntad inflexible y enamorada de la ortodoxia. Vigilaba las mercancías que llegaban por la vía de los Alpes, decomisaba los libros heréticos, vigilaba a los predicadores famosos, procesaba a los obispos y encarcelaba a los magnates. En más de una ocasión estuvo a punto de morir como San Pedro de Verona, pero ninguna amenaza podía acobardarle. El episcopado de Sutri fue la recompensa de tanto celo. En 1556 era obispo; en 1557, cardenal. Como había nacido cerca de Alessandría, se le llamaba el cardenal Alessandrino. Era un cardenal austero, parco de palabras, y más amante de su blanca túnica dominicana que de los reflejos de la púrpura. Vivía modestamente; un fraile de su convento le hacía compañía, barría él mismo su habitación, y, aunque zurdo, tenía suma habilidad para hacer con ramos de palmera las escobas que usaba. En los consistorios era temible por la independencia de su carácter. Pío IV le alejó de su lado, le despojó de algunas de sus facultades de gran inquisidor y a punto estuvo de encerrarle en el castillo de Santángelo. Fue en el curso de un banquete. El Pontífice propuso a los purpurados el nombramiento de dos adolescentes para completar el colegio cardenalicio. Todos asintieron a la proposición: sólo Ghislieri tuvo valor para decir que aquél no era el lugar para tratar un asunto tan grave, y que si se había de reformar la Iglesia, no era, ciertamente, dando las dignidades a personas irresponsables.

Tal era el historial del nuevo Papa. No es extraño que algunos cardenales se alarmaran en el primer momento de la elección. Si al fin se decidieron por él, es porque creían que había de vivir poco tiempo. No era viejo, pero su salud estaba muy agotada. Vióse, sin embargo, que acometió los negocios con una decisión entusiasta, que más procedía de su voluntad que de sus fuerzas físicas. «Lo que puedo decir de la salud del Papa—escribía Requeséns unos meses después de la elección—es que, aunque al principio de su pontificado pensé que fuera muy breve, por haberle visto los años pasados muy malo, después acá está tan bueno, que hoy pienso lo contrario. Después que es Papa no ha dejado capilla, ni consistorio, ni signatura, ni congregación de Inquisición, ni ninguna otra, y las procesiones que estos días han andado aquí las ha andado Su Santidad, siendo el trecho dellas de dos millas.»

El pueblo romano tampoco estaba dispuesto a mirar con simpatía a un hombre enemigo de fiestas, de gesto grave, enjuto de carnes, de rostro largo, pálido y flaco, de ojos azules, pequeños y hundidos, de nariz corva y de calva venerable. Aunque bien proporcionado, no tenía una figura magnífica. Tampoco tenía aire de ser espléndido y generoso con las multitudes. Ante los comentarios que se hacían sobre su elección, Pío V tuvo estas nobles palabras: «No me importa que no se alegren al principio de mi pontificado: lo que quiero es que lo sientan cuando me muera.» No fue, ciertamente, un soberano popular, pero nadie como él se preocupó por el bien del pueblo; nadie hizo tantas distribuciones de dinero; nadie puso tanto empeño en sacar a los miserables de las manos de los usureros. Su programa de gobierno se lo exponía él mismo a Felipe II el día siguiente de su elección: destruir las herejías, terminar con los movimientos cismáticos, establecer la concordia y la unidad en el pueblo cristiano, reducir a los rebeldes y purificar las costumbres. «El ver—añadía—que pesa sobre mí la carga de las almas de todo el mundo, me tiene en un espanto continuo, pues es terrible tener que dar cuenta de todos los que por incuria o negligencia mía lleguen a perderse.»

Hay una palabra que resume toda la vida de Pío V, es la palabra reforma. Empezó por reformar la corte pontificia, despojándola de todo aire mundano y haciendo de ella casi un convento. Todos los que le rodeaban debían reunirse a ciertas horas para oír la lectura espiritual, para asistir a la meditación diaria y para otras prácticas piadosas. Por primera vez, hacía más de dos siglos, el nepotismo había desaparecido del Vaticano. La vida del Papa tenía maravillados a los embajadores. «Es exemplarísima— escribía el de España—. Levántase dos horas antes de amanecer, y después de haber estado parte de ellas en oración y dicho su oficio, dice misa en amanesciendo con gran devoción, y todo el resto del día y hasta cuatro horas de noche gasta en dar audiencias y hacer consistorios, congregaciones o signaturas, sin tomar un credo para su recreación; y con ser viejo y mal sano, ayuna con grandísimo rigor, sin comer carne ni huevos ni leche ni otro regalo ninguno, sino sólo un poco de pescado y hierbas; y trae la camisa de lana como la traía cuando era fraile, y no se puede creer el deseo que tiene de acertar.»

Un régimen semejante hubiera querido el Pontífice establecer en Roma; pero eso era más difícil. Estaban las casas de juego, los lugares de prostitución, las bancas de los hebreos. Los judíos eran indispensables por el comercio, los tahures tenían una organización temible, y en cuanto a las mujeres de mala vida, Pío V recordaba aquella frase de San Agustín: «Suprime las meretrices y llenarás de confusión la república.» No obstante, ninguna dificultad era capaz de apartarle lo que él comprendía que era su deber. Persiguió implacablemente a los jugadores, cerró tabernas y casas sospechosas, desterró a los astrólogos y hechiceros, y purgó la campiña romana de malhechores, ahorcando a un gran número de ellos. En cuanto a los judíos y las cortesanas, mandó recluirlos en barrios especiales, con prohibición de aparecer en público a ciertas horas, y haciéndoles llevar siempre un distintivo de su profesión o de su raza; de cuando en cuando se presentaban entre ellos algunos frailes, les proponían las verdades de la fe y les exhortaban a cambiar de vida. El aspecto de Roma se había transformado hasta tal punto en poco tiempo, que un viajero alemán podía escribir: «Debo declarar que desde mi llegada a Roma estoy maravillado de la devoción, de la fe, del entusiasmo religioso que en ella reinan. No tengo expresiones con que pintar lo que he visto y oído acerca de los ejercicios de piedad y penitencia a que se entregan sus habitantes. Ninguna de estas cosas tienen por qué extrañarnos en los días de un Pontífice como éste. Sus ayunos, su humildad, su inocencia, su santidad, su celo por la fe, brillan con tan vivo resplandor, que se creería ver en él a un León o a un Gregorio Magno.»

En el gobierno de la cristiandad, la gran preocupación de Pío V fue la implantación del Concilio de Trento. Las ideas madres que informan su correspondencia son la reforma del clero, la organización de los seminarios, la residencia de los obispos, la observancia de los religiosos y la enseñanza de la doctrina cristiana en las parroquias. A su nombre van unidas la reforma del Breviario y del Misal, y la promulgación del catecismo del Concilio de Trento, destinado, sobre todo, a los sacerdotes. En sus relaciones diplomáticas, puede decirse que su único principio era la defensa de la fe y de la justicia. No fue un gran político por el estilo de Inocencio III. «No tiene experiencia ninguna de negocios—escribía el embajador de España—, sino de los de la Inquisición, que son sólo los que hasta aquí ha tratado. Es muy irresoluto y recatadísimo, que no osa fiarse de nadie, ni sabe a quién creer, porque conosce que le han engañado algunos cardenales, y sabe que están llenos de interés y de pasión.» Coincide este juicio con otro informe enviado a Felipe II. Son de sentir los yerros del Pontífice por el mal que causan, pero nadie puede ofenderse por ellos, pues la intención siempre es buena. «Ha de presuponer su majestad—decía el informante—que hicieron Papa a un hombre santo y de gran vida y ejemplo, pero sin ninguna experiencia de negocios, si no son los de fraile; y que no tiene secretario ni ministro que sepa hacer una instrucción.»

En rigor, San Pío V era un hombre de principios, un esclavo del deber. El argumento de interés, la razón de Estado, no existían para él. Lo único que nunca perdía de vista era el engrandecimiento de la religión y la autoridad de la Santa Sede. «Esto es lo único en que le veo muy resoluto.» Daba gran importancia a detalles de etiqueta, miraba mucho que un embajador llevase la falda en una ceremonia, y el menor desacato le llenaba de inquietud. Sus enojos eran bien conocidos por los embajadores, aunque no hacían mucho caso de ellos, pues estaban seguros de que pasaban como nublados de verano. «En verdad—escribía Zúñiga al rey católico—que me ha hecho tanta lástima esta flema como la cólera primera, porque se ve el poco fundamento con que Su Santidad corre estas lanzas; que a no tener vuestra majestad un fin tan puesto en Dios, le daba ocasión para romper con todo, aunque la cristiandad se arruinase.» Hombre sincero, de una lealtad intachable, lo mismo en su trato particular que en su vida pública, Pío V tenía que sentirse molesto en el mundo de las eternas trapacerías diplomáticas. Esto le había vuelto desconfiado, taciturno y propenso a estallar en cóleras terribles. Su oficio de inquisidor había aumentado la rigidez e inflexibilidad de su carácter. Toda condescendencia con los herejes y los cismáticos le parecía una debilidad. Manejaba tal vez con excesiva facilidad el rayo del anatema. Le lanzó contra Isabel de Inglaterra, contra los ministros de Felipe II en Napóles y en Milán y contra los partidarios de la herejía semijansenista de Baio. Amenazó con él al emperador de Alemania porque le veía dispuesto a establecer en su Imperio las medidas tolerantes de la confesión de Augsburgo. Tal vez el único ideal político que le guía en sus relaciones con las cortes europeas es realizar la unidad de los príncipes cristianos para lanzarlos contra los protestantes, los cismáticos y los infieles. Alentaba las campañas del duque de Alba en Flandes, proponía un desembarco de la armada española en Inglaterra y enviaba sus legados a París, a Viena, a Madrid; para concertar una alianza contra el turco. Tenía tan bien montado su servicio de espionaje en los centros más importantes de la cristiandad, por medio de viajeros, comerciantes y cambistas, que el mismo embajador español se manifestaba asombrado. Su gran obra de política europea fue la unión de Venecia y España para detener el avance de los turcos, que estaban a punto de apoderarse de Italia. La Santa Liga fue obra personal de Pío V, de su imparcialidad, de su desinterés y de su constancia admirable en suavizar roces y deshacer susceptibilidades. Dios quiso premiar su celo con el día glorioso de Lepanto.

Este fue el momento culminante de aquel gran pontificado. Seis años de labor fecunda e incesante, proseguida con indomable energía. Pero el cuerpo no correspondía a la fortaleza del espíritu. Aquella enfermedad que Pío V había sufrido siendo cardenal, volvía ahora con nueva virulencia.

Y él, sin tomar precaución ninguna. A fines de abril de 1572 escribía Zúñiga: «De condición está terrible; no quiere hacer cosa de cuantas le dicen que conviene para su salud. La virtud se le ha ido enflaqueciendo, y por el escocimiento de la orina y dolor de ríñones, algunos de los médicos piensan que tiene piedra.» El día primero de mayo añadía: «Dios ha querido dar a Su Santidad el purgatorio de esta vida porque ha tenido trabajosísima muerte, la cual ha sido hoy, a las veintidós horas. Ha sido gran pérdida la de su persona, así para lo que toca a toda la cristiandad, como para los intereses particulares de nuestra España.» Por una relación de aquellos días sabemos más detalles: «Muerto Su Santidad se le hallaron en la vejiga tres picaras de seis onzas. Todo lo demás de su cuerpo estaba entero y sanísimo, y pudiera vivir mucho tiempo, si el médico atinara, o él admitiera remedio, que por su honestidad apenas se dejaba tocar. Decía muchas veces a Dios: «Tú, que aumentas el dolor, aumenta la paciencia.» Hoy ha habido gran concurso a verle con devoción increíble, tocándole con rosarios y otras cosas, y besándole el pie, y algunas mujeres la cara, rompiendo la reja donde estaba.»

