viernes, 9 de enero de 2015

San Eulogio de Córdoba

Vástago de una familia de rancia estirpe, que en otros tiempos había disfrutado las altas magistraturas de la ciudad patricia, Eulogio nació cuando el poder muslímico se consolidaba en su tierra andaluza. Las apostasías eran innumerables; pero en su casa, mermada materialmente por la dominación extranjera, se conservaba intacto el tesoro espiritual del pasado. Su abuelo, el viejo Eulogio, olvida leyendo la Biblia la malicia de los tiempos. Pero cuando el almuédano, desde la torre de la mezquita cercana, lanza su grito estentóreo invitando a los muslimes a rezar, este descendiente de condes y senadores se echa a temblar, y llorando amargamente y dejando escapar de sus ojos una mirada en que se mezclan el odio y la resignación, pronuncia las palabras del salmo: «Dios mío, ¿quién puede compararse a Ti? No calles ni enmudezcas. He aquí que ha sonado la voz de tus enemigos, y los que te aborrecen han levantado la cabeza.» Al lado de este anciano terrible creció el futuro campeón de la mozarabía. Él fue su primer maestro. También el niño, cuando oiga la voz del muecín en el alminar, hará en su frente la señal de la cruz y pronunciará estos dos versos, más expresivos que los de Eulogio el viejo: «Sálvanos, Señor, del mal sonido ahora y para siempre. Sean confundidos todos cuantos adoran la ficción y se glorían en sus simulacros.»

Se junta luego la influencia del abad Esperaindeo. Es el más famoso de todos los maestros cristianos de Córdoba. Experiencia de anciano, virtud anacorética, erudición patrística, entusiasmo juvenil por la fe y la vieja cultura, odio entrañable a todo lo que habían traído los conquistadores: esto es lo que Eulogio encontró en el venerable abad.

Encontró más: encontró un amigo y un colaborador en todas las empresas de su vida. Fue Paulo Alvaro, apasionado, como él, de la ciencia isidoriana, y, como él, inquebrantablemente asido a la vieja religión. En su amigo ha visto Alvaro la cifra de todas las perfecciones: un alma grande en un cuerpo pequeño; un encanto irresistible en el trato, una suave claridad en el semblante; el brillo del abolengo, la agudeza del ingenio, y en las costumbres, tesoros de gracia y de inocencia. Pero lo que no puede olvidar son aquellos ojos hermosísimos bañados de un fulgor ultraterreno.

Los dos amigos se completan. Alvaro es el hombre impulsivo; Eulogio tiene una naturaleza inclinada al reposo de la contemplación. Un ansia profunda de paz penetra todo su ser. En su cuerpo menudo, como el de San Eugenio, se encerraba la exquisita sensibilidad del arzobispo toledano. Las más delicadas impresiones hallaban eco en su corazón, semejante a una copa de cristal; pero esa resonancia se romperá siempre, ahogada por los ecos del combate. Un día consagrará a la virgen Flora la más conmovedora de las amistades. Es imposible juntar más estrechamente lo humano con lo santo en el corazón del hombre. Y, sin embargo, cumpliendo con los deberes sagrados de la religión, Eulogio no dudará en tronchar aquella flor que brotará en su camino. Y lo hizo con alegría. Por muy firmes que fuesen sus anhelos de paz, más firme estuvo su sentido del deber, que parecía haber renunciado a toda satisfacción, para conseguir el completo desprendimiento de todos los lazos terrenos.

