lunes, 12 de enero de 2015

San Benito Biscop – Abad

La conquista de Inglaterra para Jesucristo fue obra de los benedictinos. Sin otras armas que su fe y su valor, y a lo más la simpatía protectora de una mujer, llegaron a donde no habían podido penetrar los ejércitos romanos. El secreto de su fuerza estaba en aquellas palabras que uno de ellos decía: «Para vencer la obstinación de estos infieles, para fertilizar el suelo rocoso y estéril de su corazón, no hay que irritarles ni insultarles, sino exponer nuestros dogmas con toda la dulzura y moderación de que seamos capaces, de manera que se avergüencen de sus locas supersticiones sin exasperarles.» La dulzura y la moderación, y con ellas una perseverancia tenaz y una actividad inaudita, continuada, generación tras generación, por obra de los monasterios.

Todos aquellos apóstoles—Agustín, Culberto, Egwino, Adelelmo, Wilfrido y Benito Biscop—fueron civilizadores que, después de consumir su vida en bien de sus hermanos, quisieron dejar en sus abadías otros tantos organismos donde se encarnase su espíritu, espíritu de apostolado, es decir, de oración, de ciencia y de trabajo.

La abadía de Benito Biscop fue Wearmouth-Yarrow. Fundóla en una playa del reino de Nortumbria, en 675, con ayuda de su amigo y protector el rey Egfrido, que para contribuir a la obra dio cien yugadas de tierra. Benito era un noble anglosajón magnífico y opulento. Confidente de los príncipes, parecía llamado a brillar en los palacios y los campos de batalla. Su juventud está aureolada por brillos de armas y esplendores cortesanos. Pero un día, viajando por el continente, llega a la isla de Lerins, se conmueve disfrutando del remanso de paz que habían creado allí los hijos de San Benito, renuncia a la vida secular, al matrimonio, a la familia, se hace monje y cambia su nombre de Biscop Baduging por el de Benito Biscop. Tenía entonces veinticinco años.

Como San Wilfrido, su contemporáneo y su maestro, Benito representa en el Norte de Inglaterra la tendencia hacia Roma, frente al nacionalismo de los monjes celtas. Ambos son también apasionados propagadores del arte y de la ciencia. Nacieron con el gusto de la belleza, y en sus viajes por las antiguas provincias del Imperio romano sintieron cómo se despertaba en ellos el instinto de la pompa y la grandiosidad. La catedral de York, las abadías de Ripon y Exhan dejaron pasmados a los buenos anglosajones, apenas convertidos, por sus columnas y sus pórticos, sus naves numerosas y sus amplias galerías, sus escaleras de caracol y sus altísimas torres. Esa misma magnificencia desplegó Benito en su abadía. Buscó en el continente los mejores maestros de carpintería y manipostería; hizo venir artistas decoradores y fabricadores de vidrio, los cuales, después de haber hecho las grandes ventanas transparentes, desconocidas de las gentes del país, les enseñaron la técnica de su arte.

Entre tanto, el fundador traía de Roma libros, cuadros, mosaicos y reliquias, y sus discípulos copiaban los evangeliarios y misales con letras de oro en vitela de púrpura. Las paredes de la iglesia quedaron cubiertas de pinturas, donde sabios e ignorantes podían ver representados los misterios de su religión: la dulce figura del Salvador en el establo; la Virgen, rodeada de los doce Apóstoles; las parábolas del Evangelio, las visiones del Apocalipsis, el árbol de la Cruz frente a la serpiente de bronce, la imagen de Cristo, cargado con el santo madero, junto a Isaac, llevando el hato de leña que había de servir para su sacrificio, y así una serie completa que ponía de relieve la concordancia entre el Antiguo y el Nuevo Testamento.

La pasión de los viajes era tan fuerte entre los monjes ingleses como entre los irlandeses. Biscop pasó el mar innumerables veces, y siete de ellas llegó hasta Roma. Era algo heroico en aquellos días, en que un comerciante que salía tres veces de la isla tenía ya derecho a intervenir en las asambleas nacionales. El sucesor de Benito tuvo el capricho de ir a morir a Roma, y ochenta de sus discípulos se fueron con él, mientras los seiscientos restantes les miraban partir desde la playa llorando de amor filial, y algo también de nostalgia por las lejanías.