Lecturas


Queridos hermanos:
Os anunciamos el mensaje que hemos oído a Jesucristo: Dios es luz sin tiniebla alguna. Si decimos que estamos unidos a él, mientras vivimos en las tinieblas, mentimos con palabras y obras. Pero, si vivimos en la luz, lo mismo que él está en la luz, entonces estamos unidos unos con otros, y la sangre de su Hijo Jesús nos limpia los pecados.
Sí decimos que no hemos pecado, nos engañamos y no somos sinceros. Pero, si confesamos nuestros pecados, él, que es fiel y justo, nos perdonará los pecados y nos limpiará de toda injusticia. Si decimos que no hemos pecado, lo hacemos mentiroso y no poseemos su palabra.
Hijos míos, os escribo esto para que no pequéis. Pero, si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el
Padre: a Jesucristo, el Justo. Él es víctima de propiciación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero.

En aquel tiempo, exclamó Jesús:
-«Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, así te ha parecido mejor. Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar.
Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Cargad con mí yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera.»

Palabra del Señor.

SANTA CATALINA DE SIENA

Catalina fue el último de los vástagos del tintorero Giacomo Benincasa y de su mujer Lapa di Puccio. Antes de ella habían venido veintidós. La casa de los Benincasa se alzaba, se alza todavía, en la ladera de la colina sobre la cual se asienta la ciudad de Siena: una casa espaciosa, que respira bienestar, honradez y trabajo; la casa de un industrial cuyos negocios van viento en popa; abajo, la tintorería; en medio, las habitaciones; arriba, la terraza con su jardín, y una gran cocina donde se come, se hila, se cose y se charla en las veladas invernales, bajo la dirección de Giacomo, que habla poco, y de Lapa, mujer sin malicia, pero ducha en los negocios, que dispone y decide con aire autoritario; una indómita energía y una dulzura inalterable, los dos rasgos característicos de la hija. De abajo subía un olor a tintes, pero la atmósfera moral en que creció Catalina era pura y a la vez alegre. Alegre también era la niña; alegre, viva, y tan graciosa, que la llamaban Eufrosina, el nombre de una de las Gracias. Pero un día, atravesando la calle con un hermano suyo, vio un trono de oro, y en él, rodeado de sus ángeles, al Redentor del mundo, que la miraba, la sonreía y trazaba sobre ella una cruz, como hace el obispo cuando da su bendición. Tenía entonces seis años; pero a partir de esa hora dejó de ser niña.

Había visto al Señor, y la voz que en otro tiempo sacaba de entre sus redes a los discípulos, sonaba ahora en su alma, dulce y penetrante como un lejano tañido de campanas. Creyéndose con vocación eremítica, descubrió en su casa un escondrijo sombrío y allí se refugiaba y jugaba a la ermitaña, rezando y ayunando, mientras los demás comían, y flagelándose con una disciplina que ella misma había fabricado. Al poco tiempo esto le pareció un simulacro, y una mañana, habiéndose provisto de un pan, abandonó la casa, resuelta a irse por el ancho mundo. Allá abajo, el valle se abría entre peñascos, y en los peñascos abrían su boca las cavernas. En una de ellas entró la niña, y empezó a rezar con tal fervor, que todo desapareció en torno suyo y le parecía flotar en un mundo de luz resplandeciente, hasta que su cabeza tocó en la bóveda de la roca, y del golpe se despertó. Entonces tuvo miedo. Pensó volver a casa, pero ya era tarde; el sol descendía, las campanas tocaban a Vísperas, las puertas de la ciudad se cerrarían de un momento a otro. Mientras pensaba en su situación, vio pasar una nube ante sus ojos, sintió que flotaba de nuevo, y, sin saber cómo, se encontró más allá de las murallas. Así fracasaron sus proyectos anacoréticos. Pero había comprendido que su vida debía consagrarse a Jesús; arrodillada delante de la Madona, decía: « ¡Oh Virgen María!, concédeme la gracia de tener por Esposo al que amo con toda mi alma, tu Hijo santísimo y mi Señor Jesucristo. Le prometo no aceptar a otro jamás.»

A los siete años, Catalina era la noviecita de Jesús, y como tal se esforzará en cumplir la voluntad de su Esposo. Ahora bien, pensaba en su interior, la voluntad de Jesús es que domemos nuestra naturaleza. Desde entonces, apreciando las penitencias comenzadas en la bodega y los graneros, la niña se condenó a no comer más que pan y legumbres. Colocaba la carne en el plato de sus hermanos, o bien la tiraba por debajo de la mesa a los gatos. A los doce años empezó la lucha irremediable. Lapa estaba inquieta por su hija. Observaba que no se asomaba a la ventana para ver pasar a los muchachos, que mientras barría el portal no cantaba canciones de amor. Sin embargo, ella tenía sus planes. «Lávate algo más a menudo—decía a Catalina—; péinate con más cuidado; trata de agradar a los hombres.» La niña se mostraba rebelde a estos consejos. Sólo una temporada llegó a vacilar, seducida por la hermana a quien más quería. Hasta consintió en ir al baile con un hermoso atavío, pintada la cara y los cabellos teñidos de rubio, como lo exigía la moda. Al poco tiempo aquella hermana se le murió, y Catalina volvió a su vida de reclusión y de penitencia, orando mucho, comiendo poco y durmiendo lo menos posible. Como señal de su decisión, cogió las tijeras y su cabellera de oro rodó por el suelo. Lapa, sin embargo, no cedía; sus hijos la ayudan en la lucha, hasta que el tintorero se puso serio, y un día, después de comer, dijo con toda gravedad: «Que nadie se atreva en adelante a atormentar a mi hija amadísima; dejémosla que sirva a su Esposo libremente, a fin de que interceda por nosotros.»

De aquello ya no se volvió a hablar; pero Lapa, la simplicísima Lapa, como dicen las antiguas crónicas, no comprendía la locura que le había dado a su hija. ¿Por qué dormir, por ejemplo, sobre una dura tabla, mejor que en una cama bien mullida? Y la madre se esforzaba inútilmente por poner a su hija en razón. «Hija mía, ¿es que te quieres matar? ¿Quién me roba mi hija?», gritaba una vez, habiéndola encontrado flagelándose. Catalina vivía ahora en una estrecha habitación, cuyos únicos muebles eran un banco y un cofre. El banco, durante el día, le servía de mesa, y durante la noche, de cama. En él se tendía vestida, con un leño por almohada. En la pared colgaba un crucifijo, alumbrado de día y noche por una lámpara. Allí rezaba la virgen, allí velaba, hacía penitencia y recibía visitas misteriosas, que inundaban de luz la habitación. Sus éxtasis empezaron a ser frecuentes, dejándola sumergida en un estado de insensibilidad y de rigidez tetánica, hasta el punto de que se le podía pinchar con alfileres sin que lo notase. Aquel era también el campo de sus combates. Terrible fue, sobre todo, el que tuvo que resistir un día de carnaval. Primero oyó un zumbido, como cuando por la noche se entra en la cocina y se espantan todas las moscas. Pero esto sucedía en invierno, cuando no hay moscas. Eran los demonios. Después empezó a resonar a sus oídos un ruido frágil e insistente como los acordes de la mandolina, que le insinuaba pérfidamente: «Pobre Catalina, ¿por qué hacerte sufrir así? ¿Para qué el ayuno, la cadena de hierro que llevas alrededor de tu cintura, la disciplina con que hieres tus carnes de nieve? Vive como los demás, duerme como los demás, sé buena y piadosa, pero de una manera razonable.» Placenteras visiones surgían ante los ojos de la virgen: el hogar, la casa, los niños, y allá afuera las canciones de amor, los gritos de las muchachas, las fiestas, todo el torbellino de la danza y de la orgía. Catalina no era sentimental, pero el tentador desarrollaba delante de ella sus más seductores espejismos. Formas lascivas bailaban en torno suyo con frenética algazara, murmurando con zalamera sonrisa: «Mira, esto es la felicidad.» Nunca se había sentido tan próxima al abismo. En el delirio de la desesperación, cerraba los ojos o los clavaba en el crucifijo, y experimentaba ya acaso el vértigo, cuando, por un supremo esfuerzo de su voluntad, rechazó definitivamente al enemigo. «Tus amenazas no me asustan —exclamó—, porque he elegido los sufrimientos como placeres.» Entonces, el aire se hizo leve y puro; una claridad deslumbradora iluminó la habitación, y en la luz una voz murmuraba: « ¡Catalina, hija mía!» Y ella, inflamada de amor, regando los rojos ladrillos con sus lagrimas, decía: « ¡Oh Jesús dulce y bueno! ¿Dónde estabas cuando mi alma sufría en el tormento?»

Y siguieron las visiones y revelaciones. Diariamente el Paraíso se abría para ella. En la calle, lo mismo que en la celda, se encontraba con visitantes misteriosos. A veces los huéspedes le sorprendían en el jardín, cuando a la hora del crepúsculo se paseaba por las avenidas bordeadas de alhucemas, entre las rosas y los lirios. Una tarde la charla con el Señor y con María Magdalena se prolongó tanto, que la virgen tuvo que decir: «Maestro, no conviene que permanezca fuera a estas horas; permíteme que me retire.» Y oyó esta respuesta: «Haz lo que quieras, hija mía.» Y como Catalina se levantase para bajar a su celda, Jesús y la Magdalena la siguieron hasta su cuarto. Los tres se sentaron en el banco y hablaron como buenos amigos: Jesús, a la derecha; la pecadora, a la izquierda, y el ama de casa, en medio. Otras veces Catalina se quedaba en la ventana sondeando las profundidades del Cielo y escuchando en la lejanía el canto de las milicias bienaventuradas. « ¿No oís cómo cantan?—exclamaba entonces—. Los que más han amado tienen las voces más hermosas. ¿No oís la voz de la Magdalena?» Ninguna visión tan memorable como la de aquel día en que, rodeado de sus santos. Jesús le puso un anillo en el dedo, mientras David tocaba el arpa. Y no fue una alucinación. Al extinguirse la claridad celeste, el anillo de desposada brillaba en la mano de Catalina. Llevólo a sus labios y lo contempló con transportes de júbilo. Era un anillo de oro con un gran diamante rodeado de cuatro perlas pequeñas: el duro diamante de la fe y las perlas de la pureza de intención, de pensamiento, de palabra y de acción. En adelante, Catalina llevó siempre su anillo nupcial, pero sólo era visible para ella, y a intervalos desaparecía a sus ojos, con lo cual conocía que su Esposo no estaba contento de ella. Entonces lloraba amargamente, confesaba su falta, y el anillo volvía a despedir sus vivos resplandores.