A los veinticinco años, su vida se encauza hacia la actividad sacerdotal. El sentimiento de su indignidad le aterra, haciéndole prorrumpir en lamentaciones que nos conmueven todavía. «Señor—decía más tarde—; yo tenía miedo de mis obras; mis crímenes me atormentaban; veía su monstruosidad, meditaba el juicio futuro y sentía de antemano el merecido castigo. Apenas me atrevía a mirar al cielo, abrumado por el peso de mi conciencia.» ¿Qué pecados serían los suyos? Paulo Alvaro, que penetró en todas las intimidades de su vida, los desconoce; sólo sabe «que todas las obras de su vida estaban llenas de luz; que de su bondad, de su humildad y de su caridad podía dar testimonio el amor que todos le profesaban; que su afán de cada día era acercarse más al Cielo, y que gemía constantemente porque le pesaba mucho el fardillo de su cuerpo.» Noches enteras se pasaba en oración regando con sus lágrimas el pavimento de la iglesia de San Zoilo. Al estudio sucedían largas y encendidas meditaciones; a las meditaciones, ayunos austeros y severas penitencias, cumpliendo así aquel aforismo espiritual de su maestro: «Si quieres que tu oración vuele hasta Dios, ponía dos alas: el ayuno y la limosna.» Esto no le bastaba. En su cuerpo sentía los ardores de la juventud; y el recuerdo de algunas ligerezas pasadas vino a turbar su memoria. Para domar el primero y borrar las segundas, pensó tomar el báculo de peregrino y hacer a pie el viaje a Roma. Ir de Andalucía a Roma era entonces poco menos que imposible. Pronto verá Eulogio cuan difícil es pasar los Pirineos. Con vivos colores le pintaron ahora los suyos la dificultad de la empresa, pero sin hacerle vacilar. Su madre lloró y le llamó mal hijo; sus hermanas se colgaron a su cuello; Alvaro calificó de locura aquella resolución. Fue casi preciso acudir a la violencia. «Todos—dice—resistimos aquella tentativa, y al fin logramos detenerle, pero no persuadirle.»

Eulogio se vengó de aquella derrota, ausentándose de casa largas temporadas. La nostalgia de la soledad le perseguía siempre, y cada día sentía con más fuerza su voz misteriosa y sutil. Eran todos los síntomas de esa inquietud sagrada y deleitosa que sobreviene con frecuencia a los grandes espíritus. Dos fuerzas contrarias le arrastraban, y de ahí procedía su tormento. Hubiera deseado estar en la parroquia y en el monasterio, salvar almas y vivir a solas con Dios. Al fin, logró combinarlas misteriosamente, gozando de las glorias divinas de la una sin apagar las santas ambiciones de la otra. Recorría los monasterios que entonces rodeaban a Córdoba como un cinturón sagrado, hablaba con los santos anacoretas, imitaba sus penitencias, vivía su misma vida, y después de algún tiempo volvía a aparecer «para adornar la iglesia con la doctrina de su boca». Pisaba el camino del siglo «doliente y ansioso», pero volvía de nuevo a emprender su vida de amores sacerdotales y triunfos apostólicos. En la montaña se le veía derramando lágrimas de penitencia; en la ciudad se oponía como un muro de bronce a la relajación y a la apostasía. «No callaré—exclamaba—; seré como un perro, que nunca se cansa de defender los intereses de su señor, y tanto más ladra y acomete cuanto más le hieren y atormentan.»

En 845 emprende un viaje famoso en busca de sus hermanos, a quienes los azares de la vida comercial habían llevado hasta las regiones del Rin. Eulogio no pudo pasar los Pirineos. Llegó primero a Cataluña, maltratada entonces por una guerra feroz. Quiso luego atravesar por el paso de Roncesvalles, pero también allí encontró el tropiezo de la confusión política y las bandas guerreras. Mientras volvía la paz, recorrió los principales santuarios de Navarra, dejando amigos en todas partes. Los grandes monasterios, las escuelas más florecientes, los centros donde florecían los hombres ilustres por su sabiduría y su virtud, ocuparon durante varios meses la atención del piadoso viajero, sin olvidarse tampoco de preguntar por sus hermanos a los peregrinos que cruzaban por las gargantas de Valcarlos. Supo, al fin, de ellos, y con noticias consoladoras dio la vuelta a su patria. «La familia abandonada—nos dice él mismo—recibió a su peregrino y a su señor, después de tan larga ausencia, alegrándose como si saliese del sepulcro.»

No fue mucho lo que ese viaje enseñó a Eulogio acerca de la verdadera situación política y religiosa de España. Los cordobeses no sabían a punto fijo lo que pasaba en el Norte, y a juzgar por lo que nos dicen las historias árabes, debían creer que se trataba únicamente de unos cuantos grupos de malhechores salvajes y rebeldes a toda autoridad. La realidad era más seria y de mejor agüero para los defensores de la tradición española. En Toledo, en Pamplona y en Zaragoza, Eulogio conoció a muchos hombres de buena voluntad, que vivían en la esperanza de días mejores. Si antes se había distinguido ya como uno de los más ilustres representantes de la España antigua, ahora se consagró con nuevos bríos a restaurar todas las formas de la cultura isidoriana, amenazadas de muerte: lengua, literatura, religión, vida monástica, espíritu y costumbres. Junto a la basílica de San Zoilo creó una escuela que no tardó en convertirse en un centro de españolismo mirado con desconfianza por las autoridades musulmanas y con entusiasmo por toda la juventud andaluza, que no podía plegarse a la dominación extranjera.

