domingo, 22 de marzo de 2015

Homilía


El profeta Jeremías recuerda que la alianza del Sinaí falló, no por culpa de Dios, que se mantuvo fiel a sus promesas, sino del pueblo, que cayó en la idolatría.

Dios, de nuevo, toma la iniciativa y anuncia “una alianza nueva”.

El pueblo, hasta entonces, había interpretado la alianza como una serie de normas y preceptos que había que cumplir sin rechistar.

Esto acarreaba tensiones, porque cuando se hace algo, por cumplir lo estipulado, de mala gana y protestando, la persona no es feliz.

La “nueva alianza”, añade el profeta, estará escrita en los corazones.

El objetivo de la misma no es cumplir lo estipulado, porque todos caeríamos en la misma trampa, sino “conocer a Dios” y amarlo con todo el corazón, de la misma manera que Él nos conoce y nos ama.

La fe, sin este “conocimiento” carece de sentido.

Nos conviene meditar este sustancioso pasaje del Antiguo Testamento para trasladarlo a nuestra vida personal y a la vida de la Iglesia, pues parte de la crisis que sufrimos proviene de un cristianismo descafeinado, superficial y sin compromisos serios que motiven nuestro quehacer diario.

Creemos en Jesús, pero nos falta adherirnos a Él.

Creemos en la Iglesia, pero marginamos a la comunidad o nos unimos a ella cuando nos apetece.

Creemos en la resurrección, pero vivimos como si Dios no existiera o lo sustituimos por los atractivos ídolos de nuestro tiempo, que nos ofrecen dinero, placer y sueños por realizar. Así vamos avanzando buscando quimeras y dejando por el camino ilusiones rotas, esperanzas frustradas y semillas de fracaso.

¿Por qué los hombres y mujeres de los países ricos apenas sonríen?

¿Por qué vemos tantos rostros amargados, con la agresividad a flor de piel?

Hemos de dejar la religión de normas por la religión de vida interior.

Necesitamos “volver el corazón a Dios”, recapacitar sobre nuestros fracasos, poner los ojos en Él y seguirle.

Este es un reto, que requiere no sólo buena voluntad, sino una dosis profunda de fe, para confiar en su protección y evitar que nos engullan las voraces fauces del materialismo imperante.

No es fácil navegar contra corriente en una sociedad hostil a las creencias y manifestaciones religiosas sin recibir las amenazas de los intolerantes de turno, revestidos de capa democrática.

Muchos cristianos sufren hoy la persecución y mueren por mantenerse fieles a Cristo en medio de regímenes totalitarios y de radicales religiosos, que matan por defender a Dios.

¿Cómo se puede envenenar la mente y endurecer el corazón para desembocar en estas atrocidades?

Leamos la Carta a los Hebreos 5, 7-8, donde se nos dice que

“Cristo, en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte, cuando en su angustia fue escuchado”.

Dios no es ajeno a los sufrimientos humanos.

La entrega de su propio Hijo a la muerte es una muestra de su cercanía al hombre y de su amor misericordioso, que supera todas las contradicciones del mundo.

“Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero, si muere, da mucho fruto” (Juan 12, 24).

Jesús, con esta imagen, se refleja a sí mismo en su pasión, muerte y resurrección como signo extremo de amor.

Pero todos nos sentimos reflejados en él y en los motivos de su entrega hasta la muerte.

Por eso aceptar la cruz por amor es la medida de la vida cristiana, que conlleva cansancios, contrariedades, desilusiones, sufrimientos, traiciones, soledad, orfandad, momentos de tinieblas…

Compartirla con los seres queridos nos adentra en la comprensión del misterio del sufrimiento y de una alegría más plena.

“Caer en tierra y morir” no es sólo el camino para dar fruto, sino también para salvar la propia vida.

Por el contrario, el egoísmo, el conservar la vida a toda costa, el desentenderse de todo y de todos para no ser vulnerables, nos pierde, nos arrastra a una vida estéril y vacía de amor.

Este mensaje tranquilizador del Señor nos invita a seguir adelante en proyectos que benefician a otros y nos permiten crecer en fraternidad.

Aunque aparentemente fracasen, no son pérdida de tiempo ni quedan en el cajón del olvido:

“lo que hicisteis con uno de estos, mis pequeños hermanos, lo hicisteis conmigo” (Mateo 25, 40).

Ofrecemos a continuación un testimonio muy actual, que cuestiona la mentalidad egoísta y utilitaria de amplios sectores de nuestra sociedad.

“Un hombre entrado en años llegó esa mañana al consultorio médico. Necesitaba curarse de una herida en la mano y tenía mucha prisa por reunirse con su mujer, enferma de alzheimer en una residencia de ancianos, y leerla un cuento.

¿Por qué se alarma -le preguntó el galeno cuando acabó de vendarle la herida- si su esposa no le conoce ya.

Por supuesto que ella no sabe quién soy, pero yo sé muy bien quién es ella.
La conocí en su plenitud y era una mujer extraordinaria.
Siempre disfrutó mientras le leía cuentos y poesías en el desayuno.

Cuando el hombre se retiraba del consultorio, el médico, con lágrimas en los ojos, se dijo para sí mismo:
–Ésa es la clase de vínculo que anhelo alcanzar en mi vida.

El verdadero amor no se reduce ni a lo físico ni a lo romántico.
Es la aceptación de todo lo que el otro es, de lo que ha sido, de lo que será y de lo que ya no es”.


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