Catalina acababa de cumplir los veinte años. Por este tiempo era ya mantellata, vestía el manto negro y la túnica blanca de la Orden Tercera de Santo Domingo. Además, había aprendido a leer. Una de sus compañeras le procuró un alfabeto, y pronto pudo leer el Breviario, que fue siempre su libro favorito, después del de las estrellas y las flores. Tenía pasión por las flores. En sus sueños veía a los ángeles bajar del Paraíso con guirnaldas de lirios y ponérselas en su cabeza. Cuando vagaba por el jardín, reunía flores en forma de cruz y se las enviaba como un saludo a las personas piadosas. Aunque no era extraordinariamente bella, tenía una gracia sobrenatural que subyugaba. «En la época en que la conocí—decía, un joven dominico—, era joven y su cara parecía dulce y alegre; yo era joven igualmente, y, sin embargo, no sentía en su presencia el embarazo que hubiera experimentado delante de otra muchacha, y cuanto más hablaba con ella, más se apagaban las pasiones humanas en mi corazón.»

Este poder de atracción se revelará pronto en toda su plenitud. La mística se va a convertir en mujer de acción. Marta Catalina se llamará ella, aludiendo a este nuevo sesgo de su vida. Jesús se presentaba ahora a la puerta de su celda suplicando que la abriese, no para entrar Él, sino para que ella saliera. «Soy una mujer ignorante—respondía ella resistiendo—: ¿qué podría yo hacer?» Y el Señor respondía: «Para Mí no hay hombres ni mujeres sabios ni ignorantes.» Desde entonces Catalina confundió su vida con la de sus prójimos. En el libro que dictó al fin de su juventud, que fue también el fin de su vida, en aquel libro donde escribió su corazón, Jesús le habla de esta manera: «No podéis serme útil en nada; en cambio, os es posible acudir en auxilio del prójimo. El alma que ama mi verdad, no se cansa nunca de prodigarse en auxilio de los demás.»

Desde este momento la vemos tomar parte en todos los quehaceres domésticos, buscar a los pobres, interesarse por los pecadores, obrar conversiones maravillosas, cuidar a los enfermos, procurar la salvación de los moribundos". «Señor—clamaba en un éxtasis—, quiero que me prometas la vida eterna para todos mis parientes, para todos mis amigos; pruébame que me atiendes. Señor; dame una prenda cierta de que harás lo que te pido.» En el mismo momento experimentó un vivo dolor, y viendo un clavo de oro que taladraba su mano, prorrumpió en aquellas palabras que solía decir siempre que experimentaba un padecimiento físico: «Alabado sea mi dulce, amabilísimo y amado Esposo y dueño Jesucristo.» Pero no se contentaba con orar, sino que obraba: todo cuanto había en la casa del tintorero iba a parar a las manos de los pobres. Catalina tenía permiso de su padre para disponer de ello, y su conducta era bendecida, porque los toneles estaban siempre llenos, los panes no se acababan nunca en la panera. En cuanto a los enfermos, cuanto más repugnantes, más atraían la atención de la joven. Los días se le pasaban con frecuencia en el hospital de los leprosos, cosechando el desprecio en vez de la gratitud. En él vivía una anciana llamada Tecca, abandonada de todos. Era regañona y altiva, una razón más para que Catalina la asistiese. Se constituyó en su sirvienta, soportando las injurias con alegría. A veces, la leprosa solía recibirla con palabras irónicas, como éstas: «Bien venida seáis, reina de Fontebranda. ¿Dónde se ha entretenido la reina esta mañana? ¿Ha sido en la iglesia de los hermanos? Parece que la reina no se harta de la sociedad de los frailes.» Pacientemente, sin pronunciar palabra, Catalina cumplía con su oficio de enfermera, azorada por las burlas de la vieja, que desde el fondo del catre la seguía con mirada de odio y de befa. Lapa supo algo de esto, y decía a su hija: «Te expones al contagio por esa imbécil, y no podría soportar que cogieses la lepra.» En las manos de Catalina apareció una erupción sospechosa, pero ella siguió frecuentando el hospital, y cuando Tecca murió, su incansable enfermera amortajó al repugnante cadáver y le dio tierra con sus propias manos.

Los prodigios sucedían a los prodigios: ayuno de meses, cambio de corazón entre Jesús y Catalina, estigmatización, conversiones ruidosas, aromas misteriosos, muerte mística. La muerte mística llenó de alarma a toda la ciudad. Se dijo que Catalina había muerto realmente, que se había roto su corazón y exhalado su espíritu. La casa se llenó de gente. Todos la vieron pálida, inmóvil, en la cámara mortuoria; todos sollozaban, cuando la vida reapareció en las mejillas, el corazón volvió a palpitar, los ojos se abrieron, miraron tristes en torno y empezaron a derramar torrentes de lágrimas. «Sí—dijo entonces—, mi alma estaba separada de mi cuerpo; recorrí los reinos de la eternidad; me asomé a las mansiones del infierno; vi los horrores del purgatorio y presencié la alegría de los santos en la eterna beatitud.» Y Catalina oraba, lloraba, sin poder consolarse de su retorno. De sus labios ardientes salían palabras entrecortadas, reveladoras del incendio de su amor: «O sposo, o giovane amabilissimo, amatissimo giovane» Y tan pronto lloraba como reía; y su rostro cambiaba de color, ahora blanco como la nieve, ahora rojo como el fuego, «¡Oh amor, amor—clamaba—; eres lo más suave! ¡Oh eterna belleza, tanto tiempo desconocida, tantos siglos velada por el mundo!

¡Oh Esposo, Esposo! ¿Cuándo..., cuándo?,.. ¿Por que no ahora?»

Ahora no; había que hacer muchas cosas en la tierra; había que convertir muchas almas, y sostener muchos combates, y correr muchos caminos. Y la amable virgen, l’allegra et festosa vergine, que dicen las viejas crónicas, se entregó animosamente a la voluntad del Señor. A los veinticinco años empieza su vida pública, interviniendo en la política italiana, negociando la paz entre los pueblos, poniendo la mano en el timón del bajel de la Iglesia. Los Papas y los príncipes piden su consejo. Atraviesa las provincias italianas hablando de la fe y del perdón; aparece en Pisa y en Florencia, en Aviñón y en Roma; escribe a los capitanes y a los tiranos, a los legados del Papa y a los cardenales; decide la traslación de la corte pontificia a Roma, y las repúblicas italianas piden su intervención para poner fin a las discordias. Sin ninguna experiencia de la política, se coloca frente a los más altos poderes de su tiempo. Y no ruega; exige, manda: «Deseo y quiero que obréis de esta manera... Mi alma desea que seáis así... Es la voluntad de Dios y mi deseo... Haced la voluntad de Dios y la mía... Quiero.» Así hablaba a la reina de Nápoles, al rey de Francia, al tirano de Milán, a los obispos y al Pontífice. Ese audaz quiero es la varita mágica con la que llama a todas las puertas y a todos los corazones, y si realmente las puertas se le abren, es que en su acento vibra una admirable potencia de verdad. En su semblante hay algo que intimida y seduce al mismo tiempo. Bien se vio el día de la insurrección de Florencia. Catalina ha ido allí para tratar la paz con Roma; pero el pueblo no quiere paz: se amotina, saquea y recorre las calles gritando: « ¿Dónde está la hechicera? Queremos hacerla pedazos.» Al oír los rugidos, la sienesa deja el jardín y avanza hacia las turbas, pero nadie se atrevió a tocarla: «Lloro—escribía al día siguiente— porque la multitud de mis pecados es tan grande, que no he merecido cimentar con mi sangre una sola piedra del edificio místico de la Santa Iglesia. Parecía como si las manos dispuestas a herir estuviesen atadas. «Aquí estoy—les decía yo—; tomadme y dejad a los que me acompañan.» Pero estas palabras eran como puñaladas que atravesaban los corazones.»

Los florentinos la habían llamado hechicera. Era el juicio que se formaban de ella muchos de sus contemporáneos. Se le reprochaban su abstinencia total de alimento y de bebida, sus éxtasis, sus visiones, y aquella doble vista con que adivinaba el fondo de los corazones. Por el olor deducía la presencia del pecado en un alma. La corte, tan brillante, de Aviñón le olía peor que los apestados del hospital de Siena. Estas cosas escandalizaban a muchas gentes. Empezaron las habladurías y las acusaciones. Hasta los predicadores hablaban en el pulpito contra la hija del tintorero. Ella callaba. Su silencio y su mansedumbre eran la mejor de todas las defensas. Los mayores enemigos se convertían, con sólo verla, en sus admiradores más entusiastas. Una influencia sobrenatural les transformaba, sin ellos darse cuenta. Así le sucedió a un gran predicador franciscano. Una tarde irrumpió en el cuarto de la santa. Ella le invitó a tomar asiento en el baúl de los vestidos, después de sentarse en el suelo. Hubo unos instantes de silencio, que interrumpió el fraile con estas palabras: «He oído hablar mucho de tu santidad, y vengo con la esperanza de llevarme alguna palabra de edificación y de consuelo.» Catalina, sospechando el lazo, respondió: «Es para mí grande alegría el veros, porque seguramente, con el conocimiento que tenéis de la Escritura, vais a fortalecer e iluminar mi alma.» Aquello era un torneo, en el que dos adversarios hábiles median sus fuerzas respectivas. Catalina rehusó descubrirse ante el teólogo, y el toque del ángelus fue la señal para la separación de los contendientes. Catalina acompañó hasta la puerta a Fra Lazarino, y, arrodillándose, le pidió su bendición. Él se marchó defraudado. Acostóse al punto, porque al día siguiente debía predicar. Pero se levantó profundamente triste; el mal humor aumentaba conforme avanzaba el día; tuvo que suspender el sermón, y las lágrimas no cesaban de correr por sus mejillas. Indagaba la causa, sin resultado alguno, hasta que, al llegar el crepúsculo, se le vino a la memoria su entrevista con Catalina. Entonces lo comprendió todo, y, más sereno, fue en busca de la virgen para confesarle la vanidad y la suficiencia de su alma, y suplicarle que le perdonase la persecución de otros días.

Fray Lazarino se convirtió en un ferviente caterínato, en un amigo e imitador de Catalina. En torno de la sienesa vemos constantemente un grupo, una brigada, decía ella, de hombres y mujeres que en gran parte han sido reclutados de entre sus más decididos adversarios. Pero ahora la admiran y no aciertan a separarse de ella. Son los caterinatos. Van a visitarla con frecuencia, la escoltan en sus viajes, escuchan su doctrina, siguen religiosamente su dirección y la llaman su madre mamma. Ella los ama como a hijos, se hace responsable de sus pecados, los ayuda a salir del vicio, los guía por los caminos de la perfección en santas conversaciones y les escribe cartas penetradas de unción amorosa y de santa doctrina: «Queridísimo hijo en Cristo, el dulce Jesús—escribía a uno de estos devotos—, parece como si el demonio te hubiese encadenado de tal suerte, que no puedas retornar al redil, y yo, tu pobre madre, voy buscándote y llamándote, porque quisiera llevarte sobre los hombros de mi dolor y mi compasión para ponerte en el camino recto. Haz como el hijo pródigo. Tú también eres pobre y necesitado: tu alma muere de hambre. ¡Ay.! ¡Cuan digna soy de lástima! ¿Qué ha sido de tus piadosas resoluciones? Rompe esa cadena; no te dejes engañar del demonio, no te alejes de mí. Ven, ven, queridísimo hijo. Bien puedo llamarte querido, cuando tantas lágrimas y angustias me cuestas.»