Fuera de las aulas continuaba su obra renovadora, consagrando el tiempo que le dejaba libre el ministerio a restaurar el haber literario de la época visigoda, olvidado, adulterado, disperso y, en gran parte, perdido. Quería resucitar el pasado, formar una biblioteca como la que Isidoro había reunido en Sevilla. Empezó a buscar manuscritos por todas partes, a comprarlos, a copiarlos y a hacerlos copiar. De Navarra vino cargado de libros: obras de Porfirio, de Avieno, de Horacio, de Juvenal, de San Agustín. «Cada día—dice Alvaro—nos daba a conocer nuevos tesoros y cosas admirables desconocidas. Diríase que las encontraba entre las viejas ruinas o cavando en las entrañas de la tierra. Muchos de aquellos códices se hallaban en un estado lamentable; unos, ajados por el tiempo e incompletos; otros, corroídos por la humedad; otros, lastimosamente viciados y adulterados.» Para volverlos a su primer estado, Eulogio «corregía las cosas viciadas, reformaba lo que estaba roto y deteriorado, remozaba lo viejo y caduco, y todo lo que a él llegaba de los antiguos varones lo volvía a nueva vida. No hay sabio alguno que pueda ponderar aquel afán incansable, aquella sed de aprender y enseñar que adornaba su alma. ¿Qué volúmenes no conoció? ¿Qué ingenios permanecieron para él ocultos, bien fuesen católicos o herejes, filósofos o poetas gentiles? ¿Qué versos hay cuya armonía él ignorase ¿Dónde están los himnos o peregrinos opúsculos que no recorriese su hermosísima mirada? Y ¡oh admirable suavidad de su alma!—continúa diciendo Alvaro—, nunca quiso saber cosa alguna para sí solo, sino que todo nos lo entregaba a nosotros. A todos los que con él vivíamos nos comunicaba la luz de sus obras y el resplandor de su ingenio; y se lo ha comunicado también a los venideros. Para todos derramaba su luz el siervo coronado de Cristo, luminoso en todos sus caminos: luminoso cuando andaba, luminoso cuando volvía, límpido, nectáreo y lleno de dulcedumbre».

En aquel ardor febril había una generosa tendencia nacionalista. El maestro de San Zoilo se había constituido en jefe de un partido que reunía a los más sanos y fervorosos partidarios de la religión cristiana, y cuyas intenciones no eran revolucionarias ni violentas. Los espíritus se hallaban en un grado de exaltación que sólo era la reacción contra la opresión de los musulmanes. No había persecución propiamente dicha, pero la misma ley hacía la vida insoportable para un cristiano; y a la ley se juntaban las consecuencias del fanatismo popular, más intolerante aún tratándose de monjes o sacerdotes. Su presencia en la calle daba lugar ordinariamente a alguna escena desagradable. Los niños gritaban contra ellos toda suerte de injurias; los jóvenes cantaban canciones satíricas; las personas mayores movían la cabeza lanzando miradas burlonas o coléricas y murmurando palabras ininteligibles, y desde las ventanas les arrojaban cascos, piedras e inmundicias.

El fanatismo se exacerbó al fin del reinado de Abderramán II, colmando la medida de los sufrimientos atesorados en medio siglo. En los primeros meses del año 850 fue martirizado un sacerdote; algunos meses después, un comerciante cristiano fue llevado ante el cadí por algunos compañeros envidiosos de la suerte que tenía en los negocios. Las violencias se sucedían sin cesar; hasta que vino la protesta inevitable. Fue una rebelión, pero una rebelión de un carácter especial. Tratábase de rebeldes pacíficos; no querían poder, sino sufrir; no querían matar, sino morir. La dignidad, antes que la vileza; antes que la esclavitud, la muerte, declarando la verdad a los opresores. Es aquella era de martirios voluntarios que constituye uno de los momentos más dramáticos de la historia de España. Jóvenes doncellas, vírgenes admirables educadas desde la niñez en los monasterios, anacoretas encanecidos en la penitencia, soldados y gentes del pueblo, matronas ilustres y aristócratas opulentas se presentaban delante del cadí, confesaban el nombre de Cristo, maldecían de Mahoma y eran torturados y degollados.

