domingo, 11 de enero de 2015

Homilía


La liturgia del día de hoy nos presenta otra gran epifanía o manifestación de Dios.

Se trata del Bautismo de Jesús en el río Jordán.

El Padre y el Espíritu se aúnan para presentar a Jesús como su Hijo bien amado ante Juan el Bautista y sus Apóstoles.

Navidad es la fiesta de la epifanía del Señor al pueblo judío como la de los Magos lo es a los gentiles.

Queda otra, las Bodas de Caná, donde Jesús, con la conversión del agua en vino, manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en El.

El bautismo es un compromiso para luchar contra la injusticia y el pecado.

Y los compromisos se cumplen encarnándose en la realidad de una vida, llena de luchas y tribulaciones.

La esclavitud del pecado nos atenaza y negras sombras se ciernen sobre nuestras cabezas.

Necesitamos liberarnos de ese hombre viejo que nos esclaviza a las cosas perecederas y nos impide interiorizar la voz de Dios.

Vivimos acelerados, siempre con prisas, para responder a las exigencias de nuestra sociedad de consumo.

Poco a poco, vamos perdiendo el hábito de soñar, de pensar por nosotros mismos, convirtiéndonos en máquinas que ejecutan las órdenes del patrón de turno.

Cuando escasean los sueños, la dimensión espiritual del ser humano se difumina en el anonimato de los números y hasta la vida misma oscurece su auténtico sentido.

Los engaños de un sistema, que garantiza bienestar, nos absorbe de tal manera que somos capaces de vender hasta nuestra propia dignidad con tal de no perder lo logros materiales conseguidos.

Esto es un engaño y una esclavitud permanente.

Jesús se adentra en el agua de la vida.

El que no tiene pecado se confunde en la caravana de los pecadores, aguardando el turno de su liberación.

Con su presencia, el cielo se abre y comienza una lucha sin cuartel contra el pecado, que culminará con un bautismo de sangre en el Calvario.

El bautismo nos invita a salir de este abismo, donde nos encontramos, para dejarnos arrastrar, como Jesús, por la corriente del Espíritu que purifica y nos abre nuevos horizontes.

Jesús es “capacitado” desde este acontecimiento para ejercer su misión.

San Pedro afirma en la casa del recién convertido Cornelio que

“ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con El”(Act. 10,38).

También a nosotros el Bautismo nos regenera por el agua y el Espíritu y nos invita a dar testimonio de la presencia cercana de Jesús, en cuyo nombre nos hemos comprometido.

En algunos lugares, al hablar del bautismo, se utiliza la palabra “cristianar”, hacerse cristiano.

Es nuestra auténtica tarjeta de ciudadanía. Sellados en la frente por el santo crisma, fortalecidos por el poder de Cristo, entramos a formar parte de un pueblo de Reyes, de Sacerdotes y de Profetas.

Dios nos abre los brazos y nos invita a integrarnos en un pueblo, que llamamos “Iglesia”, nuestra nueva familia en la fe, que garantizará nuestra educación, nos alimentará con los sacramentos y nos acompañará hasta la morada definitiva que el Señor nos tiene preparada.

Desde que nacimos, fuimos acogidos, amados y mimados por nuestros padres, que se han sacrificado por nosotros y nos han legado gratuitamente parte de lo que somos en la actualidad.

La Iglesia ha cogido el relevo para cuidar nuestro crecimiento en la fe y alentarnos al compromiso.

Conviene que guardemos memoria de todos los bienes recibidos y colaboremos a que el mundo sea más humano, más justo y más caritativo. El ser cristiano implica mantener despierta nuestra identidad y ser conscientes de la misión sagrada recibida.

Damos frecuentemente más importancia a nuestra identidad civil que a la religiosa.

Renovamos el carnet y lo tenemos en regla, nos enorgullecemos de ser ciudadanos de una nación, cuyo prestigio defendemos. Sin embargo, el honor de ser cristiano no tiene parangón con ningún otro.

La patria terrena es efímera, pues las fronteras de las naciones cambian constantemente; la celestial es definitiva y nos marca para siempre.

Para el auténtico creyente la fe es más importante que la identidad nacional.

Por eso nos choca y nos escandaliza que personas relevantes de la Iglesia hagan prevalecer su nacionalismo sobre la propia fe, lo que resulta hiriente cuando la vida humana está en juego. ¡Allá ellos!

Sabemos que la mayoría mantiene muy alto el pabellón cristiano y algunos arriesgan constantemente su vida parta transmitir esta fe, obedeciendo una llamada interior que les lleva a compartir con gozo lo graciosamente recibido.

Testimonios como el de Mons. Nicolás Castellanos, que dejó su diócesis de Palencia para cuidar una zona pobre del altiplano boliviano, como el antiguo obispo de Málaga, Mons. Buxarrais, actualmente en Africa, y miles y miles de misioneros anónimos que son nuestra destacada avanzadilla, nuestra mejor carta de presentación en el mundo, nos motivan e interpelan.

El Doctor Schweitzer escribía: “Una cosa sé: los únicos que serán verdaderamente felices son aquellos que han buscado y hallado cómo servir a los demás”.

Este hombre extraordinario, nacido en una población de Alsacia en 1.875, gran teólogo evangélico, conocedor e intérprete extraordinario de J.S.Bach y Premio Nobel de la Paz en 1.952, pasó muchos años de su vida en un hospital de Gabón (Africa), que él mismo había fundado. Abondonó los estudios teológicos y las interpretaciones musicales para ser fiel a su vocación cuidando la leprosería de Lambarène, donde falleció en 1.965.

Ahora vamos a renovar nuestro bautismo, a recordar a nuestros padres, padrinos y catequistas que nos dejaron una herencia tan maravillosa: la fe que hoy profesamos y de la que nos sentimos orgullosos.,

Nos fijaremos en esa vela encendida, símbolo de nuestro compromiso de ser luz para los demás y nos confiaremos una vez más a Jesús, en quien creemos y que jamás nos abandonará.

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