Había aprendido a escribir. «A fin de que pueda dilatar mi corazón—decía ella—para impedir que estalle algún día, la Providencia me ha dado la facultad de escribir. No habiendo llegado para mí la hora de dejar las tinieblas de este mundo, esta facultad ha surgido en mi alma como cuando un maestro enseña a su discípulo lo que debe hacer. He tomado lecciones como en sueños con el glorioso evangelista San Juan y con Santo Tomás de Aquino.» Fue una iniciación interior; sus misteriosos maestros le presentaban los modelos, y no tenía más que copiar lo que veía. Esto sucedió en el curso de un éxtasis. Y fue escritora, una gran escritora. Escribió bellos himnos, que ella misma cantaba en sus viajes con voz tan límpida, que dejaba a todos maravillados; escribió sus epístolas a sus discípulos., y sus Cortas a los grandes de la tierra, y escribió, sobre todo, el libro del Diálogo, mensaje inflamado a todos los hombres de buena voluntad, dictado en una tempestad de pasión por el honor del Esposo, enriquecido con un caudal prodigioso de experiencias terrenas y celestes, iluminado con todas las claridades de una vibrante poesía. Juglar de Dios, como Francisco de Asís, Catalina poseía en alto grado el don esencial del poeta: el de crear la imagen perfecta. Sus comparaciones se han hecho clásicas. A veces son humorísticas, como cuando llama al Breviario la «esposa del sacerdote», porque acostumbraba a pasearse con él bajo el brazo. Las tentaciones son como las moscas, que no se acercan a la olla hirviendo; la virtud se malea en medio del mundo, como la flor pierde su perfume si está mucho tiempo en el agua; la cruz es el bastón de nuestra peregrinación; junto al castillo del alma ladra el perro de la conciencia, un perro que bebe sangre y come fuego: la sangre de Cristo y el fuego del Espíritu Santo. La imagen, para esta santa poetisa, no era más que un vestido del pensamiento, un vestido hermoso y sutil para cubrir un pensamiento grave, profundo y delicado, del mismo modo que este mundo sólo tiene valor como una preparación de otro mundo mejor. Para ella, la vida presente, en sí misma considerada, «es sólo tinieblas y amargura, hediondez e inmundicia, prisión asquerosa y sombría. Todo desaparecerá—nos dice—, y ¿qué os quedará luego sino un puñado de hojas secas?» Aquella tenue sonrisa que, según sus biógrafos; se dibujaba constantemente en sus labios, debía de estar llena de compasión y de melancolía.

Catalina, naturaleza enérgica, más dominante, menos dulce que Francisco de Asís, tiene, al dejar este mundo, unos momentos sombríos. No muere cantando como el Poverello. Es en Roma, en la Vía di Papa. Apenas ha cumplido treinta y tres años; pero yace sobre unas tablas luchando con la muerte. Y con el diablo. Los caterinatos la rodean, y uno de ellos nos dice: «Poco después de recibir la Extremaunción, cambió de aspecto y empezó a mover la cabeza y los brazos, como si sufriese violentos ataques de los espíritus infernales. El combate se prolongó por espacio de media hora. Luego empezó a exclamar: «Pecavi, Domine, misere mei.» Repitiólo sesenta veces, y a cada vez levantaba el brazo y lo dejaba caer pesadamente sobre su lecho. Luego se metamorfoseó completamente; su rostro, antes ensombrecido, volvió a ser como el de un ángel; los ojos, hasta entonces empañados de lágrimas, adquirieron tan gozoso resplandor, que nos fue imposible dudar que, sublimándose a la superficie de un océano sin fondo; había sido devuelta a sí misma; y esto dulcificó nuestro pesar, puesto que nosotros, sus hijos y sus hijas, que la rodeábamos, estábamos profundamente abatidos.»

Lecturas


En aquellos días, los que se hablan dispersados en la persecución provocada por lo de Esteban llegaron hasta Fenicia, Chipre y Antioquía, sin predicar la palabra más que a los judíos. Pero algunos, naturales de Chipre y de Cirene, al llegar a Antioquía, se pusieron a hablar también a los helenistas, anunciándoles la Buena Noticia del Señor Jesús. Como la mano del Señor estaba con ellos, gran número creyó y se convirtió al Señor.
Llegó la noticia a la Iglesia de Jerusalén, y enviaron a Bernabé a Antioquía; al llegar y ver la acción de la gracia de Dios, se alegró mucho, y exhortó a todos a seguir unidos al Señor con todo empeño; como era hombre de bien, lleno de Espíritu Santo y de fe, una multitud considerable se adhirió al Señor.
Más tarde, salió para Tarso, en busca de Saulo; lo encontró y se lo llevó a Antioquía. Durante un año fueron huéspedes de aquella Iglesia e instruyeron a muchos. Fue en Antioquía donde por primera vez llamaron a los discípulos cristianos.

Se celebraba en Jerusalén la fiesta de la Dedicación del templo. Era invierno, y Jesús se paseaba en el templo por el pórtico de Salomón. Los judíos, rodeándolo, le preguntaban:
- «¿Hasta cuando nos vas a tener en suspenso? Si tú eres el Mesías, dínoslo francamente.»
Jesús les respondió:
- «Os lo he dicho, y no creéis; las obras que yo hago en nombre de mi Padre, ésas dan testimonio de mi. Pero vosotros no creéis, porque no sois ovejas mías. Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco, y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre, y nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre, que me las ha dado, supera a todos, y nadie puede arrebatarlas de la mano del Padre. Yo y el Padre somos uno.»

Palabra del Señor.

SAN LUIS MARÍA GIGNON DE MONTFORT

"A quien Dios quiere hacer muy santo, lo hace muy devoto de la Virgen María".

- San Luis de Montfort

El libro de San Luis, Tratado de la verdadera devoción a la Virgen María, se ha propagado por todo el mundo con enorme provecho para sus lectores. El Papa Juan Pablo II tomó como lema una frase que repetía mucho este gran santo:   

"Soy todo tuyo Oh María, y todo cuanto tengo, tuyo es".

SU VIDA

Es el fundador de los padres Montfortianos y de las Hermanas de la  Sabiduría. Nació en Montfort, Francia, en 1673. Era el mayor de una familia de ocho hijosDesde muy joven fue un gran devoto de la Santísima Virgen. A los 12 años ya la gente lo veía pasar largos ratos arrodillado ante la estatua de la Madre de Dios. Antes de ir al colegio por la mañana y al salir de clase por la tarde, iba a arrodillarse ante la imagen de Nuestra Señora y allí se quedaba como extasiado. Cuando salía del templo después de haber estado rezando a la Reina Celestial, sus ojos le brillaban con un fulgor especial.

Luis no se contentaba con rezar. Su caridad era muy práctica. Un día al ver que uno de sus compañeros asistía a clase con unos harapos muy humillantes, hizo una colecta entre sus compañeros para conseguirle un vestido y se fue donde el sastre y le dijo: "Mire, señor: los alumnos hemos reunido un dinero para comprarle un vestido de paño a nuestro compañero, pero no nos alcanza para el costo total. ¿Quiere usted completar lo que falta?". El sastre aceptó y le hizo un hermoso traje al joven pobre.

El papá de Luis María era sumamente colérico, un hombre muy violento. Los psicólogos dicen que si Montfort no hubiera sido tan extraordinariamente devoto de la Virgen María, habría sido un hombre colérico, déspota y arrogante porque era el temperamento que había heredado de su propio padre. Pero nada suaviza tanto la aspereza masculina como la bondad y la amabilidad de una mujer santa. Y esto fue lo que salvó el temperamento de Luis. Cuando su padre estallaba en arrebatos de mal humor, el joven se refugiaba en sitios solitarios y allí rezaba a la Virgen amable, a la Madre del Señor. Y esto lo hará durante toda su vida. En sus 43 años de vida, cuando sea incomprendido, perseguido, insultado con el mayor desprecio, encontrará siempre la paz orando a la Reina Celestial, confiando en su auxilio poderoso y desahogando en su corazón de Madre, las penas que invaden su corazón de hijo.

Con grandes sacrificios logró conseguir con qué ir a estudiar al más famoso seminario de Francia, el seminario de San Suplicio en París. Allí sobresalió como un seminarista totalmente mariano. Sentía enorme gozo en mantener siempre adornado de flores el altar de la Santísima Virgen.

Luis Grignon de Montfort será un gran peregrino durante su vida de sacerdote. Pero cuando él era seminarista concedían un viaje especial a un Santuario de la Virgen a los que sobresalieran en piedad y estudio. Y Luis se ganó ese premio. Se fue en peregrinación al Santuario de la Virgen en Chartres. Y al llegar allí permaneció ocho horas seguidas rezando de rodillas, sin moverse. ¿Cómo podía pasar tanto tiempo rezando así de inmóvil? Es que él no iba como algunos de nosotros a rezar como un mendigo que pide que se le atienda rapidito para poder alejarse. El iba a charlas con sus dos grandes amigos, Jesús y María. Y con ellos las horas parecen minutos.

Su primera Misa quiso celebrarla en un altar de la Virgen, y durante muchos años la Catedral de Nuestra Señora de París fue su templo preferido y su refugio.

Montfort dedicó todas sus grandes cualidades de predicador y de conductor de multitudes a predicar misiones para convertir pecadores. Grandes multitudes lo seguían de un pueblo a otro, después de cada misión, rezando y cantando. Se daba cuenta de que el canto echa fuera muchos malos humores y enciende el fervor. Decía que una misión sin canto era como un cuerpo sin alma. El mismo componía la letra de muchas canciones a Nuestro Señor y a la Virgen María y hacía cantar a las multitudes. Llegaba a los sitios más impensados y preguntaba a las gentes: "¿Aman a Nuestro Señor? ¿Y por qué no lo aman más? ¿Ofenden al buen Dios? ¿Y porqué ofenderlo si es tan santo?".

Era todo fuego para predicar. Donde Montfort llegaba, el pecado tenía que salir corriendo. Pero no era él quien conseguía las conversiones. Era la Virgen María a quien invocaba constantemente. Ella rogaba a Jesús y Jesús cambiaba los corazones. Después de unos Retiros dejó escrito: "Ha nacido en mí una confianza sin límites en Nuestro Señor y en su Madre Santísima". No tenía miedo ni a las cantinas, ni a los sitios de juego, ni a los lugares de perdición. Allí se iba resuelto a tratar de quitarse almas al diablo. Y viajaba confiado porque no iba nunca solo. Consigo llevaba el crucifijo y la imagen de la Virgen, y Jesús y María se comportaban con él como formidables defensores.

A pie y de limosna se fue hasta Roma, pidiendo a Dios la eficacia de la palabra, y la obtuvo de tal manera que al oír sus sermones se convertían hasta los más endurecidos pecadores. El Papa Clemente XI lo recibió muy amablemente y le concedió el título de "Misionero Apostólico", con permiso de predicar por todas partes.

En cada pueblo o vereda donde predicaba procuraba dejar una cruz, construida en sitio que fuera visible para los caminantes y dejaba en todos un gran amor por los sacramentos y por el rezo del Santo Rosario. Esto no se lo perdonaban los herejes jansenistas que decían que no había que recibir casi nunca los sacramentos porque no somos dignos de recibirlos. Y con esta teoría tan dañosa enfriaban mucho la fe y la devoción. Y como Luis Montfort decía todo lo contrario y se esforzaba por propagar la frecuente confesión y comunión y una gran devoción a Nuestra Señora, lo perseguían por todas partes. Pero él recordaba muy bien aquellas frases de Jesús: "El discípulo no es más que su maestro. Si a Mí me han perseguido y me han inventado tantas cosas, así os tratarán a vosotros". Y nuestro santo se alegraba porque con las persecuciones se hacía más semejante al Divino Maestro.