El pueblo musulmán estaba perplejo y estupefacto. En la corte reinaba la indecisión, y el sultán no sabía qué medidas tomar contra unos hombres que se reían de los tormentos. De sus dudas vino a sacarle Recafredo, arzobispo de Sevilla, hombre digno de la confianza del emir, que es quien le había dado la mitra. Recafredo no tuvo ninguna dificultad en anatematizar a los mártires, y deseando acabar con los que él llamaba fanáticos y perturbadores de la Iglesia y de la sociedad, se presentó en Córdoba con la violencia del torbellino, según la comparación de Alvaro. Su venida llenó de consternación a la cristiandad cordobesa. «Aterrados por la cólera del tirano—escribe el mismo Eulogio—, todos cambiaron de parecer con una volubilidad inaudita y empezaron a maldecir a los mártires.» No obstante, había todavía un grupo numeroso que rechazaba todo pacto con la infidelidad, y al frente de él estaba Eulogio, orgulloso de haber preparado aquel movimiento. «Permitidme, carísimos hermanos y hermanas bienaventuradas —decía a los habitantes de los monasterios—, que entre a tomar parte en vuestros júbilos. Son vuestros hermanos, ciertamente, estos hombres que pasaron por las pruebas de los tormentos; pero yo soy quien a muchos de ellos les he preparado para el combate, y si yo no he combatido, les di las armas para luchar.»

Al mismo tiempo empieza Eulogio a escribir su Memorial de los mártires, que a la vez debía ser una historia de la persecución y una defensa de las víctimas. Ya le tenía casi terminado, cuando un día de otoño de 851 se presentó en su casa la policía, y entre los gritos desolados de su madre y sus hermanas lo llevaron a la cárcel. En la cárcel se le juntaron poco después el obispo de Córdoba, algunos sacerdotes, varios abades de los monasterios vecinos y un gran número de cristianos. Una noche de tristeza invadía ahora el alma del noble luchador. «En otro tiempo—escribe desde el calabozo—todo era para mí tranquilidad y sosiego; en mi casa había paz y amor y yo era feliz en ella. Pero, de repente, la alarma ensombreció todos los corazones, nos turbamos todos, y la ciudad entera se estremeció.» No obstante, era tal su valor, que desde la cárcel misma, desafiando las iras del emir y las del metropolitano, publicó su Memorial.

Estos meses de su encierro fueron de una actividad increíble. «Mientras los demás se entregaban al ocio y al descanso—dice su amigo—, él leía y rezaba, sin acordarse de las cadenas, recogiendo siempre la miel de los buenos libros y paladeándola con la boca y con el corazón.» Lo que ahora le preocupaba era la restauración de la prosodia latina. Tal vez es éste uno de los momentos más bellos de su vida; tiene la espada sobre la cabeza, y todavía se acuerda del porvenir de la cultura hispanolatina. «Los sabios de España—nos dice Alvaro—habían perdido la noción del verso clásico; Eulogio la va a resucitar, aprovechando las largas horas de la prisión, propicias para esta labor de paciencia y observación menuda.» En la semioscuridad de su encierro, el prisionero leía y releía los poemas de la antigüedad, y al poco tiempo ya podía comunicar a sus discípulos las leyes del hexámetro, del yambo y del sáfico, despertando entre sus discípulos un renacimiento de la poesía. Al mismo tiempo alienta a los que vacilan, cansados de las molestias de la prisión, escribe una larga carta a su amigo el obispo de Pamplona, y redacta el Documento Martirial, que, destinado a sostener en un momento de debilidad a las dos vírgenes Flora y María, tuvo el éxito más completo.

