domingo, 1 de marzo de 2015

Homilía


Leemos hoy uno de los textos más controvertidos de la Biblia.

¿Cómo es posible que Dios, que había prometido a Abraham una descendencia tan numerosa como las estrellas del cielo y la arena de las playas, le pide ahora que sacrifique a su único hijo, Isaac?

Parece un mandato irracional.

Sin embargo, Abraham, responde con una obediencia ciega y una disposición total, repetida dos veces: “Aquí me tienes”.

La tensión dramática de la prueba, llevada al límite, se resolvió felizmente, pues Dios no quería la muerte de Isaac, sino comprobar el amor de Abraham.

La liturgia interpreta la escena como un acontecimiento de salvación centrado en la escucha obediente a los planes de Dios, aunque sean paradójicos y no los entendamos.

El “aquí me tienes” de Abraham lo escucharemos más adelante en boca de Moisés, de Samuel, de Isaías y de la Virgen María.

Además, el sacrificio de Abraham en el monte Moriah guarda similitud con el de Jesús en el monte Calvario, pero con una diferencia sustancial: Dios interviene para impedir la muerte de Isaac, pero no lo hace con su propio Hijo, exponiéndole al rechazo brutal y a la ignominia.

Jesús reitera, a pesar de todo, su obediencia y abandono a la voluntad del Padre.

Por eso San Pablo -segunda lectura- dice:

“El que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará todo con él?” (Romanos 8, 32-33).

Jesús, previendo su próxima muerte, quiere adoctrinar a sus discípulos de cara a los luctuosos acontecimientos que vivirán.

Y la mejor forma, según las tradiciones de Israel, es subir a la montaña, al igual que hicieron Moisés y Elías, para orar y contemplar el esplendor de la gloria de Dios.

Los discípulos quedan atónitos y subyugados por la experiencia de la transfiguración del Señor y sólo entenderán plenamente su sentido después de la Resurrección.

La escena está cargada de simbolismo, con Jesús como protagonista principal y Moisés y Elías, representando a la Ley y los Profetas, como actores secundarios.

Los discípulos descubren, al mismo tiempo, el mesianismo de Jesús y el papel que desempeñan a su lado después de haberlo dejado todo por seguirle.

Pero aguardan duras pruebas.

Los éxitos humanos duran poco, las glorias resultan efímeras y pronto se olvidan para dar paso a la cruda realidad: nada se consigue sin entrenamiento, sin sacrificio.

Queda, no obstante, en ellos un recuerdo imborrable, guardado en la vitrina de su corazón, que supondrá una ayuda y estímulo cuando negros nubarrones se ciernan sobre sus cabezas y se suman en la desolación y el abandono.

Las palabras del Padre del cielo: “Este es mi Hijo amado, escuchadlo” (Marcos 9, 7), nos dan la clave de la transfiguración, pues pone a su Hijo como centro de la historia de la salvación en general y del Nuevo Testamento en particular.

Si en el Antiguo se decía: “Todos los que invoquen el nombré de Yahvé se salvarán” (Joel 3, 5), en el Nuevo se afirma con la misma convicción: “Todo el que invoque el nombre del Señor se salvará” (Actas 2, 21; Romanos 10, 13).

¿Sabemos hacer un alto en el camino?

¿Escuchamos, de verdad, a Jesús y deseamos conocer su voluntad?

Son preguntas fáciles de responder con teorías y buenas palabras, pero difíciles de practicar, pues, a la hora de la verdad, buscamos cualquier pretexto para evitar compromisos que nos saquen de nuestras comodidades y nos hagan sufrir.

De todos es sabido que el “roce” crea cariño y despierta sensibilidad ante los problemas de los demás.

Por esta razón, muchos se vuelven egoístas, miran hacia otro lado y, al cerrar los oídos, cierran también el corazón, porque:

“ojos que no ven, corazón que no siente”.

Escuchar es el gran reto de la sociedad de hoy y una de sus prioridades fundamentales.

Falta, en general, una buena actitud de escucha y sobre la prepotencia y el, querer llevar siempre la razón. Veamos, como botón de muestra, los debates de varios canales de televisión

¿Dónde está nuestra libertad, nuestro criterio independiente, nuestra mediación positiva para dar cabida en nuestro corazón al que intenta comunicarse con nosotros?

La humildad es una cualidad humana poco valorada, que se transforma en una virtud cristiana cuando cada uno valora al otro por encima de sí mismo, se deja interpelar por él y pone final finalmente los ojos en Dios, fuente de Vida y Comunicación.

Tenemos el mejor ejemplo en Jesús.

No se deja arrastrar por los vítores de la muchedumbre, los halagos o las adulaciones, porque es consciente que la fuerza le viene de Dios, a quien se dirigen sus oraciones.

Repasemos el evangelio e imitémosle.

“Cada día, aquel viejo sabio salía a caminar tranquilamente.
Sus discípulos eran escasos, porque él no era muy hablador.
Conversaban ellos, y él se contentaba con una ligera inclinación de cabeza o con una reflexión aquí y allá.

Enseñaba más con sus actos que con sus palabras. A ellos les correspondía averiguar el significado de dichos actos.
A veces le llamaban el “ sabio loco” por su manera de desconcertar a sus estudiantes.

Un día, uno de ellos le preguntó:
-¿Puedo hablar contigo?
-Por supuesto.
Te espero mañana por la mañana en el ciruelo a la salida del sol.

A la hora convenida, el estudiante acudió a la cita.
El sabio no estaba. El tiempo pasó y pasó.
Por fin, el joven se fue, decepcionado.

Al día siguiente, cuando volvió a ver al sabio, le reclamó:
-¿Dónde estabas? No te vi bajo el ciruelo.
-Estaba en el árbol. ¿Por qué no miraste arriba?
Ya te lo dije muy claro: «En el ciruelo».

Escucha lo que te dicen y aprende a observar a tu alrededor. No te quedes con lo que parece obvio”.

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