Antes de ir a regiones peligrosas o a sitios donde mucho se pecaba, rezaba con fervor a la Sma. Virgen, y adelante que "donde la Madre de Dios llega, no hay diablo que se resista". Las personas que habían sido víctimas de la perdición se quedaban admiradas de la manera tan franca como les hablaba este hombre de Dios. Y la Virgen María se encargaba de conseguir la eficacia para sus predicaciones.

San Luis de Montfort fundó unas Comunidades religiosas que han hecho inmenso bien en las almas. Los Padres Montfortianos (a cuya comunidad le puso por nombre "Compañía de María") y las Hermanas de la Sabiduría.

Murió San Luis el 28 de abril de 1716, a la edad de 43 años, agotado de tanto trabajar y predicar.

Lecturas


En aquellos días, los apóstoles y los hermanos de Judea se enteraron de que también los gentiles habían recibido la palabra de Dios. Cuando Pedro subió a Jerusalén, los partidarios de la circuncisión le reprocharon:
- «Has entrado en casa de incircuncisos y has comido con ellos.»
Pedro entonces se puso a exponerles los hechos por su orden:
- «Estaba yo orando en la ciudad de Jafa, cuando tuve en éxtasis una visión: Algo que bajaba, una especie de toldo grande, cogido de los cuatro picos, que se descolgaba del cielo hasta donde yo estaba. Miré dentro y vi cuadrúpedos, fieras, reptiles y pájaros. Luego oí una voz que me decía: “Anda, Pedro, mata y come’ “ Yo respondí: “Ni pensarlo,
Señor; jamás ha entrado en mi boca nada profano o impuro.” La voz del cielo habló de nuevo: “Lo que Dios ha declarado puro, no lo llames tú profano. “ Esto se repitió tres veces, y de un tirón lo subieron todo al cielo.
En aquel preciso momento se presentaron ,en la casa donde estábamos ,tres hombres que venían de Cesárea con un recado para mí. El Espíritu me dijo que me fuera con ellos sin más, Me acompañaron estos seis hermanos, y entramos en casa de aquel hombre. Él nos contó que había visto en su casa al ángel que, en pie, le decía: “Manda recado a Jafa e invita a Simón Pedro a que venga; lo que te diga te traerá la salvación a ti y a tu familia.”
En cuanto empecé a hablar, bajó sobre ellos el Espíritu Santo, igual que había bajado sobre nosotros al principio; me acordé de lo que había dicho el Señor: “Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados con Espíritu Santo.” Pues, si Dios les ha dado a ellos el mismo don que a nosotros, por haber creído en el Señor Jesucristo, ¿quién era yo para oponerme a Dios?»
Con esto se calmaron y alabaron a Dios diciendo:
- «También a los gentiles les ha otorgado Dios la conversión que lleva a la vida.»

En aquel tiempo, dijo Jesús:
- «Os aseguro que el que no entra por la puerta en el aprisco de las ovejas, sino que salta por otra parte, ése es ladrón y bandido; pero el que entra por la puerta es pastor de las ovejas. A éste le abre el guarda, y las ovejas atienden a su voz, y él va llamando por el nombre a sus ovejas y las saca fuera. Cuando ha sacado todas las suyas, camina delante de ellas, y las ovejas lo siguen, porque conocen su voz; a un extraño no lo seguirán, sino que huirán de él, porque no conocen la voz de los extraños.»
Jesús les puso esta comparación, pero ellos no entendieron de qué les hablaba. Por eso añadió Jesús:
- «Os aseguro que yo soy la puerta de las ovejas. Todos los que han venido antes de mí son ladrones y bandidos; pero las ovejas no los escucharon.
Yo soy la puerta: quien entre por mí se salvará y podrá entrar y salir, y encontrará pastos.
El ladrón no entra sino para robar y matar y hacer estrago; yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante.»

Palabra del Señor.

SAN RAFAEL ARNÁIZ BARÓN

Nació en Burgos, España el 9 de abril de 1911. Su inclinación a vivir por y para Dios fue manifiesta en la infancia. «¡Solo Dios llena el alma..., y la llena toda!», decía. En esa época dorada contrajo unas fiebres colibacilares. Cuando sanó, su padre, que había visto en la curación una intervención de María, lo consagró en Zaragoza a la Virgen del Pilar en el estío de 1922. Rafael no olvidó este hecho. «Honrando a la Virgen, amaremos más a Jesús; poniéndonos bajo su manto, comprenderemos mejor la misericordia divina». La enfermedad nunca le abandonaría. Era elegante, sensible. También caprichoso y tendente a la vanidad. Poseía una brillante inteligencia, con predominio de la intuición, que le permitió sobresalir en los estudios aunque no los cuidara debidamente. Se estableció con la familia en Oviedo, y al término de su formación básica se matriculó en la Escuela Superior de Arquitectura de Madrid. Hizo grandes amistades porque era una persona entrañable y cercana en la que se percibía la huella de Dios. Estaba vinculado al Apostolado de la Oración, a la Adoración Nocturna y a la Congregación de María Inmaculada. A los 19 años visitó el monasterio cisterciense de San Isidro de Dueñas y le atrajo poderosamente. El 16 de enero de 1934 ingresó en él, dejando atrás las previsiones eventuales de un futuro espléndido, y las posibilidades que le ofrecía cotidianamente el bienestar de su hogar paterno. Su ilusión por entregarse a Dios a través de una vida penitente y contemplativa era más fuerte que todo. «La verdadera felicidad se encuentra en Dios y solamente en Dios». No contaba con la presencia repentina de la diabetes, temible entonces por sus funestas consecuencias, que le obligó a abandonar la Trapa en tres ocasiones. Comprendió el sentido purificador del dolor: «Cuando me veo otra vez en el mundo, enfermo, separado del monasterio, y en la situación en que me encuentro… veo que me era necesario, que la lección que estoy aprendiendo es muy útil, pues mi corazón está muy apegado a las criaturas, y Dios quiere que lo desate para entregárselo a Él solo». Su experiencia personal le permitía alumbrar la vida de otras personas y conducirlas a Dios. A su tía María, duquesa de Maqueda, le aconsejaba en 1935: «Déjate hacer; sufre, pero sufre amándole, amándole mucho a través de la oscuridad, a pesar de la tempestad que parece el Señor te ha puesto, a pesar de no verle, ama el madero desnudo de la cruz […]. Llora, llora todo lo que puedas y sufre, pero a los pies de la cruz, y sufre amando a Dios ¡qué felicidad!… Cómo te quiere Dios, ya lo verás algún día muy cercano».

Su rica vida interior le había permitido conocer la estrecha simbiosis espiritual que existe entre el dolor y el gozo, experiencia que halla quien busca a Dios con purísimo corazón: «Muchas veces he pensado que el mayor consuelo es no tener ninguno; lo he pensado y lo he experimentado […]. Alguna vez he sentido en mi corazón pequeños latidos de amor a Dios… Ansias de Él y desprecio del mundo y de mí mismo. Alguna vez he sentido el consuelo enorme e inmenso de verme solo y abandonado en los brazos de Dios. Soledad con Dios. Nadie que no lo haya experimentado, lo puede saber, y yo no lo sé explicar. Pero solo sé decir que es un consuelo que solo se experimenta en el sufrir…, y en el sufrir solo… y con Dios, está la verdadera alegría». Sus sentimientos recuerdan a las vivencias místicas de Juan de la Cruz y de Teresa de Jesús: «Es un nada desear más que sufrir. Es un ansia muy grande de vivir y morir ignorado de los hombres y del mundo entero… Es un deseo grande de todo lo que es voluntad de Dios… Es no querer nada fuera de Él… Es querer y no querer. No sé, no me sé explicar… solo Dios me entiende…». En este camino de perfección iba dejando atrás lastres que en otro tiempo le habían pesado: «Todo va cambiando en mi alma. Lo que antes me hacía sufrir…, ahora me es indiferente; en cambio, voy encontrando los repliegues en mi corazón que estaban escondidos, y que ahora salen a la luz […]. Lo que antes me humillaba, ahora casi me causa risa. Ya no me importa mi situación de Oblato […]. Veo que el último lugar es el mejor de todos; me alegro de no ser nada ni nadie, estoy encantado con mi enfermedad que me da motivos para padecer físicamente y moralmente...». El eje de su vida era Cristo: «Mi centro es Jesús, es su cruz». La conciencia de su indignidad le hacía decir: «He sido un gran pecador… Perdóname, Señor, lo que digo... Yo, Señor, nada quiero, nada me importa… solo Tú… No me hagas caso, Señor… soy un niño caprichoso. Pero Tú tienes la culpa, mi Dios…¡si no me quisieras tanto!».

Resistiéndose a abandonar su vida religiosa, regresó al monasterio una cuarta vez. Tomó la decisión, aún cuando para una situación como la suya, con una naturaleza débil que tenía que luchar contra la enfermedad, era realmente penosa y suponía un acto heroico. «Si lo que deseas es… mis sufrimientos, tómalos todos, Señor». Ofreció a Dios en holocausto su personal calvario, dejando brotar el potente caudal de su amor. De él quedan magistrales trazos en sus escritos, prolongación post mortem de su fecunda actividad apostólica. En ellos se detecta la finura y profundidad de esta alma delicada. «Solamente en el silencio se puede vivir, pero no en el silencio de palabras y de obras..., no; es otra cosa muy difícil de explicar... Es el silencio del que quiere mucho, mucho, y no sabe qué decir, ni qué pensar, ni qué desear, ni qué hacer... Solo Dios allá adentro, muy calladito, esperando, esperando, no sé..., es muy bueno el Señor». Era un esteta que soñó volcar en la pintura la belleza del amor divino que selló su espíritu. Murió a consecuencia de un coma diabético el 26 de abril de 1938. Tenía 27 años. Sus restos yacen en el cementerio del monasterio. El 19 de agosto de 1989 Juan Pablo II, en la Jornada mundial de la juventud, lo propuso como modelo para los jóvenes. El 27 de septiembre de 1992 lo beatificó. Y Benedicto XVI lo canonizó el 11 de octubre de 2009.

Lecturas


En aquellos días, Pedro, lleno de Espíritu Santo, dijo:
- «Jefes del pueblo y ancianos: Porque le hemos hecho un favor a un enfermo, nos interrogáis hoy para averiguar qué poder ha curado a ese hombre; pues, quede bien claro a todos vosotros y a todo Israel que ha sido el nombre de Jesucristo Nazareno, a quien vosotros crucificasteis y a quien Dios resucitó de entre los muertos; por su nombre, se presenta éste sano ante vosotros.
Jesús es la piedra que desechasteis vosotros, los arquitectos, y que se ha convertido en piedra angular; ningún otro puede salvar; bajo el cielo, no se nos ha dado otro nombre que pueda salvarnos.»

Queridos hermanos:
Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! El mundo no nos conoce porque no le conoció a él.
Queridos, ahora somos hijos de Dios y aun no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es.