Diez años duró aquella lucha épica. Durante ellos, la existencia de Eulogio es un heroísmo continuo, tenso y jovial. Ya no enseña en San Zoilo; su escuela ha sido disuelta, pero sigue siendo el doctor de los mozárabes, el oráculo de la religión perseguida. Resiste a los secretarios del emir, hace enmudecer en un concilio a los obispos comprados por Abderramán, sufre las persecuciones y las contumelias, anda huido por la ciudad, se esconde entre las encrucijadas de la sierra, y vuelve a aparecer inesperadamente para alentar a los pusilánimes, para mantener el fervor de los entusiastas, para acompañar a los mártires hasta el patíbulo y recoger los detalles de sus martirios. Hace una nueva edición del Memorial y escribe el Apologético, siempre con el mismo estilo vibrante, espontáneo, cristalino y lleno de sinceridad y elegancia. Todas sus obras son ricas de vida, de nervio y de colorido; en todas ellas palpita la pasión y se reflejan las torturas y desprecios del calabozo. Alvaro comparaba el Memorial a un poema. Al contar las hazañas de los mártires, Eulogio se acuerda de los héroes de Virgilio, pone en sus narraciones un profundo interés dramático, y al mismo tiempo que nos retrata su alma, trae hasta nosotros los ecos triunfales de aquella gesta gloriosa del cristianismo.

No obstante, la corona parecía alejarse de él, y su peregrinación se prolongaba. Habían pasado los combates y él continuaba en pie. Estaba pesaroso y casi avergonzado. «Desde los días de su juventud—dice el biógrafo—, caminaba Eulogio con tristeza por los caminos del mundo. Acuciábale diariamente el deseo de volar hacia arriba, y el cuerpo era para él una carga mortal.» Bellamente decía él mismo en aquella tregua que precedió a la lucha suprema: «Soy como el caminante que, agotadas las fuerzas, se sienta una y otra vez a la orilla del camino, y más siente el cansancio cuanto más frecuentes son sus paradas. Tal vez ha creído que estaba ya terminado el viaje, y su corazón se ha llenado de alegría; pero el camino se prolonga delante de él, y la decepción le tortura fieramente.» Y añadía, llevado de un sentimiento pesimista: «Heme aquí obligado a soltar nuevamente las amarras. El viento es contrario y tengo miedo a las marejadas de alta mar.»

En 858 no hubo martirios. Era la primera vez que eso sucedía después de dos lustros. Eulogio se encontraba de nuevo en su iglesia de San Zoilo; tal vez había vuelto a reunir a los discípulos que había perdonado la siega de la persecución. De pronto, vinieron a anunciarle que había sido nombrado arzobispo de Toledo. Toledo había sacudido por aquellos días su dependencia de Córdoba, y así, aquella elección tenía todo el carácter de un desafío al emir. Claro está que el emir tenía muchos medios para impedir que su enemigo tomase posesión de la primera sede de España, y no se descuidó en utilizarlos; pero en Toledo dijeron que mientras Eulogio viviese no querían otro metropolitano. «Pero Dios—dice Alvaro—no tardó en poner sobre su frente el ornamento del episcopado celestial; porque si es verdad—añade maliciosamente—que no todos los obispos son santos, bien puede decirse que todos los santos son obispos.»

Sucedió que una joven convertida, de la buena sociedad musulmana, llamada Lucrecia, en quien parecía haber germinado toda la gracia y el valor de Flora, vino a buscar consejo e instrucción en casa de Eulogio, huyendo de la venganza de sus parientes. Eulogio la recibió, sin temor a las leyes, que le condenaban a ella a perder la vida por su apostasía, y a él al tormento por el crimen de proselitismo. De pronto, un pelotón de soldados rodeó la casa. Lucrecia se presentó a ellos, y el maestro cayó también en su poder. Entonces recibió los primeros golpes y derramó la primera sangre. Cuando llegaron ante el juez, le vieron con el rostro desencajado por la ira. Era un hombre colérico y de temperamento avinagrado. Los que asistían a la curia aguardaban sus resoluciones con terror, y bastaba que alguien le dijese una palabra menos correcta, para que le metiese en la cárcel. Llamábase Ahmed-ben-Ziad. Eulogio había dicho de él que el diablo le había armado con un instinto de ferocidad, y que sus crueldades tenían amendrentada a la ciudad de Córdoba.

Cuando Eulogio llegó a su presencia, tuvo Ahmed uno de aquellos ataques de cólera tan frecuentes en él. Algo repuesto, le preguntó con voz de trueno:

—¿Qué tienes tú que ver con esta joven para ocultarla en tu casa?

