domingo, 15 de marzo de 2015

Homilía


El autor del Libro de las Crónicas hace un breve resumen de la historia de Israel y su alianza con Dios. Ésta fue quebrantada por el pueblo, que se mofó primero de los profetas enviados por Dios y cayó en la iniquidad junto con sus sacerdotes.

Por ello, interpreta la destrucción de Jerusalén como castigo por sus traiciones y prevaricaciones.

Pero Dios es misericordioso y, una vez que han pagado el castigo, envía un libertador en la persona del pagano Ciro, Rey de Persia.

El pueblo debe retornar cuanto antes a Dios, porque su amor supera a su cólera.

El autor del libro saca, como consecuencia, que es un castigo por las traiciones y prevaricaciones del Pueblo, que debe retornar cuanto antes a Dios, porque su misericordia es siempre superior a su cólera.

La Escritura nos revela que Dios es sorprendente. Sus designios escapan a la lógica humana.

Nadie esperaba que Dios se sirviera de un pagano para tender puentes, abrir el retorno del pueblo a Jerusalén y facilitar la construcción del Templo.

Para el auténtico creyente hay abierto un resquicio hacia la esperanza, como queda reflejado en el salmo 136: “que se me peque la lengua al paladar si no me acuerdo de ti, si no pongo a Jerusalén en la cumbre de mis alegrías”.

San Pablo sueña con una humanidad armónica y dinámica, reconciliada, sin divisiones ni desigualdades.

Su sueño se fundamenta en que Dios, “estando nosotros muertos por el pecado, nos ha hecho vivir con Cristo” (Efesios 2, 5)

Es una manera nueva de enfocar la esperanza en un horizonte sin límites, donde nada queda por salvar y todo debe reorientase.

En este sentido, El papa Francisco nos invita a establecer en la Iglesia la “revolución de la ternura”, pues sigue pesando más en nuestras comunidades cristianas el Dios justiciero y castigador que el Dios benevolente que, lejos de condenar al pecador, se acerca a él para abrazarle y ofrecerle oportunidades de conversión.

Sabemos así que cada persona es sagrada y merece nuestro cariño y nuestra entrega.

Jesús le recuerda a Nicodemo, evocando el episodio de la serpiente de bronce que los israelitas construyeron en el desierto para curarse de las picaduras de las víboras, que la fe en El es un pasaporte para la vida eterna.

Mirando la cruz podemos sentir el amor que Dios tiene a toda la humanidad, sin distinción de pueblos, razas y condiciones sociales.

Dios no envía a su Hijo al mundo para condenarlo, sino para salvarlo.

Sin embargo, la salvación no se impone a nadie, se propone.

El misterio de la libertad aparece en el evangelio de hoy con toda su crudeza:

“La luz vino al mundo, y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas” (Juan 3,19).

Este es el gran reto para los hombres y mujeres de hoy, que nos movemos entre luces y sombras, en permanente búsqueda de un camino firme y seguro, que nunca se termina de alcanzar.

Lo normal es circular por arenas movedizas, entre incertidumbres, que nos obligan a renacer cada día, a reafirmar la fe para no claudicar.

Desgraciadamente hay entre nosotros personas que al mal lo llaman bien y al bien lo llaman mal, dentro de una degeneración moral inconcebible hace pocos años.

Hay en muchos otros ciudadanos miedo, e incluso pavor, a dejarse interpelar por la Palabra de Dios, por llamamientos a la solidaridad o por conocer el sentido de la propia existencia.

Prefieren la ignorancia, transitar por caminos embarrados y confundirse en el largo pelotón de los anónimos, a enfrentase con su destino.

Este miedo a la luz para no cuestionarse un cambio de hábitos y de rumbo, es muy habitual en nuestra sociedad consumista y carente de altos ideales.

En casi todos lo hogares hay una biblia, casi siempre empolvada.

El mensaje cristiano, cuando no se busca la verdad, se diluye entre un montón de mensajes subliminales de corte político o económico.

Todos podemos caer en la trampa de las luminarias que nos impiden ver la Luz o de disimular nuestras carencias con ocasionales prácticas religiosas para justificar nuestra inoperancia.

“Hace cientos de años, y en medio de una noche oscura, el ciego Guno caminaba por las calles de un pueblo de Oriente a la luz de la luna. Llevaba en sus manos una lámpara de aceite encendida.

Se cruzó con unos jovencitos que, al verlo y reconocerlo, quisieron gastarle una pesada broma, le echaron la zancadilla y, mientras tropezaba y caía, se alejaron riendo.

Más adelante se topó con un vecino que, para probar su pericia, le puso un obstáculo en el camino, que supo eludir.

Pero un vecino de siempre, amigo de la infancia, sorprendido al verle a esas horas, le preguntó:
- ¿Qué haces, Guno, tú que eres ciego, con una lámpara en la mano, si no puedes ver el camino?

- No llevo la lámpara, respondió Guno, para iluminar mi camino, pues conozco la oscuridad de estas calles de memoria;
Llevo la luz para que, cuando me vean a mí, otros hallen su camino”


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