En aquel tiempo, dijo Jesús:
- «Yo soy el buen Pastor. El buen pastor da la vida por las ovejas; el asalariado, que no es pastor ni dueño de las ovejas, ve venir al lobo, abandona las ovejas y huye; y el lobo hace estrago y las dispersa; y es que a un asalariado no le importan las ovejas.
Yo soy el buen Pastor, que conozco a las mías, y las mías me conocen, igual que el Padre me conoce, y yo conozco al Padre; yo doy mi vida por las ovejas.
Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a ésas las tengo que traer, y escucharán mi voz, y habrá un solo rebaño, un solo Pastor.
Por esto me ama el Padre, porque yo entrego mi vida para poder recuperarla. Nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente. Tengo poder para entregarla y tengo poder para recuperarla: este mandato he recibido de mi Padre.»

Palabra del Señor.

Más abajo encontrareis la HOMILÍA correspondiente a estas lecturas.

Homilía


El texto nos presenta a Jesús Resucitado como el pastor bueno, que tiene una relación personal con cada uno de nosotros, nos abre el camino y nos conduce hacia pastos saludables.

Nos da a entender también cuál es el papel que debemos desempeñar dentro de la comunidad cristiana a la que pertenecemos.

La reflexión de hoy puede iluminar la acción pastoral que llevamos a cabo.

Damos por supuesto que el verdadero y único Pastor de la comunidad es Cristo, centro de toda la vida de la Iglesia.

Los pastores que la animan actúan en su nombre.

Si no es así, la comunidad cristiana, como nos dice el papa Francisco, deriva en una ONG o en un grupo meramente altruista, que termina diluyéndose poco a poco y apartándose de sus objetivos prioritarios.

Nos ubicamos, por ejemplo, en una parroquia, donde el pastor o pastores son el párroco y su coadjutor o coadjutores; el resto formamos parte de la grey o rebaño.

Cuando Jesús llama por su nombre a cada oveja, la escucha, la alimenta y, si se pierde, va en su busca y, si es preciso, da la vida por ella, nos está indicando unas pautas de comportamiento.

Al señalar que puede haber “lobos” en el rebaño, nos está advirtiendo de los peligros que acechan cuando el amor cede el protagonismo al egoísmo y el pastor se adueña del rebaño para utilizarlo en propio beneficio.

El secreto del buen pastor está en servir, en escuchar, en saber acompañar, en sacrificarse por el bien de los suyos, en valorar y reconocer los carismas y en fomentar que todos se sientan amados dentro de un proyecto común.

El pueblo sabe distinguir entre los pastores, según palabras del Papa, con “olor a oveja”, de los que los que sólo se preocupan de cuidar su imagen personal y de engrosar su cuenta bancaria con buenos dividendos.

Se disculpa más fácilmente al cura borracho que al pesetero, porque la soledad juega malas pasadas y, a menudo, los sacerdotes se sienten solos cargando sobre sus hombros las pesadas cargas de sus feligreses.

Algunos caen así en las garras del alcohol.

Recuerdo el caso de un sacerdote alcoholizado de un pueblecito de la Galicia profunda, muy querido por sus feligreses.

Acudían cada día a buscarle.

Lo había dado todo por ellos mientras disfrutó de buena salud. ¡Con cuánto cariño le trataron hasta que murió!

Su funeral fue un duelo multitudinario.

Desde el Concilio Vaticano II, se ha ido diluyendo la imagen del sacerdote autoritario, que mandaba sobre los cuerpos y sobre las almas y se ha potenciado la corresponsabilidad.

Han surgido los Consejos Parroquiales y la planificación conjunta de presbíteros y laicos de la Pastoral a seguir, aunque cuesta extirpar el lastre del pasado.

El ejercicio de la comunión en la diversidad nos ayuda a crecer en la fe, siempre y cuando el sacerdote asuma su papel de ministro de la Eucaristía y de los Sacramentos, de impulsor de la liturgia y de coordinador de la educación en la fe y en la recta moral.

Le corresponde al laico ser testigo de Cristo en el mundo en las diversas facetas de la vida pública.

No es bueno que el cura se transforme en laico o que el laico se clericalice.

Ambos ministerios se complementan en la misión evangelizadora.

Jesús se presenta a sí mismo como Buen Pastor, como líder que ama a su rebaño, le forma, acompaña, cuida y da la vida por él, aunque haya ovejas díscolas que no obedezcan su voz y se separen del resto.

El amor y la entrega caracterizan a los verdaderos pastores.

No se imponen por la fuerza, sino por la persuasión y el testimonio de su vida.

Su autoridad es palpable y reconocida.

¿Por qué el papa Francisco arrastra multitudes en torno a su persona y goza de gran prestigio, incluso entre los fieles de otras religiones y ateos?

- Porque predica con el ejemplo y se ha ganado a pulso el reconocimiento de la inmensa mayoría de la gente.

Faltan líderes de su talla en la política, en el deporte, en la música…que sean guías espirituales para las nuevas generaciones.

El ejercicio del poder corrompe a las personas, a las instituciones y a los grupos cuando están mediatizados por el dinero, el mantenimiento de la popularidad o el juego de los intereses creados.

Y ésta es la razón por la que los conflictos se enquistan y nadie mueve un dedo para atajarlos, quizás porque existe complicidad para que continúen los enfrentamientos y así dar salida a las armas y adquirir materias primas a bajo precio.

Desde hace años hemos entrado en una economía global, se ha multiplicado la relación entre los pueblos gracias al turismo y a internet; las noticias corren como la pólvora, y en pocos minutos nos enteramos de todo lo que sucede en el mundo para bien o para mal.

El terrorismo nos afecta a todos, al igual que la contaminación atmosférica y la sobreexplotación de recursos naturales.

Guardar la neutralidad o permanecer indiferentes ante la violencia que sufren millones de seres humanos por sus ideas o creencias, dice muy poco a favor de una sociedad que se precia de democrática y defensora de los derechos humanos.

El evangelio nos invita al compromiso con los demás, a transmitir a todos la alegría de la fe, pues “lo gratuitamente recibido, debemos darlo gratis” (Mateo 10, 8), sin exigencias y con actitud de servicio, a fin de atraer a los alejados y a quienes no creen al rebaño de Jesús.

El misionero o misionera se expone a ser víctima de los intolerantes, los violentos y los sectarios, porque se sienten interpelados en sus actitudes.

El papa Francisco ha hecho una llamado al mundo para denunciar la persecución contra los cristianos y cortar la raíz que origina la violencia.

Se ha sembrado odio en la sociedad a causa de las injusticias y la marginación de millones de seres humanos, siendo un caldo de cultivo para el yihadismo islamista, ansioso por provocar la guerra, la muerte y la desolación en los pueblos conquistados por ellos para instaurar el Califato y volver a los tiempos de Mahoma, en la Edad Media.

Túnez, Irak, Siria, Nigeria, Kenia, Egipto sufren las consecuencias de estos asesinos, enemigos en el fondo del Cristianismo y del propio Islam, a quien pretenden defender.

¿No habrá, en el trasfondo de este extremismo religioso, miedo al progreso, porque saca a la intemperie sus desnudeces morales y promociona la igualdad de derecho entre el hombre y la mujer?

La fe en Cristo nos hace libres.

Por eso, quienes “escuchan la voz de Jesús- evangelio de hoy- formarán un solo Rebaño y habrá un solo Pastor” (Juan 10, 16).

Agradezcamos a Cristo, Pastor de nuestras almas, por habernos aceptado en su rebaño, alimentarnos con la Eucaristía y guiarnos a los Pastos Celestiales.

SAN ISIDORO DE SEVILLA

Ningún escritor más admirado, más leído y más plagiado; y, sin embargo, no tuvo un biógrafo. Su vida y su alma hay que adivinarlas a través de sus escritos, con frecuencia impersonales, objetivos, erizados de citas y reminiscencias. Bético, sevillano por su nacimiento, no olvida nunca que por su origen es levantino, que su familia procede de Cartagena, donde habían vivido sus padres hasta que esa región fue ocupada por las tropas de Justiniano. Isidoro registra este hecho como una desgracia nacional. «En España—dice fríamente al recordarle en su Crónica—irrumpe el soldado romano.» En otra parte, después de señalar los esfuerzos de Atanagildo para expulsar a los invasores, añade: «Nosotros seguimos luchando todavía contra ellos. Muchas veces han sufrido la derrota, y ahora los vemos agotados y deshechos.» A través del laconismo seco del analista, se transparenta el patriota lamentando el desmembramiento de su patria y alegrándose al ver próxima la expulsión del dominador bizantino. Es un irredentista que en los desastres de su patria llora también desgracias familiares.

Huyendo del yugo extranjero, llegó a Sevilla su padre Severiano, más orgulloso de conservar su lealtad a los reyes de Toledo que sus posesiones levantinas (552). Aquella casa parecía hundida para siempre, y, sin embargo, es este destierro el que la iba a sacar de la oscuridad. Su madre abraza el catolicismo en las orillas del Betis. «Quiero morir desterrada—decía con frecuencia—, porque el destierro me ha hecho conocer a Dios.» Su hermana Florentina, dócil a la gracia de la vocación, se encierra en un monasterio sevillano. Su hermano mayor, Leandro; empieza a brillar por su virtud y por su saber. También él ha tomado el hábito religioso. Desde su monasterio ilumina a la ciudad con su doctrina, forma una escuela, que había de ser famosa, y, joven aún, es nombrado metropolitano de la Bética. A su lado crece Isidoro, consagrado también a la Iglesia. Como su hermano, será monje, abad, maestro, obispo y metropolitano. Ahora es un joven despierto, infatigable en la lectura y de una memoria prodigiosa. Cuando estalla la última lucha entre el arrianismo y el catolicismo (580-585), Isidoro empieza a distinguirse como defensor de la ortodoxia. Se le amenaza, se le persigue, tal vez su vida está en peligro, y acaso llega a desmayar; pero en este momento su hermano le envía desde el destierro una carta en que le exhorta a mirar con serenidad la muerte.

Terminada la lucha con la muerte del rey perseguidor (586), los dos hermanos vuelven a su diócesis y a su escuela. Isidoro es ahora el abad y el maestro. Dispone y ordena, enseña y lee; lee metódicamente, infatigablemente. Busca libros por todas partes, libros clásicos y patrísticos, latinos y griegos, poéticos y jurídicos, científicos y filosóficos. Un libro nuevo era para él una gracia de Dios y la mayor de las venturas. Hablando de los de San Gregorio Magno, dice con pena: «Mejor suerte que yo tendrá aquel a quien Dios conceda el deleite de saborear todas sus obras.» Así ha logrado formar una librería que difícilmente hallará otra semejante en toda la Edad Media. Allí ha puesto su orgullo, su cariño, su cuidado más exquisito. En la puerta hay unos versos que nos invitan a entrar: «Muchas cosas sagradas hay aquí; muchas cosas mundanales; si te gustan los versos, tienes también donde escoger. Verás prados llenos de espinas y abundancia de flores; si las espinas te asustan, toma las rosas.» Las espinas eran, sin duda, los libros de la antigüedad. Isidoro los leía con avidez, pero necesitaba dar una explicación a los espíritus algo asustadizos. Entremos, pues... Todo está en orden; orden de disposición y orden de preferencia. En los muros se leen epigramas que aluden a los libros guardados en los estantes cercanos; y a veces, sobre los epigramas vense pinturas de eximios escritores. El primer estante está reservado para la Sagrada Escritura, «los venerandos volúmenes de las dos Leyes»; están la Vulgata, la recensión del obispo Peregrino, los originales hebraicos y las traducciones griegas. Viene después Orígenes, «el doctor verísimo», el primer dios de aquel templo. «Ninguna blasfemia, nos dice, tocó jamás mis sentidos, y eso que mis libros son tantos como los soldados de una legión.» Vienen después Hilario, Ambrosio, Jerónimo y Agustín, «el hombre cuya sola presencia basta». Este que nos mira serio encima de un estante es Juan Crisóstomo. Nos lo dice él mismo, y añade: «Yo ordené las costumbres, dije la recompensa de la virtud, y a los pecadores les enseñé a llorar sus delitos.» Cipriano, «el maestro que los vence a todos por la caridad», mora cerca de los poetas. Prudencio, «el de la dulce boca», es el primero de todos. No faltan tampoco los historiadores, como Eusebio y Orosio, ni los juristas, como Gayo y Paulo; y «allí estás también tú, ¡oh Gregorio!, por quien los romanos ya no tienen nada que envidiar a Hipona; y tú, ¡oh vate Leandro!, que no eres inferior a los antiguos doctores».

