domingo, 8 de febrero de 2015

Homilía


El problema del mal y, en particular, el dolor de los inocentes someten al creyente a una dura prueba.

Este es el planteamiento del libro de Job, que entra de lleno en el desarrollo de acontecimientos luctuosos, que la lógica humana, en su debilidad, no logra entender.

¿Puede acaso Dios desear el mal de su siervo?
¿Por qué permite el mal?

La mayoría de nosotros hemos visto las imágenes del Papa Francisco en el encuentro con jóvenes celebrado en la Universidad “Santo Tomás”, de Manila, abrazando a dos niñas: Jun Chura y Glyzelle Palomar, de 14 y 12 años respectivamente, rescatadas por una ONG de los basureros de la Ciudad y de todo tipo de abusos.

Previamente, Glyzelle le había dicho al Papa:

-“Hay muchos niños olvidados por sus propios padres. También hay muchos que son víctimas de cosas terribles como las drogas y la prostitución. ¿Por qué Dios permite que estas cosas sucedan, cuando además no es culpa de los niños? ¿Y por qué hay tan poca gente que nos ayuda?

Los lloros de las niñas y la conmoción del Papa al escuchar sus palabras, nos dan la medida de la dimensión del sufrimiento de los niños, para el que no hay respuesta.

-“Al mundo de hoy - dijo después el Papa a los jóvenes - le falta llorar. Lloran los marginados, lloran los que son dejados de lado, lloran los despreciados, pero aquellos que llevamos una vida más o menos sin necesidades no sabemos llorar.

Sólo ciertas realidades de la vida se ven con los ojos limpiados por las lágrimas".

La actitud de Job es un ejemplo a seguir, porque sabe superar la tentación de pedir explicaciones a Dios por su incomprensible lógica para el raciocinio humano. Es más importante para él sentir su proximidad, dialogar y abandonarse a su Providencia amorosa:

“El me lo dio, Él me lo quitó, bendito sea el nombre del Señor” (Job 1,21).

Por otro lado, el texto del evangelio, entroncado en la tradición judía, nos muestra el rostro compasivo de Dios en la curación de la suegra de Pedro.

Jesús no pasa de largo ante el que sufre, sino que se solidariza con el enfermo, cura las heridas de su cuerpo y de su alma e insufla esperanza en su corazón.

La parte del mundo, que ha marginado a Dios de la vida pública para dar cabida al poder desintegrador del pecado, llora hoy su ausencia por falta de ideales serios que motiven la convivencia en fraternidad y de horizontes abiertos a ilusiones nuevas.

Estamos enfermos y pedimos a gritos un médico que sane y limpie nuestra podredumbre interior.

Miremos a Jesús a la luz del evangelio.

No olvidemos que, para el evangelista Marcos, la enfermedad y la muerte manifiestan el imperio del demonio, y toda curación es una victoria mesiánica contra los ataques del mal, un anticipo de la fuerza de la resurrección.

La suegra de Simón, postrada en cama, representa a todos los que sufrimos las fiebres del miedo, la envidia, el odio, el racismo… y estamos cegados por el egoísmo que bloquea nuestro corazón.

Esta escena evangélica es igualmente imagen de la Iglesia y de tantas mujeres que colaboran en la propagación de la fe.

Dios es libertad y amor absolutos. Al tocarnos, cogernos de la mano y abrazarnos, como el Papa a Glyzelle, nos libera de las ataduras del mal para ser testigos de su presencia salvadora.

El evangelio nos ilumina, al final, con el ejemplo de Jesús, que se retira por la noche al desierto para orar en silencio.

No se pone en el centro a sí mismos, sino a su Padre del cielo, de quien recibe la fuerza para no sucumbir a la tentación del éxito y de la fama.

Por eso, si queremos imitare a Jesús, el eje de nuestra plegaria debe ser la búsqueda de la voluntad de Dios.

Reflexionemos, tomando como base la siguiente historia.

“Habían acudido muchos alumnos de todo Japón al retiro de meditación de Bankei, durante el cual, un alumno fue sorprendido robando.

Bankei fue informado del asunto, con la petición de expulsar al alumno, pero lo ignoró.

Por segunda vez sorprendieron al mismo alumno robando, y de nuevo lo llevaron ante Bankei, quién volvió a dejarlo pasar por alto.

Esto enfadó mucho al resto de alumnos, que firmaron en conjunto una petición para que el ladrón fuera expulsado.
Amenazaban con irse todos en bloque si el maestro no les hacía caso.

Cuando Bankei se enteró de la petición, llamó a todos sus alumnos y les dijo:
– Sois alumnos inteligentes; sabéis lo que está bien y lo que está mal; podéis ir a otro sitio a estudiar si así lo deseáis.

Pero este pobre alumno ni siquiera distingue entre el bien y el mal.

Si yo no le enseño ¿quién lo hará?
Voy a dejarle permanecer aquí, aunque todos los demás os marchéis.
Un torrente de lágrimas brotó de los ojos del alumno que había robado. Todo deseo de volver a robar había desaparecido instantáneamente”.

El corazón tiene respuestas que la razón no acierta a explicar.


Al final,
“Dios escribe recto con líneas torcidas”.

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