domingo, 1 de febrero de 2015

Homilía


La lectura del Deuteronomio nos revela, una vez más, que el verdadero profeta es elegido por Dios de entre los hombres para ser portavoz de su Palabra, clarificar sus designios y denunciar el mal.

La mediación profética de Moisés está presente en el judaísmo y es como un anticipo de los tiempos mesiánicos bajo la figura de Jesús, el nuevo Moisés.

Una de las características de la llegada del Mesías es la lucha sin cuartel contra el mal, simbolizado en la cura de un endemoniado en la sinagoga de Cafarnáun.

Jesús quiere liberar al ser humano de todas las fuerzas que laceran su dignidad y le abocan a la condición de esclavo.

Otra de las características es la superación de los “juicios universales”, con los que tendemos a condenar a los demás, porque no aguantamos los propios fracasos.

Este es el caso de la muchedumbre, que asedia a Jesús, avergonzada por los gritos descompuestos y desgarradores del endemoniado. Nadie intenta hacer nada, pero vierten críticas y descargan sobre Jesús la responsabilidad de intervenir y, de paso, evadirse de un problema que molesta a toda la ciudad.

Para Jesús, sin embargo, el endemoniado es un enfermo, una criatura de Dios, revestida de su gloria, que no merece ser arrebatada por ningún espíritu inmundo.

¿No vivimos hoy situaciones similares con personas, que han perdido la fuerza de voluntad a causa de las drogas, el alcohol, el juego, el dinero, el sexo y otras muchas lacras de nuestra sociedad?

Es un reto para todos facilitar terapias de curación y cauces de ayuda, con el fin de contribuir a su rehabilitación mediante el ejercicio de la caridad cristiana, que va más allá del altruismo: amar como Jesús nos ama.

La experiencia de vivir la fe en Cristo, como fuente perenne de amor, nos libera igualmente de la tentación de entender la religión como una selva de reglas y preceptos, a los que nos hemos ido acostumbrando por imperativos sociales.

Sentirnos como “brazos ejecutivos” de la ley, nos puede llevar a un fundamentalismo irracional, a ver demonios donde no los hay o a dividir el mundo entre buenos y malos.

Los buenos, por supuesto, somos nosotros; los malos, todos los que, a nuestro juicio, son enemigos de la religión y de Dios.

La historia da fe de múltiples guerras de religión, en las que cada bando se cree en posesión de la verdad y se arroga el privilegio de matar en nombre de Dios al adversario. Sólo pensarlo produce escalofrío.

Pero sucede hoy en varias naciones del mundo.

La reciente masacre contra periodistas gráficos de un semanario humorista de París por publicar dibujos en los que se ridiculiza a Mahoma, es una muestra más del fanatismo y la tensión emocional que existe en ciertos sectores del Islam. Pero es también una advertencia contra el “todo vale” en nombre de la libertad de expresión.

Hemos de aprender a respetar las creencias y sentimientos de los demás, sobre todo, en España, donde grupos radicales de izquierda han vejado públicamente crucifijos, insultado a los católicos y profanado capillas, jactándose de sus fechorías y saliendo impunes, porque no pesa sobre ellos ninguna amenaza.

Son hechos muy graves, que reclaman medidas, a fin de que no se vuelvan a repetir.

Una sociedad democrática no debe consentir estos atropellos al buen nombre de las personas y las instituciones, y ha de condenar la violencia verbal, física o gráfica, venga de donde venga.

Matar por motivos religiosos es una de las mayores aberraciones morales de nuestro tiempo.

¿Cómo dejar de ser esclavos del odio y de la barbarie que padecen algunas naciones por parte de grupos terroristas armados?

¿Cómo liberarnos de la intoxicación ideológica y de las presiones sentimentales de los que manejan a su antojo la opinión pública en propio beneficio?

¿Cómo escapar de las estructuras injustas que rigen nuestras vidas?

Volvamos los ojos a Jesús, para que desdemonice nuestros pensamientos, palabras y acciones y nos haga sentir muy cercano el amor de Dios para ser más comprensivos, tolerantes y flexibles con las debilidades humanas.

Él es el ejemplo vivo de que el bien termina venciendo siempre al mal.

Reflexionemos tomando como base la siguiente historia.

“Cuenta la historia de un anciano que vivía en una granja en las montañas de Kentucky.
Cada mañana leía la Biblia.
Algo que despertó la curiosidad del nieto, que vivía con él y deseaba imitarle.

Un día el nieto preguntó al Abuelo por qué no lograba comprender ni retener las palabras del Libro.
¿Qué hay de bueno en leer la Biblia?”

El abuelo, silenciosamente, dejó de echar carbón en la estufa y dijo:
- “Baja el canasto del carbón, ve al río, y tráemelo lleno de agua”.

El muchacho hizo tal y como su Abuelo le dijo, aunque toda el agua se salió del canasto antes de que él pudiera volver a la casa.

El abuelo se rió y dijo:
- “Tendrás que moverte un poco más rápido la próxima vez”.

Y lo envió nuevamente al río, con el canasto, a intentar traer agua en él.
Esta vez, el muchacho corrió más rápidamente, pero el canasto estaba de nuevo vacío antes de llegar a la casa.

Ya sin respiración, le dijo a su abuelo que era “imposible llevar agua en un canasto,” y fue a conseguir un balde.

Pero el anciano no quería un balde, sino un canasto de agua, para dar una lección a su nieto, que seguía intentando demostrarle la inutilidad de su tarea.

-“¿Por qué piensas que es inútil?- contestó el abuelo: “Mira dentro del canasto”.

Viendo su interior, comprendió, por primera vez, que el canasto tenía algo diferente.

En lugar de un fondo sucio por el carbón, estaba tan limpio como una bandeja de plata.

Así pensamos del mal que nos invade, pero la gracia de Dios actúa en nuestras vidas, nos regenera y nos cambia desde dentro”.

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