domingo, 15 de febrero de 2015

Homilía


El término “lepra”, que significa en su raíz hebrea “estar golpeado por Dios”, define con claridad lo que piensa la gente en tiempo de Jesús sobre esta enfermedad.

El leproso, tal cual aparece en el Levítico, es un apestado, un maldito, un impuro, que debe ser apartado de la sociedad y excomulgado para preservar la santidad del pueblo.

El hecho de que, en caso de sanación, tenga que hacer un sacrificio de expiación (Levítico 14, 33s) para ser admitido en la sociedad, revela el estrecho vínculo de la lepra y el pecado.

Podemos imaginarnos el sufrimiento físico y moral del leproso por tan horrible e injusta marginación.

Conocemos películas como “Ben-Hur” o “Molokai, la isla maldita”, que nos adentran visualmente en la dura vida de los leprosos y en el trato social que recibían.

Se creía en tiempo de Jesús, y hasta casi entrado el siglo XX, que la lepra era una enfermedad contagiosa. De ahí el miedo a comunicarse con los enfermos.

Hoy se cura con una buena higiene y siguiendo terapias adecuadas.

Además, el leproso curado se incorpora a la comunidad de seguideros de Jesús y se convierte en mensajero:

“Comenzó a divulgar el hecho con grandes ponderaciones” (Marcos 1, 45).

Jesús toca al leproso, se contamina con él, asume su ínfima condición social y termina muriendo en la cruz como un apestado, desfigurado y rechazado por el pueblo, para que el mundo deje de ser leproso.

En el “quiero, queda limpio” (Marcos 1, 41), vemos la voluntad de Jesús que, al “tocar” el dolor, lo vuelve en un acontecimiento de gracia, en un sacramento para el que sufre.

Los biógrafos de San Francisco de Asís narran cómo el joven Francisco, montado en un caballo, se encuentra con un leproso y, aunque siente horror y asco, se apea de su cabalgadura, le da una moneda de plata, besa su mano, sube de nuevo a su caballo y prosigue su camino, pero con el corazón lleno de paz y de dulzura.

Los cristianos hemos de imitar a San Francisco y a tantos otros en el seguimiento de Jesús, adentrándonos en la “selva” de los “intocables”, que actualmente no son los afectados por la lepra, sino por el sida, el ébola o las enfermedades raras, para las que la ciencia no ha encontrado todavía antídotos adecuados.

Esta es una dura tarea, que corresponde no sólo a los profesionales sanitarios o a los voluntarios de Cáritas u otras instituciones benéficas, sino a todos. Basta sensibilidad y amor y sobran prejuicios.

Miremos a nuestro alrededor, porque la lepra no es una enfermedad del pasado; la tenemos presente en nuestro mundo bajo diferentes apariencias.

Leprosos son todos los millones de seres humanos, que malviven en los arrabales inmundos de las grandes ciudades y mueren tirados y olvidados en la cuneta.

Leprosos son los que han sido apartados de los circuitos de producción y son abandonados a su suerte, porque ya no interesan a la sociedad del bienestar.

Leprosos son los ancianos confinados en centros de acogida, porque estorban en sus hogares y “obstaculizan” la convivencia familiar.

Leprosos son los emigrantes, que vienen en busca de mejores condiciones de vida y encuentran rechazo social por su doble condición de pobres y extranjeros.

Leprosas son las mujeres embarazadas, que se ven abocadas al aborto por presiones familiares, políticas o sociales, arruinando sus vidas en aras de un falso progreso.

Leprosos son todas las personas heridas en su dignidad por intereses inconfesables de los poderosos.

Leprosos somos todos cuando, creyéndonos sanos, perdemos la sensibilidad y rehuimos cualquier ayuda a los que sufren.

Valeria, una niña de 9 años, privada del afecto de su madre y que sufrió 31 operaciones, puede aleccionarnos y sentar una base de esperanza en corazones malheridos:

“Jesús, te doy gracias, porque hoy te recibo con alegría en mi corazón, porque cada día y cada minuto me cambias mi tristeza en alegría y mi melancolía en sonrisa.

Te doy gracias, porque en las dificultades me haces comprender lo que debo ser y me das fuerza para llevar mi cruz con serenidad.

Te doy gracias, porque he comprendido que, sin una cruz, nadie puede ser feliz y, porque viviendo en medio del sufrimiento, se aprende que, en cada experiencia bella o fea de nuestra vida, hay siempre muchos motivos para ser felices.

Yo soy feliz, aunque también llevo mi cruz, y te agradezco, Señor, de todo corazón, esta cruz que me has dado”.


Al mirarme por dentro a la luz del evangelio, constato mi pequeñez. Soy también leproso: “Señor, si quieres, puedes limpiarme” (Marcos 1, 40).

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