Estos son los dioses mayores de aquel templo. Fuera de ellos, hay otros muchos que no tienen el honor de una pintura ni un verso. A lo más, el nombre escueto: León, Apringio, Martín... Aparte hay una serie de estantes, donde están las espinas, es decir, los libros clásicos. Ningún rótulo los delata; pero el dueño los conoce muy bien. Allí tiene algunos buenos amigos, como Horacio, Perseo, Cicerón, Marcial, Juvenal, y, sobre todo, Varrón, Servio, el comentarista de Virgilio, y Suetonio, no el historiador, sino el sabio, el naturalista. También aquí tenemos libre acceso; pero es preciso llegar con cuidado, con prudencia, para no punzarnos. El sacerdote de este santuario es magnánimo y liberal. No quiere mariposeos, ni espíritus ratoniles; quiere hombres ávidos, codiciosos, insaciables, como él. «Como veis—nos dice sonriente—, son muchos los libros que hay en nuestros anaqueles. Lee; en cualquier materia tienes donde escoger. Sacude la modorra de tu mente, no seas perezoso; esta es, hermano, la única manera de salir más docto de aquí. Tal vez me digas: ¿Para qué tanto? He recorrido las historias, he estudiado la ley, y esto me basta. Si así piensas, ya no sabes nada.»

Pero he aquí una puerta, disimulada detrás de un tapiz. Del interior sale un tufillo acre y no ingrato. Veamos: estantes, cajas, almireces y retortas. Todo es orden en el pequeño cubículo. Sobre la pared, cuatro figuras pintadas; dos, con nimbo alrededor de la cabeza y palmas en las manos; otras dos, con barbas y, en las manos, sendos libros. Un dístico nos da la clave para identificarlas: «Aquellos a quienes el mundo celebra como los maestros esclarecidos de la medicina, aparecen representados en estas pinturas.» Los del nimbo son San Cosme y San Damián; los de la barba, Hipócrates y Galeno. Estamos en la oficina del médico, y a la vez en la apoteca, la botica. Nuestro guía, este abad joven y pálido, ama la medicina más acaso que la jurisprudencia, que la historia, que la dialéctica o la minerología; la ama tanto como a la teología, porque si ésta sirve para alimentar a las almas, aquélla sana y robustece los cuerpos; son dos instrumentos de la caridad, que quiere abarcarlo todo y a todos aprovechar. Tanto como el olorcillo confuso de la menta, el anís, el saúco, la artemisa y la genciana, lo que aquí se respira es el hálito de la caridad. Es la caridad la que da al médico esta bella advertencia:

«Atiende solícito lo mismo al pobre que al poderoso. Justo es que el rico te pague tus cuidados, pero no seas exigente con el que no tiene que comer.» Pero al lado se lee una amarga advertencia acerca del egoísmo humano: «Mientras te dura la enfermedad, no le faltan al médico regalos; mas apenas te levantas del lecho, ya no vuelves a acordarte de él.»

De la biblioteca y la farmacia pasamos al escritorio, una habitación luminosa y sonriente. Todo es actividad y silencio. Sólo se oye el rasguear de los cálamos, el gemir del pergamino, roto por las tijeras, y, a intervalos, pausada y clara, la voz del dictante. En los muros hay severas amonestaciones para los escribas: «El que estuviese aquí media hora ocioso, sea suspendido y reciba dos azotes. Amigo, si sabes copiar y pintar dos, tres y cuatro veces mejor, tu obligación es hacerlo. Si eres capaz de comprender dónde estás, calla; ese es mi precepto. El copista no sufre a su lado un hablador.» Así debe ser el escritorio de donde va a salir la renovación científica de España: lugar del trabajo inteligente y asiduo, mansión del silencio y la quietud, refugio del arte y de la ciencia. Todos deben aspirar a la perfección; el que prepara la vitela, el que combina las tintas, el que adorna las iniciales, el que ilumina los folios con figuras de un delicioso sabor oriental, y, sobre todo, el que tiene la misión de trasladar a las futuras generaciones las obras maestras de los antiguos en esbeltas y angulosas capitales, en cursivas rápidas y enrevesadas o en los rasgos suaves y redondos de la minúscula. Nada les falta para cumplir dignamente con su noble oficio: ni el oro, ni el lapislázuli, ni el cinabrio, ni las finas canas cortadas a la orilla del Betis, ni las plumas de ganso, ni las pieles más finas de ternerillo de cuatro meses. Mirad todos esos frascos que llenan las alacenas. «No brindamos licores —nos dicen ellos—; nosotros guardamos los polvos finos de las materias colorantes.» Y el maestro completa: «Aquí tengo toda clase de perfumes: esencias de rosa y violeta, aromas de incienso y almíbar, elixires de nardo y de estacte, ungüentos de nuestra tierra española, juntamente con otros traídos de Grecia; mirra, casia, cinamomo, croco de Cilicia... En fin, todo lo que el árabe quema en sus aras, cuanto produce la India en materias de pigmentos, cuanto se encuentra entre las aguas del mar de Jonia, puede admirarse aquí. Para transmitir lo bello del pasado a los venideros, no bastan las hierbas humildes, que nacen en cualquier prado; debemos disputar sus riquezas a los palacios de los reyes.»

—Maestro—observamos nosotros—, por lo visto, al organizar todos esos elementos de trabajo, vuestro pensamiento está fijo en los tesoros de la cultura antigua.

—En la cultura de los hombres que nos han precedido y en la de los hombres que vendrán después de nosotros. Desgraciadamente, hoy ya no sabemos tanto como en tiempo de Suetonio y de Agustín. No en vano han pasado dos siglos de invasiones y saqueos. Ahora los germanos empiezan a civilizarse, a envidiarnos nuestra lengua y nuestra erudición latina. Nuestra obligación es saciar esa sed santa y noble, recogiendo cuanto se ha salvado de la guerra y del incendio, ordenando los fragmentos dispersos, armonizándolo todo y ofreciéndoselo a los siglos futuros para que no vuelvan a la barbarie.

Así debía de hablar Isidoro a Braulio de Zaragoza cuando le enseñaba las salas donde había instalado su librería, su farmacia, su escritorio y su pigmentario. Recoger, ordenar, unificar, transmitir: he aquí resumido en cuatro palabras el ideal de toda existencia. La tarea ha empezado ya. Volvamos al escritorio. Un monje dicta; una docena de monjes copia. ¿Qué copian? Una nueva edición, una recensión nueva de la Biblia. El texto de la Vulgata jeroni-miana se iba adulterando de tal modo, que las Iglesias no podían ponerse de acuerdo. Era un caos, donde Isidoro acababa de infundir la luz. Ha recogido los antiguos manuscritos, ha estudiado, ha comparado, ha eliminado, y así ha logrado un texto bíblico casi perfecto, que se extenderá por toda España y correrá luego por toda la cristiandad. Ya tiene discípulos que le ayudan, que son buenos políglotas y buenos escrituristas; y uno de ellos es Floro, «el que con manos estudiosas, no sin gran trabajo y a petición del maestro amado, corrige el Salterio de David, restituyendo la versión latina de .acuerdo con las fuentes griegas y hebraicas». Así dice la dedicatoria dirigida al abad Isidoro, y termina: «Ahora, ¡oh padre!, recibe con benévolo corazón el volumen corregido, y revísalo tú para que sea una obra definitiva.»

Evidentemente, nos hallamos ante un hombre de espíritu claro y voluntad enérgica. Es un sabio, pero también un organizador. Tiene el genio del orden que hizo de Suger un hombre de Estado. Hubiera podido gobernar el mundo, diríamos de él sin temor de exagerar. Ya en su abadía se revela un hombre de gobierno. Desde el primer momento se ha dado cuenta de que la legislación monástica que regula la vida de los monjes visigodos es oscura, enrevesada y, a veces, contradictoria: la misma confusión que en el campo de las Sagradas Escrituras. Para remediarla, escribe su Regla de los monjes, donde todo es claridad, método, sencillez y comprensión. Todos los elementos antiguos han sido admirablemente fusionados, sistematizados y dispuestos de una manera orgánica. Es una construcción, que preludia las Etimologías.

La pasión del orden será también el resorte de su vida episcopal. En el año 600 sucede a su hermano en la sede episcopal de Sevilla. Predica al pueblo, gobierna la diócesis, vela sobre toda la Bética, reúne concilios, uno en 619; otro en 625; promulga sabios decretos para promover la cultura y mejorar las costumbres, defiende la ortodoxia, convierte a un obispo oriental que propagaba en el sur de España el eutiquianismo, y confunde a un prelado godo que se había levantado al frente de una reacción arriana. Su acción llega hasta Toledo, y desde allí a todas las provincias de España. Es el consejero de los reyes, su servidor, el más fiel de los vasallos. Admira al pueblo guerrero, que ha sabido crear un imperio en su tierra, y se esfuerza para suavizar sus costumbres y hacerle comprender toda la belleza de las viejas tradiciones hispanorromanas. Amigo del «cristianísimo rey Sisebuto, su hijo y señor», le alienta en su programa de gobierno, le anima en sus trabajos literarios, y «conociendo su ingenio, su facundia y su amor a las letras», le dedica el libro De la naturaleza de las cosas. Esta política se inspira en el más puro y ardiente patriotismo. Se siente orgulloso de ser español, de vivir en la era de los reyes de Toledo, de pertenecer a la Iglesia de los grandes concilios toledanos. Su Crónica de los reyes godos, vándalos y suevos empieza con un canto a España lleno de emoción y lirismo. «De todas las tierras que hay desde el océano a la India, tú eres la más hermosa, ¡oh Hispania sagrada!, madre, siempre feliz, de príncipes y de pueblos. Tú eres la gloria y el ornamento del orbe, la reina de las provincias, la parte más ilustre de la tierra, la que fue amada por el poderío de la gente goda, que alzó en ella un imperio glorioso por la majestad real y el brillo de las riquezas.»