No obstante, el abad de Yarrow, como su maestro el de Montecasino, pensaba que para expiar los pecados no hay nada como la estabilidad en el monasterio, y por eso quiso que en el monasterio hallasen sus monjes cuanto se necesitaba para tener a raya aquel desmedido afán de peregrinaciones: un coto espacioso y fértil, una biblioteca escogida y un edificio bien construido, para que el monje—según dirá más tarde Alcuino—«pasase de la extrema belleza de la habitación terrestre al reino de la belleza eterna». Pero la obsesión de Benito era la biblioteca. Siempre que salía de viaje, volvía cargado de libros, libros latinos, griegos y celtas, de los doctores antiguos y modernos, cristianos y paganos. Junto a la Biblia en hebreo, a los escritos originales de Orígenes y el Crisóstomo, a San Isidoro y San Agustín, figuraban los poetas gentiles: Estado, Lucano, Horacio, Ovidio, y hasta Lucrecio y Catulo. De Virgilio no hay que hablar: era el autor favorito de los monjes medievales. Los discípulos del fundador hacían versos, pintaban, eran arquitectos hábiles, escribían elegantemente, y al lado del Pentateuco citaban el Fedón y La República del filósofo ateniense. Entre los demás libros de la biblioteca descollaba una cosmografía de labor admirable, por la que el fundador había dejado en Roma buenos dineros. Muchas veces el rey manifestó deseos de poseerla; pero por nada del mundo se la habría dejado escapar, hasta que su sucesor, más condescendiente, la cedió al fin a cambio de una finca donde había trabajo para diez arados.

Había necesidad de muchas tierras para emplear los setecientos monjes de la abadía; porque, aunque muchos de ellos eran hijos de príncipes, de condes y de caballeros poderosos, todos debían plegarse a la ley del trabajo establecido por la regla benedictina. Allí estaba el sobrino del abad, Easterwine, que había brillado poco antes en la casa militar del rey de Nortumbria. Su único orgullo era ser como los demás hermanos: trabajar como ellos, orar, estudiar y hacer penitencia. Se le veía sacudir y golpear el trigo, ordeñar las ovejas y las vacas, servir, cuando le tocaba, en la cocina, en la panadería, en el jardín; siempre humilde y jovial en la obediencia. Cuando Benito estaba de viaje, Easterwine le reemplazaba; pero aun entonces era el primero en echar mano al arado, y el más diestro para machacar el hierro en el yunque. Robusto, joven, hermoso, con una mirada de dulzura infinita y un lenguaje de constante afabilidad, era el ídolo de todo el ejército de los monjes. Pero hubo entonces una peste terrible, y Easterwine murió a los treinta y seis años. La tarde de su muerte, una tarde brumosa de marzo, pudo arrastrarse hasta la huerta donde los monjes trabajaban, se sentó en una piedra y fue llamándolos uno por uno para darles una vez más la miel de sus palabras y de su ósculo postrero. Tras él, la enfermedad se llevó a todos los monjes que sabían cantar en Yarrow; a todos, menos al abad y a un niño, que contaría entonces unos doce años de edad, y que la posteridad celebrará con el nombre de Beda el Venerable. Los dos continuaron intrépidamente cantando el Oficio con una exactitud obstinada y aguardando el porvenir con una confianza ciega.

Hubo que volver a empezar. Las escuelas se llenaron de nuevo; vinieron maestros de lejanas tierras; Roma envió a un monje, que enseñó el canto de San Gregorio en todos los monasterios ingleses. Todo reflorecía cuando el abad cayó enfermo a su vez. Fue una enfermedad larga y cruel, que paralizó todos sus miembros y le tuvo durante tres años clavado en el lecho. Para calmar sus dolores, sus discípulos le leían la Biblia, o bien cantaban el Oficio en su habitación, hasta que le faltaron las fuerzas. Entonces los monjes pasaron delante de él para recibir con el último abrazo la postrera bendición. Traído por cuatro hermanos, vino también el prior, quien, lo mismo que el abad, luchaba ya con la agonía. Los dos moribundos descansaron sobre el mismo lecho, las dos cabezas sobre la misma almohada; sus brazos se encontraron, juntáronse sus labios, y en aquel beso se juntaron sus almas para andar el camino por donde nadie vuelve.

Benito Biscop moría en los primeros días del año 690. Todavía no se había terminado el siglo que vio la llegada de los primeros apóstoles, y ya la gran isla, destinada a ser el objeto de continuas y sanguinarias invasiones, producía flores espléndidas de santidad. Los hijos de los piratas, de los incendiarios, de los depredadores y de los asesinos se habían convertido en apóstoles, en maestros, en sembradores de la cultura, en propagadores de la paz. Era el triunfo de la Iglesia sobre los corazones salvajes; los frutos de su abnegación, sus victorias, sus conquistas, sus brillantes despojos. Había llegado a aquel suelo, empapado de sangre y horror, y sus habitantes sabían ya de los beneficios de la paz, la dulzura, el trabajo, la virtud, la verdad, la luz, el cielo. Sabían, sobre todo, amar la belleza de las almas, y grabar su amor en gestos y en palabras que ni engañan ni se pueden olvidar.

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