La respuesta de Eulogio fue apacible y pacientísima. «En ella—dice Alvaro—brillaban la suavidad y la claridad, que eran la característica de su lenguaje.»

—Juez—dijo—, tengo un deber sagrado, y ese deber me obliga a dar la luz de la fe a los que me la piden. A nadie puedo negársela si de veras busca los caminos de la vida que son santos. Es la misión del sacerdote, es una exigencia de la religión verdadera, es el mandato de mi Señor Jesucristo. Esta joven vino a que la instruyese en la fe, y francamente te digo que la he instruido, como te instruiría a ti de muy buena gana si me lo pidieses.

Ahmed miró, hizo una señal a los sayones y mandó traer las varas.

—¿Para qué quieres eso?—preguntó Eulogio al verlas.

—Para sacarte el alma—respondió el cadí.

—No—replicó valientemente el sacerdote—. No creas que vas a destrozar mis miembros con los azotes. Si quieres devolver mi alma al que la crió, es mejor que afiles la espada. Mira, soy cristiano y lo he sido siempre. Confieso que Cristo, Hijo de María, es verdadero Hijo de Dios, y vuestro profeta un impostor, un adúltero, un endemoniado, que os lleva por el camino de la perdición.

Repentinamente, Eulogio había tomado su partido, el de morir sellando con su sangre los principios de toda su vida. Su proselitismo no era suficiente para merecer la pena capital. El juez quería imponerle un castigo ignominioso; mas para él, el último hispano-romano, el descendiente ilustre de una familia senatorial, era preferible la muerte. Y ahora era ya reo de muerte por haber blasfemado de Mahoma. Sin embargo, Aben Ziad no se atrevió a cargar con una responsabilidad como aquélla. Eulogio era el primado electo de España y el sacerdote más respetado de los cordobeses y su ejecución podía ocasionar complicaciones en Córdoba, en Toledo y hasta en los países del Norte. Se le llevó al alcázar, y allí se improvisó un tribunal, formado por los más altos personajes del gobierno: visires, eunucos; secretarios y oficiales de la guardia real. Uno de ellos, íntimo de Eulogio, llenóse de compasión al verle, y le habló con todo el afecto de un amigo:

—Comprendo—le dijo—que los idiotas y los tontos vayan a entregar inútilmente su cabeza al verdugo; pero tú, que eres respetado por todo el mundo a causa de tu virtud y tu sabiduría, ¿es posible que cometas ese disparate? Escúchame, te lo ruego; cede un solo momento a la necesidad irremediable, pronuncia una sola palabra, y después piensa lo que más te convenga; nosotros te prometemos, mis colegas y yo, que jamás te hemos de buscar ni molestar.

Eulogio dejó escapar una sonrisa de indulgencia y de agradecimiento, pero su respuesta fue firme:

—¡Oh, si supieses lo que nos espera a los adoradores de Cristo! ¡Si yo pudiese trasladar a tu pecho lo que siento en el mío! Entonces no me hablarías como me hablas, sino que te apresurarías a dejar alegremente esos honores mundanos.

Y continuó disertando sobre las promesas del Evangelio, sobre la paz de los servidores de Dios, sobre los goces del reino celeste y sobre la vanidad de las cosas mundanas.

—¡Oh príncipes!—decía—, despreciad los placeres de una vida impía; creed en Cristo, verdadero Rey del Cielo y de la tierra; rechazad al profeta, que tantos pueblos ha arrojado en el fuego del infierno.

Irritados por estas palabras, los visires confirmaron la sentencia de muerte. Al salir de la sala del consejo, un eunuco dio al mártir una bofetada, y él, acordándose de las palabras evangélicas, le presentó la otra mejilla. Una patrulla de esclavos le llevó al lugar del suplicio. Iba sereno. La luz del más allá inundaba su ser y envolvía su cuerpo transfigurado. Ya en el cadalso, se arrodilló, extendió las manos al Cielo, pronunció en voz baja una breve oración, y después de hacer la señal de la cruz en el pecho, presentó tranquilamente la cabeza; «y así, despreciando el mundo, encontró la vida».

«Éste—dice Alvaro—fue el combate hermosísimo del doctor Eulogio; éste su glorioso fin, éste su tránsito admirable. Eran las tres de la tarde del 11 de marzo.»

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