Aquel hombre, enamorado de la unidad, se sentía nacionalista al ver a su patria gozosa de su unidad política y religiosa. Él también trabaja por la centralización de los poderes civiles y religiosos, asqueado, sin duda, de la anarquía en que se había vivido durante dos siglos. Favorece el acrecentamiento de las atribuciones de los metropolitanos de Toledo, y trabaja en acentuar la tendencia a la formación de una Iglesia nacional, iniciada ya en el tercer concilio toledano. Su ideal empieza a realizarse en el cuarto concilio de Toledo, que, inspirado y presidido por él, nos refleja, al mismo tiempo que sus ideas teológicas, sus planes bien definidos de reforma religiosa. Es en diciembre del año 633. Isidoro, casi octogenario, ha llegado a la cumbre de su fama de ciencia y santidad. Los setenta obispos reunidos en torno suyo se inclinan delante de su figura venerable y su saber prodigioso. Casi no hay discusión en la asamblea: él propone los decretos, sus colegas asienten. Todos llevan el sello de su talento preciso, claro, pragmatista y organizador. La disposición de las materias es también de una lógica irreprochable. Ante todo, el símbolo de la fe que ha de ser como la columna de luz del catolicismo español; después, la organización general de la Iglesia, y como consecuencia natural, la ordenación de la oración pública y los oficios divinos; siguen las disposiciones acerca de la parte material de las basílicas y los estatutos que han de regular la vida de los clérigos. Hay una veintena de cánones para fijar la situación de los siervos y los judíos, y viene, finalmente, la reglamentación de las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Una idea común inspira toda esta legislación: es la idea de unidad. Todas las ciudades episcopales deben tener una universidad, un seminario semejante al de Sevilla; todos los clérigos deben usar la misma tonsura, todos los templos deben tener los mismos rezos y la misma manera de administrar los sacramentos; todas las iglesias deben someterse a la misma ley; toda la nación debe regirse por la misma colección canónica: la Hispana, que Isidoro acaba de redactar y promulgar; todos los obispos deben acatar la autoridad del Concilio nacional. Unidad de gobierno, unidad de disciplina y unidad de liturgia, «porque sería un absurdo—dice Isidoro—que tuviésemos costumbres distintas los que profesamos una misma fe y formamos parte de un mismo imperio». Hay una excepción, sin embargo, a este principio general. Isidoro se resigna a ella, aunque no sin vacilaciones. Vive en un ambiente nacionalista, y lo favorece con toda su alma. El nacionalismo trae la persecución de los judíos, y en esto Isidoro ya no está con sus contemporáneos, ni siquiera con su amigo el rey Sisebuto, que había querido convertirlos a la fuerza. En su Historia, Isidoro condena su conducta. «Tuvo celo—dice—, pero no según la prudencia.» En el Concilio cuarto de Toledo, delante de la corte y del episcopado, se atrevió a oponerse a la corriente antisemita, contentándose con dificultar la influencia perniciosa de los judíos. «Se les ha de atraer—dice—; pero no con la espada, sino con el raciocinio»; y poniendo en práctica este principio, publica sus dos libros Contra los judíos, que, en el optimismo de su caridad, había creído más eficaces que las torturas de Sisebuto.

El sabio, entre tanto, no había olvidado sus planes de su escuela. Leía, escribía y enseñaba con el ardor de sus años juveniles. Su ciencia y su elocuencia reúnen en torno suyo lo más granado de la juventud estudiosa de toda España. Todo en él cautivaba y deleitaba: su virtud, su bondad, su lenguaje y su saber. Ildefonso de Toledo, el más famoso de sus discípulos, hace de él este elogio: «Era un hombre extraordinario, tanto por su belleza varonil como por su inteligencia; su manera de hablar tenía tal gracia, tal facilidad y un hechizo tan profundo, que causaba estupefacción a cuantos le escuchaban, y aunque repitiese las mismas cosas, nunca nos cansábamos de oírle.» Además de fácil, su palabra era densa, y siempre en armonía con la condición de los oyentes. «Tenía una abundancia admirable de expresión—dice otro contemporáneo, Braulio de Zaragoza—; este hombre, dotado de una elocuencia maravillosa, sabía amoldarse al alcance de todos, de los sabios lo mismo que de los ignorantes.» Su enseñanza era una entrega de sí mismo; en su voz, lo mismo que en su pluma, sólo hay un anhelo: ser útil a los demás, haciendo fructificar aquel germen de sabiduría que providencialmente había arraigado en el fondo de su ser. Fue la suya una ciencia provechosa para los demás, y al mismo tiempo, limpia de orgullo, completamente impersonal. Todos sus libros se los arranca la necesidad de sus discípulos o la exigencia de sus contemporáneos. Comenta rápidamente casi todos los libros de la Biblia, en beneficio del pueblo cristiano; publica su obra Los oficios eclesiásticos, para poner en manos del clérigo un manual litúrgico indispensable; escribe los tres libros de las Sentencias, que pueden considerarse como la primera Summa teológica, para que sirviese de libro de texto a los estudiantes de teología en las escuelas episcopales; redacta su obra De la diferencia de la propiedad de las palabras, como complemento al estudio de la gramática y la retórica; y sus obras históricas La Crónica, La Historia de los reyes de España y El libro de los varones eclesiásticos, no tienen otro objeto que satisfacer la sed de conocimientos que él había despertado entre sus compatriotas. Las mismas ciencias naturales; el estudio del mundo físico, debían formar una parte no despreciable del ciclo de estudios que regía en su Universidad sevillana, «pues no es una cosa supersticiosa—nos dice él mismo—el conocer el curso de los astros, los movimientos de las olas, la naturaleza del rayo y del trueno, las causas de las tempestades, de los terremotos, de la lluvia y la nieve, de las nubes y del arco iris». De todas estas cuestiones trata en dos libros sugestivos, el De la naturaleza de las cosas y el Orden de las criaturas.

Esta producción, extensa y variada, culmina en la obra gigantesca de las Etimologías, cristalización genial de los conocimientos que Isidoro había atesorado en su memoria y almacenado en sus ficheros, fruto de una inmensa lectura, de una larga paciencia y de un método escrupuloso. Todo el saber antiguo debía estar allí condensado, sistematizado, ordenado. Hablando de San Isidoro, esta palabra nos persigue siempre. En primer lugar, las artes liberales; después, la medicina y las leyes de los tiempos, con un breve resumen de historia universal; a continuación, la noticia de las cosas sagradas, de las religiones y de las sectas; y tras esto, la exposición de toda suerte de conocimientos profanos: lingüística y etnología, sociología y jurisprudencia; geografía y agricultura; historia natural y cosmología; lengua, razas, ejércitos, monstruos, animales, minerales, plantas, edificios; campos, caminos, jardines, construcciones, vestidos, costumbres, instrumentos de la paz y de la guerra y utensilios de toda clase. Era una verdadera enciclopedia, cuyo elemento original estaba en la concepción y en el espíritu amplio con que Isidoro supo amalgamar la ciencia pagana con la tradición científica de los Santos Padres. Para él, todos aquellos conocimientos debían tener valor de edificación, todos podían ser una ayuda para bien vivir, con tal que se hiciese de ellos mejor uso que los paganos.

Tal fue la impresión que hizo en toda España el plan grandioso de esta obra, que los intelectuales se apresuraron a arrancársela de las manos al autor. Ya en 620, el rey Sisebuto logró que Isidoro le enviase una copia de lo que hasta entonces llevaba compuesto. Hízose con todo sigilo, pues el autor no se decidía nunca a dar por terminada su obra. Durante siete años, Braulio de Zaragoza le exige con insistencia inoportuna el envío de un ejemplar, y al fin, en 631, agotada la paciencia, le escribe una carta llena de amistosos reproches: «En adelante—le dice—, mis ruegos se convertirán en injurias, mis palabras en gritos, y no te dejaré en paz hasta que abras la mano y des a la familia de Dios ese pan de vida que ella exige de ti.» Isidoro cede, y entrega los borrones a su amigo, encargándole de dar la última mano. Era el año 632.

En medio de sus abrumadoras tareas de metropolitano y de maestro, de escritor y de obispo, de consejero de reyes y director de concilios, de organizador del reino y de la Iglesia, Isidoro parecía sentir constantemente la nostalgia del retiro monacal: «¡Ay, pobre de mí—exclama en el tercer libro de las Sentencias—, pues me veo atado por muchos lazos que me es imposible romper! Si continúo al frente del gobierno eclesiástico, el recuerdo de mis pecados me aterra, y si me retiro de los negocios mundanos, tiemblo más todavía, pensando en el crimen del que abandona la grey de Cristo.» Estas palabras parecen el eco de una vida espiritual intensa; y, efectivamente, aquel erudito sin igual, aquel gran gobernante, era también un místico, y como un místico se nos revela en el libro de los Sinónimos, efusión inflamada del corazón llagado por las tristezas de la vida, diálogo emocionante entre el alma, que, oprimida por el dolor, llega a desear la muerte, y la razón, que la consuela con la esperanza del perdón, la profunda belleza de la virtud, los encantos de la bondad divina y las alegrías inefables de los caminos de la perfección. Alternativamente oímos el lenguaje de la humildad más profunda y del amor más puro.

La humildad y el amor fueron también los dulces compañeros en su última hora. Viendo que se acercaba, dejó su celda para orar, una vez más, en la basílica de San Vicente; así nos lo dice uno de sus discípulos, que estuvo presente a su muerte. Durante los seis últimos meses, los pobres habían pasado delante de él en una procesión continua; ahora les distribuyó cuanto le quedaba. Colocado delante del altar, rezó en alta voz delante de la multitud; después, dirigiéndose a los fieles, les dijo estas palabras:

«Perdonadme todas las faltas que he cometido contra vosotros; si he mirado con odio a alguno; si, irritado, molesté a alguien con mis palabras, humildemente le ruego que me perdone.» A estas súplicas, el pueblo respondía con sollozos. Dos obispos vistieron el cilicio al moribundo y lo rociaron de ceniza. «Indulgencia», gemía Isidoro, y sus manos se dirigían al Cielo empujadas por su anhelo heroico de descanso y de luz. Era el año 636.

Así murió aquel gran bienhechor de la Humanidad, trabajador infatigable y sabio universal, a quien llamará, algo más tarde, un concilio toledano, «doctor insigne de nuestro siglo novísimo ornamento de la Iglesia católica, el último en el orden de los tiempos, pero no en la doctrina; el hombre más docto en estos críticos momentos de fin de las edades». Preocupóse más de conocer que de profundizar, pero acaso era esto lo que entonces más convenía. En muchos siglos no se levantó un hombre de erudición tan vasta: comentó la Escritura, escribió versos, reorganizó la legislación civil y canónica, dejó una tradición escolar, trató en sus obras todas las ramas del saber, e influyó profundamente en toda la vida social y religiosa. Fue el mayor pedagogo de la Edad Media. Durante muchos siglos, la cristiandad vivirá de su hálito ardiente, como dirá Dante. Todavía no ha muerto, cuando sus obras recorren triunfantes todos los pueblos del Occidente de Europa. Italianos, franceses, sajones, germanos y celtas le estudian, le imitan, le copian, le plagian incansablemente. Después de los libros santos, no hay libros más leídos que los suyos. Se encuentran en todas las bibliotecas, se enseñan en todas las escuelas, se transcriben en todos los escritorios. Muchas generaciones podrán repetir con verdad las palabras de San Braulio:

«Tus libros nos llevan hacia la casa paterna cuando andamos errantes y extraviados por la ciudad tenebrosa de este mundo. Ellos nos dicen quiénes somos, de dónde venimos, y dónde nos encontramos. Ellos nos hablan de las grandezas de la patria y nos dan la descripción de los tiempos. Nos enseñan el derecho de los sacerdotes y las cosas santas, la disciplina pública y la doméstica, las causas, las relaciones y los géneros de las cosas, los nombres de los pueblos y la esencia de cuanto existe en el Cielo y en la tierra.»